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Mahates y el son de negros

Mahates y el son de negros

El sentimiento y la solidaridad en una comunidad caribeña colombiana

La vida nos enseña que quienes menos tienen son quienes más dan. En Mahates, Bolívar (Colombia), los cimarrones del son de negros nos dieron todo lo que tenían, que es mucho. Sobre todo nos entregaron su sonrisa, su arte y su pasión: el baile del son de negros.

Las historias casi nunca acaban como uno piensa. Son tantas las circunstancias que nos median que no podemos tener el control de las múltiples situaciones que nos podemos encontrar. Por suerte, todavía tenemos capacidad de sorprendernos y comprobar cómo en nuestro recorrido siempre es más lo que recibimos que lo que damos.

Por eso escribo esto, para intentar devolver a esa comunidad caribeña algo de lo que me llevé, nos llevamos, cuando nos invitaron a compartir. Mahates es un municipio del departamento de Bolívar perdido en un mapa donde se pierden territorios e identidades y que solamente salen a la luz cuando sucede algo extraordinario. Pero lo realmente extraordinario son sus gentes, encontradas en una tierra a la que están unidas por las raíces de la historia, de la tradición y de la lucha.

Llegamos allá invitados por Wilfran Barrios, líder del grupo Atabaques. Quería que pusiéramos en práctica alguno de los talleres que componen nuestro proyecto de investigación interinstitucional, UTadeo – Uniminuto, “Pedagogía, arte y ciudadanía”. Mis compañeras, Beatriz Múnera y María Fernanda Peña, y compañero, Carlos E. Sanabria, ya habían estado allá en otras ocasiones cooperando con diversas actividades. Para mí, era la primera vez. Todo un reto.

La madrugada había estado lluviosa y la mañana nos recibía con las huellas del agua sobre la tierra en forma de charcos. Agua para la existencia y la resistencia. Una casa al borde de la carretera nos abrió sus puertas para entrar en sus vidas. La casa se agrandaba en su interior con un patio que hacía las veces de comedor comunitario y de escenario vital. Sus vidas agrandaban las nuestras según les íbamos conociendo.

Con toda amabilidad y sin dobleces nos invitaron a desayunar para ir abriendo boca a lo que vendría después. Fueron habilitando el porche de la entrada para convertirlo en un espacio de reunión. Colgaron una tela en forma de toldo para cubrir el lugar, aparecieron varias decenas de sillas, colocaron una pantalla blanca, una mesa con un computador y un proyector.

En pocos minutos aquello se llenó, unas sesenta personas esperaban pacientemente con una sonrisa en los labios. Ya no tenía excusa, estaba el espacio, el material y lo más importante: la gente. Prestaban toda la atención aguardando a ver qué les iba a enseñar. No tenía claro que pudiera siquiera ilustrarles en algo. Tamaña responsabilidad me situaba como el actor ante el público del teatro el día del estreno o como el portero de fútbol ante el penalti en una final de copa con el estadio a rebosar.

Grandes y pequeños, ellas y ellos habían llegado hasta allí convocados por el gestor cultural del municipio y anfitrión en este evento. Todo el mundo había colaborado para preparar el escenario, y niñas, niños y personas adultas eran los verdaderos protagonistas de la historia.

Mientras le iba dando vueltas a cómo abordar mi charla elegí un partenaire de entre ese grupo de seres expectantes. JF, siete años, tímido, quiere ser futbolista, tiene unos ojos grandes negros y almendrados y una sonrisa de piñón que le cubre media cara. Él sería mi cómplice en este encuentro de comunidad para compartir y conversar sobre ciudadanías. Esas identidades otras eran una parte del proyecto utópico que nos inventamos hace año y medio para construir tejido social desde las pedagogías, distintas, que rompieran, como hoy, el salón de clases; las ciudadanías, diversas, incluyentes y universales, y el arte, los artes propios de las culturas populares.

Por suerte contaba con la caja mágica, herramienta que era sostenida por mi joven ayudante como si fuera el tesoro más preciado. Esa urna nos sirvió para romper un hielo que la temperatura del día y el calor de todas y cada una de las personas allí reunidas hubieran derretido de haber existido. El interés y la curiosidad por saber su contenido nos juntaron e hicieron que siguieran mi conversación con atención.

La pequeña caja de madera era el primer paso para conocernos y reconocerNOS. Para hablar de quiénes somos, de cómo estar en comunidad nos permite ser y porqué es necesario saberse importante a pesar de lo pequeños que somos en un universo casi infinito. Todo ello para tomar conciencia y no ser considerados “los nadies” de la historia, porque SOMOS alguien, mucho más que las balas que nos matan. Las palabras se van juntando con las canciones para respaldar las propuestas.

Luis Pastor nos coreaba “En las fronteras del mundo”:

“Soy tú, soy él… y muchos que no conozco / en las fronteras del mundo / (…) Nosotros y todos ellos / esclavos del nuevo siglo / obligados al destierro / (…) Acuarela de colores / humano de muchas razas / olor de muchos sabores / (…) Soy tú, soy él…” Y ellas.

Para seguir luchando para transformar realidades y cambiar los imaginarios, por dignidad, por el buen vivir con nosotras y nosotros mismos, con los demás y con la madre Tierra. Para continuar soñando la utopía y buscando el cambio social que haga que otro mundo sea posible y mejor para las mayorías que ahora están en minoría.

