Los refugiados de Siria y el norte de África, del Oriente Medio y de otros países africanos son el resultado de todo el conjunto de acciones, políticas, planes y decisiones que hicieron de Europa lo que fue ayer y lo que hoy es.
Constituye un serio motivo de aprendizaje para la humanidad. La más rica, la más avanzada, la más próspera en todos los sentidos, de todas las civilizaciones se encuentra en un jaque que puede convertirse en jaque mate debido a la crisis humanitaria de los refugiados en Europa. Occidente, encarnado en este caso en Europa, vive sus días en un callejón oscuro, sin salida. Europa anda reactiva.
No hace más de tres generaciones, algo menos, Europa vivió en carne propia una crisis humanitaria de refugiados, sin parangones, debido a la Segunda Guerra Mundial. No sin razones, dos pensadores diferentes, por ejemplo, han puesto el dedo en la llaga acerca del hecho de que Europa vive, y ha vivido siempre, en medio del miedo. T. Todorov escribe de un lado acerca del miedo a los bárbaros. Y bárbaros son todos aquellos diferentes de “mí”.
De otra parte, J. Delumeau escribe un libro estupendo acerca del miedo en Occidente. Miedo a la muerte, miedo a la soledad, miedo al desempleo, miedo a la enfermedad, en fin, incluso miedo al miedo.
Porque la historia ha sido vivida, hasta la fecha, como la prevalencia del más fuerte sobre el débil. El concepto subterráneo más importante de Occidente ha sido el de “fuerza”, un concepto que, sin embargo, emerge apenas en los marcos de la mecánica clásica en los siglos XVII y XVIII.
Sin definiciones ni elevadas comprensiones intelectuales, la cultura se funda en el mestizaje; esto es, aquello mismo que, en otro plano, en la genética, aprendemos como que un linaje se fortalece mediante cruces genéticos diferentes. La diversidad implica fortaleza, en tanto que la especialización comporta debilidades y riesgos.
La crisis de los refugiados en Europa, la más grande crisis de la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial, según la ACNUR, es el resultado de tres factores estructurales, así:
• La propia experiencia de la Segunda Guerra Mundial y la memoria de la misma fue silenciada por sus testigos y supervivientes. El caso conspicuo es Alemania. Un amplio y profundo tejido de silencio sobre los horrores de la guerra y de la postguerra prevalecieron hasta hace muy poco tiempo.
• Europa no tiene ni la mentalidad (mindset), ni la capacidad emocional y psicológica y acaso tampoco los medios financieros, logísticos y de gestión: (a) para prevenir la crisis de refugiados, (b) para afrontarla, (c) para resolverla. La situación es la de un enfermo que no sabe de todos sus males a cuál atender primero, de tantas medicinas que toma, de tantos controles impuestos hasta ahora.
• En el espacio de dos generaciones, Europa olvidó su propia historia. Historia experiencial y cultural, política y social, económica y humanitaria. A los refugiados hay que tenerlos lejos, y si es adentro, en cordones sanitarios. Desde los “ocupas” en España hasta los refugiados en los países nórdicos, por ejemplo. Como señalara con razón Nietzsche, el olvido es una fuerza activa, y en ocasiones hay que olvidar para poder aguantar el peso de la vida.
Contra el estado de bienestar y lo que ello comporta, la verdad es que Europa no vive ya: aguanta. Desde los países cerdos (PIGS: el acrónimo en inglés para Portugal, Irlanda, Grecia y España) hasta la locomotora alemana que impone desde Berlín una idea simple y llana: Ordnungspolitik. Política del orden (tanto como del ordenamiento). Silencio, olvido e impotencia.
Los refugiados de Siria y el norte de África, del Oriente Medio y de otros países africanos son el resultado de todo el conjunto de acciones, políticas, planes y decisiones que hicieron de Europa lo que fue ayer y lo que hoy es. Europa descubre su propio rostro en el cadáver de Aylan y en el de tantos anónimos hombres, jóvenes, niños, mujeres y viejos que arriesgan todo lo que tienen: su propia vida, para salvar lo único que pueden tener: su vida propia. Los refugiados no tienen ya nada que perder, puesto que sólo les queda su existencia, y su memoria, hablada, por lo pronto.
Esta crisis humanitaria de Europa no es ajena a la crisis medioambiental, a las crisis financieras y económicas, a las tasas de natalidad inferiores a cero o a una tasa de reproducción, a las guerras promovidas en otras geografías; en fin, al miedo cotidiano que se vive en la principales capitales, desde la península ibérica hasta los países balcánicos, desde el Mediterráneo hasta el Mar del Norte. Europa, análogamente a Estados Unidos y Japón, ha producido sus propios miedos, y ahora se alimenta de ellos.
Europa, que había superado las necesidades más básicas, se vuelve a encontrar con ellas, pero las ve como ajenas y distantes. En su propio territorio.
Entre los dos extremos, la tendencia xenofóbica a la endogamia y la tendencia xenofílica a la exogamia, Europa ha optado decididamente por la primera. Europa, que se hizo posible, alguna vez, en un pasado lejano justamente como el mestizaje entre lo mediterráneo y lo nórdico, como bien lo señala Braudel, se refugia hoy en una imagen deformada de lo nórdico a despecho de lo mediterráneo en toda la extensión de la palabra. Y sí, por eso hay que castigar doblemente a Grecia.
Europa olvida, silencia y se siente impotente ante el reconocimiento explícito transmitido por la historia que la mezcla, es el verdadero modo de la historia de la cultura. Con lo cual la conclusión no puede ser menos dramática: Europa, un espacio de mucho confort sin nada de cultura viva, vive sólo de la cultura de los museos y los monumentos.
Bien decía J. Barzun, un importante historiador de la cultura: “Europa, esa península de Asia que piensa en sí misma como si fuera un continente”.
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