Puede parecer un pequeño lujo intelectual ocuparse de los nombres de los países; o de los continentes. Los nombres, algo a la vez tan artificial y permanente. Sin embargo, hay ocasiones en las que una reflexión al respecto arroja luces insospechadas y nuevas para una mirada desprevenida.
El problema: “América o Colombia” hace referencia al nombre, significado, implicaciones, filosofías y consecuencias que, en un caso, hacen referencia a Américo Vespucio; y en el otro a Cristóbal Colón. Pero hay mucha letra menuda debajo del título. Hay que leerla con atención.
Tres nombres estaban al inicio en el partidor: Las Indias, que era el nombre que se le asignaban en España a las nuevas tierras; América, el nombre que muy pronto, a comienzos del siglo XVI, se le asigna al nuevo continente, en particular, en los países del centro de Europa; y Colombia —junto con otras variaciones— que significa literalmente “la tierra de Colón”, en homenaje al viajero y descubridor genovés.
De acuerdo con la historia —o la leyenda—, Américo Vespucio puso el nombre de “América” sobre los mapas elaborados a raíz de los nuevos viajes y descubrimientos de 1492 y los años siguientes (1497, etc.). La Academia de Saint Dié, en la Lorena, publicará sendos mapamundis en los que aparece el nombre de América al lado de “Europa”, “África”, “Asia” y demás. Y el debate que perdura por parte de numerosos autores de diversas nacionalidades desde el siglo XVI hasta el XIX, y que incluyen nombres como: La Colonea, Colonia, Coloneo, Columbaia, Colombina.
Lo que pudiera parecer una cuestión de chovinismo, o acaso de impronta intelectual, e incluso de reconocimiento u homenaje a un personaje u otro, esconde, en realidad, en este caso, un debate de ideas.
Muy específicamente, Francisco de Miranda es, en la historia del debate, una voz importante y el principal defensor para que a las nuevas tierras —y a sus habitantes, por consiguiente— se las llame “El Continente Colombiano”. En su gesta por la independencia, sostenía: “Nuestro principal objeto es la independencia del Continente Colombiano, para alivio de todos sus habitantes, y para refugio del género humano”.
Bolívar, por su parte, pensaba en el público liberal europeo y, muy particularmente, francés, y confiere el nombre de “Colombia” para lo que originariamente eran Venezuela y el Nuevo Reino de Granada, aun cuando tuviera en mente la independencia de toda América. Su misiva en el Congreso de Angostura (1819) es ilustrativa al respecto. Y, sin embargo, Bolívar piensa en el continente como en América.
Miranda se enfoca, pues, en “Colombia”, y Bolívar termina adoptando el de “América” —con todo y su preocupación por el destino del Continente—, algo que deja escuchar con fuerza desde Haití y en otras oportunidades. Digamos, de pasada, que el debate Miranda–y–Bolívar trata de dos vertientes de la masonería.
Las guerras de independencia, en un caso, estaban orientadas a recuperar lo propio, el continente de la libertad, el refugio del género humano. A los habitantes primeros del Continente les han sido usurpados todos los derechos, y les deben ser restituidos, contra las fuerzas extranjeras que se las arrebataron. De esta suerte, Colombia hace referencia a la creación o recuperación de un Nuevo Mundo inocente. En Bolívar no se encontrará, para nada, el llamado a una continuidad de las viejas civilizaciones indígenas; algo que sí estaba en el ideario de Miranda.
Olga Cook Hincapié escribió en 1998 un excelente libro: Historia del nombre de Colombia, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1998. Una joya y una rareza en donde el problema de base considerado aquí está estudiado con todo detalle.
En este escenario, al azar, brotan remembranzas, unas más cercanas o lejanas a nosotros. “La raza cósmica” de José de Vasconcelos; la doctrina Monroe: “América para los Americanos” (1823), en fin, el debate entre América Latina (o Latinoamérica) e Iberoamérica; ésta, perdida por los españoles; aquella, ganada por los franceses. Y no en última instancia, los giros, temas y debates en torno a postcolonialismo (W. Mignolo), y otros temas próximo y semejantes.
Ello, para no mencionar el hecho —delicado para una cierta tradición— de que Miranda era partidario de que con el Continente Colombiano “se convocara a una vida histórica propia” por parte de los habitantes de las nuevas tierras. Más allá de las herencias, deudas y favores hacia otras potencias. Algo que, al parecer, no alcanzó a vislumbrar enteramente Bolívar.
El trabajo de y sobre las palabras es un tema delicado. En la historia del pensamiento, el análisis del lenguaje es el patrimonio del empirismo lógico. Una tradición filosófica y científica, constituida y alimentada principalmente por lógicos y matemáticos. El análisis del lenguaje se traduce rápidamente en el reconocimiento explícito de que, efectivamente, hacemos cosas con palabras (Austin).
Pues bien, el drama de la existencia radica en que en numerosas ocasiones los problemas reales terminan resolviéndose en términos de palabras, y confundimos así las palabras con las cosas. Frente a este estado de cosas, la distinción de las palabras, la crítica de los nombres y los conceptos, el análisis del uso del lenguaje se revelan como altamente críticos y radicales.
Para todos los efectos prácticos, digamos: América Latina: el último refugio del catolicismo (por eso la elección del papa Francisco). El último reservorio de recursos naturales. Acaso, incluso, la última frontera de desarrollo y crecimiento económico —una vez que los llamados “Tigres Asiáticos” hicieron lo suyo—. América Latina: la fuente para el estudio de la felicidad, las alternativas al desarrollo y el aprendizaje del buen vivir (suma qamaña y sumak kawsay). Muchos son los intereses y las mirada sobre Latinoamérica, y muchas también las esperanzas y los aprendizajes.
¿Colombia o América? (Incluso con ese apellido: América Latina). En ocasiones, las palabras terminan siendo lo último que modificamos.
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