Para soñar y compartir los sueños, las ilusiones y las esperanzas, nos cantaba Sam Cooke de ese cambio por venir:

“Vivir es muy duro, pero tengo miedo de morir / Porque yo no sé qué hay más allá del cielo / Ha sido mucho el tiempo en llegar, un largo tiempo en llegar, / Pero yo sé que un cambio va a venir”.

Reconociendo que estamos, que tenemos nuestro lugar en el mundo y que en este planeta el Sur también existe, como escribiera Benedetti y recitara Serrat. Existimos y resistimos, con sueños eternos de deseos incumplidos pero con las esperanzas siempre vivas:

“pero aquí abajo, abajo / cerca de las raíces / es donde la memoria / ningún recuerdo omite / y hay quienes se desmueren / y hay quienes se desviven / y así entre todos logran / lo que era un imposible / que todo el mundo sepa / que el Sur también existe.”

Buscando la pregunta para encontrarnos, porque respuestas hay muchas pero lo que nos hacen falta son preguntas, preguntas que sirvan a muchas respuestas. Y que éstas no sean las que nos venden sino las que queramos comprar, para creer en lo que queramos creer: “Mi reino por una pregunta”

Para terminar, José Saramago nos cuenta esa bella y mínima historia de la flor más grande del mundo:

“¿Y si las historias para niños fueran de lectura obligatoria para los adultos? ¿Seríamos realmente capaces de aprender lo que, desde hace tanto tiempo venimos enseñando?”
Hasta ahí lo poco que les tenía para mostrar. Mantuvieron la atención con juicio hasta que el proyector se apagó, a pesar del olor a comida que había invadido el aire. Se fundió a negro la luz del proyector y se encendió la de las ganas de almorzar. A partir de ese momento, la desbandada. Volvimos al patio a degustar lo que nos alimentaría el estómago: un sancocho comunitario cocinado a fuego lento por Ana Beltrán y agua panela para beber. El alimento para el espíritu vendría después.

En Mahates, Bolívar, el son de negros es la vida. Este municipio, fundado en abril de 1533 por el mismo que fundara Cartagena de Indias, es conocido hoy, más que por su historia pasada, por su historia de futuro. En ella se radica “Cimarrones de Mahates”, una agrupación de son de negros en la que se juntan la tradición de pescadores del atlántico con la música, el canto y el baile que recogen su coraje y dignidad.

Mahates es un palenque, un refugio de y para cimarrones, aquellas personas que huían de la esclavitud. Es una comunidad que conserva las memorias de las luchas negras, de las resistencias y de la búsqueda de la libertad. Una emancipación expresada con rebeldía en el son de negros “una declaración de orgullo, de gozo, una celebración de la vida, la música y el movimiento”.

Los músicos y bailarines del son de negros “SON”, de ser, de sonido y de ritmo. Lo llevan en la sangre y lo expresan con una corporalidad y una estética que asombra a quienes los ven y escuchan.

En la danza del son de negros solamente hay hombres, género mayoritario entre los esclavos. Pero uno de ellos se disfraza para representar a una mujer, la “Guillermina”. En el son de negros se conjugan las artes y la vida, una cultura popular de resistencia y para la existencia. Como dicen en el grupo Atabaques: “La danza es para nosotros la mejor manera de reivindicar nuestro ser individual y colectivo, es nuestra manera particular de resistir, de crear y recrear nuestras realidades, en este espacio; como legan los indígenas koguis en su saber popular; bailamos para no morir.”

Los tambores, las guacharacas y las tablas, una especie de clave, ponen los sonidos que acompañan a las voces que narran sus historias. En el son de negros se juntan el baile, la danza, la música, la literatura, el teatro y las artes plásticas. Baile como movimiento libre de los bailarines y danza como coreografía dirigida por el cacique del grupo. Los ritmos de la rama de tamarindo, del bullerengue o de los versos componen unas interpretaciones nacidas en las almas y los corazones de estos herederos del África: el maestro Eugenio Ospino es la voz y la memoria, Álvaro Beltrán, nuestro anfitrión, es la dirección artística y la gestión cultural, Pacho Sarabia es la historia y el mencionado Wilfran y sus atabaques le ponen la vida a difundir todo esto. Sin olvidar, por supuesto, a ese maravilloso grupo de bailarines, los mayores y los más pequeños.

Una comunidad que se caracteriza, como muchas otras a lo largo y ancho de este país, por las ganas y el sentimiento con que le apuestan a lo que hacen. Y sobre todo, la alegría, una felicidad representada en una sonrisa de dientes blancos que resaltan más bajo esa mano de polvo negro con el que se pintan. Resistir frente a la esclavitud de la modernidad, contra la exclusión, haciendo de su color bandera y de su identidad fortaleza. Cultura como expresión de su condición, sin aceptarla ni someterse, sino para reivindicarla y expresar su independencia y libertad.

Esto es un pequeño y subjetivo resumen de lo que nos dieron en esta visita. Hago aquí un reconocimiento muy especial a todas las personas que nos acompañaron, las aquí mencionadas y las que no aparecen pero que, igualmente, nos dieron lo que tenían.

Para quienes esto lean, espero que hayan podido viajar con la imaginación hasta aquel lugar, que se les haya dibujado una sonrisa en el rostro o que una lágrima haya mojado sus mejillas. Y si no, pónganle música a su vida, bailen al ritmo del son de negros.

La rama del tamarindo

Información adicional

Autor/a: J. Ignacio Chaves G.
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: paterasalSur

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