Sentía que su cuerpo era cada vez más débil, pese a ello, cuando el dolor la avasallaba y al ritmo del reloj resbalaban, al igual que las lágrimas de sus ojos las probabilidades de vida, no dejaba de ir y venir entre sus recuerdos, los más gratos eran los recientes, su regreso a Centroamérica, en el despertar del 2013, cuando reconoció países como El Salvador, Nicaragua y Guatemala, en compañía de su esposo.
Allí, en el lecho de enferma, Ana evocaba constantemente esos 18 años dedicados a la vida religiosa y al trabajo comunitario, precisamente en Centroamérica, hasta que por algunas circunstancias de la vida decidió tomar otros caminos. Ahora, su rostro exteriorizaba los dolores que la cruzaban, y su sonrisa ya no era la de antes. Mientras tanto, esperaba una buena atención médica, que nunca llegaba, y con sus últimos alientos se aferraba al deseo de vivir.
En otro lugar de la ciudad
Meses antes, en algún otro lugar de la ciudad antes conocida como de la “eterna primavera”, y ahora como “la más innovadora del mundo”, otra mujer –cuya vitalidad siempre fue notable e incluso admirable–, se encontraba en una tormentosa lucha, con el banco de las ilusiones en bancarrota. Su organismo estaba lastimado en pleno y su mente afligida, pese a lo cual el deseo de vivir no la abandonaba. Sin que los dolores le brindaran respiro, carcomida por la fiebre, cada día Teresa despertaba con los recuerdos de sus 30 años de docencia en los que logró, año tras año, que pequeños entre 5 y 7 años leyeran y escribieran. Ahora, pensionada, el compromiso leal y serio que sostuvo con la educación y con el futuro de “sus” niños eran el bálsamo para apaciguar la tristeza por los derechos violados.
El trabajo por varias décadas le había permitido alcanzar una pensión, así podía reflexionar o confirmar Teresa. Mientras tanto Ana, quien había llegado a la docencia oficial en Colombia ya entrada en años, después de tener serias contradicciones con alguna Madre Superiora, y colgar los hábitos, no contaba con igual suerte, y ahora, impedida por la enfermedad, se encontraba “botada a su suerte”.
La atención que no es
Para ambas, sus esposos eran las piernas, boca y espíritu que ahora no les respondían con total vitalidad. Ellos, por medio de alegatos escritos y decisión verbal, reclamaban por sus amadas ante el sistema de salud y los insulsos procedimientos con que las atendían y despachaban cada vez que tenían una cita médica. Según los galenos, los dolores estomacales que padecían eran “insignificantes”, por lo que las citas con el hepatólogo no era autorizada. La dilación era la norma, y el padecimiento se incrementaba.
Aunque ambas mujeres, docentes, formadoras de nuevos espíritus, no se conocían, cargadas de estilos, historias, gustos, memorias y experiencias diferentes, ahora el virar de la vida las llevaba a vivir y padecer una historia similar. No sólo era la enfermedad, también la EPS a que estaban afiliadas –”Médico Preventiva”–, también la dilación para ser atendidas y los diagnósticos firmados por los médicos: “simples dolores estomacales a causa de los malos hábitos alimenticios de las pacientes”. El cáncer de estómago y de hígado que las postraba nunca fue considerado.
Dolores y padecimiento que no eran de pocos días. Llevaba Teresa meses de espera tras una primera cita con alguno de los dos principales hepatólogos de la ciudad, ya fuera Beltrán o Restrepo, cuando dejó de dar signos vitales mientras reposaba en su cama, dando fin al dolor constante que no le permitió morir con la feliz expresión que la acompaño durante todos sus años de docencia. “Los niños, esos angelitos, son la razón de mi alegría”, así respondía a todo aquel que le preguntaba por su inocultable expresión de satisfacción en el salón de clase. Murió Teresa sin un diagnóstico asertivo, violada en sus derechos, pero lo más triste, hurtada en su confianza con la vida y con los seres humanos.
Pero su existencia no terminaría sin ironía: dos meses después de muerta la EPS cumpliría “responsablemente” la asignación de la cita tanto pretendida y necesitada por la abnegada docente. La orden de atención con el especialista llegó cuando ya no necesitaba ningún tratamiento, cuando no había nada que hacer ante su ausencia. En el recuerdo de su esposo también estaba presente el deseo que tenía su amada de gozarse la pensión, por la que tanto luchó, cotizando mes tras mes al Fondo Nacional de Prestaciones Sociales del Magisterio.
Para ese entonces Ana, en compañía de su esposo, estaba en el hospital en condición más grave que de lo normal, la colonoscopia que sería realizada al mes siguiente tuvo que ser adelantada de urgencia, con dictamen poco alentador: más que un cáncer de hígado sus pulmones estaban invadidos de un extraño líquido que le dificultaba la respiración. Fue internada con la esperanza de una recuperación, pero para su mala suerte a los pocos días la EPS informó a los familiares que le darían de alta. La decisión médica los tomó por sorpresa pues su aspecto no era bueno. Pese a las quejas y reclamos ante la administración del hospital, no fue posible hacerlos desistir, y el hogar se transformó en sala de urgencias. El hospital redujo su “compromiso” con la paciente a la entrega de una pipeta de gas, para que “mejorara su calidad de vida”, si es que a este padecimiento y lento morir se le puede considerar vida, y mucho menos digna.
La desatención médica tal vez se pudo enfrentar con tutelas y demandas en contra de la prestadora del servicio, pero esta posibilidad no tuvo cabida pues al día siguiente de darle de alta, Ana ya no sufría y seguramente se encontraba en el mismo lugar que Teresa. Ambas se encontraban en ese sueño profundo que los humanos denominamos muerte, pero que en muchos de los casos es injusta, ya que sólo los ricos de este país gozan del derecho pleno a la salud, para conservar o prolongar su vida o para morir con dignidad.
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