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Santos-Uribe, Duque y Uribe: cuestión de pedigrí.

Santos-Uribe, Duque y Uribe: cuestión de pedigrí.

Después de la elección de Iván Duque como presidente el pasado 17 de junio, muchos se han preguntado cuáles son sus diferencias con Santos, y la correlativa relación que tendrá con Uribe. La respuesta es muy simple: es cuestión de talante, de personalidad. Más precisamente, es cuestión de pedigrí. Sí, como en los perros, es decir, de progenie, antecedentes, pergaminos, procedencia. Estos términos son importantes en una sociedad jerárquica, hidalga y aristocrática como la nuestra, fiel heredera del amor por los títulos que nos legó España. 

Juan Manuel Santos no sólo tiene raíces entre los flamantes próceres que hicieron nuestra independencia frente a los españoles -para luego empezar a reproducir el intra-exotismo, el racismo y el colonialismo interno que sus antepasados habían practicado en estas tierras de indios y manchados de sangre- sino que en sus raíces genealógicas cuenta hasta con un presidente de la República, Eduardo Santos. Como esas élites, adquirió la experiencia que da los siglos en el arte de gobernar esta inerme República. Santos ya lleva décadas en la política colombiana, ocupando los más altos cargos del Estado; Santos proviene de nuestras familias oligarquicas más poderosas… en resumen, tiene pedigrí.

Iván Duque es sólo un rastacuero, entendiendo esa palabra en el sentido que Rubén Darío le dio en su ensayo de 1906 titulado La evolución del rastacuerismo. El rastacuero es el recién venido, el afortunado, el mismo que simula ser lo que no es, precisamente porque no tiene experiencia, los medios, los títulos y la alcurnia. Darío se refería con esa expresión a quienes viajaba a Paris, en nuestra época de “galicismo mental” como decía Juan Valera, y luego volvían al país balbuceando francés, importando e impostando las maneras y las modas, con el fin de escenificarse socialmente, obtener prestigio y maravillar a los incautos de la sabanera Atenas suramericana. Fue el escritor José María Vergara y Vergara el que escenificó magistralmente este modus operandi o, lo que es lo mismo, la suerte del rastacuero, en su texto Las tres tazas (de chocolate, café y té): “Casimiro Viñas fue llamado Casimiro de la Vigne, y como no tenía antes sobrenombre alguno, le quedó este para secula seculorum. El mozo era de talento y se hizo el bobo; se estuvo un semestre enfadándose cada vez que le quitaban su ridículo apellido y le daban su elegante apodo. Los otros muchachos por llevarle la contraria no le llamaban sino de la Vigne. Al fin del semestre fingió el bribón de Casimiro que aceptaba el apodo por darles gusto y comenzó a firmar con él. He aquí como logró bautizarse a su gusto. Provisto de aquel apellido, de una buena figura y un carácter simpático, ha penetrado en todos los salones de lo que se llama entre nosotros alta sociedad”.

Guardadas las proporciones, lo mismo le pasó a Iván Duque. Se juntó con el patrón de la política colombiana, recibió la bendición, y el mismo se creyó que podía ser presidente. Y lo logró. Como Casimiro, tuvo que simular: no alcurnia, sino que podía gobernar un país. Tuvo que convencerse de que trabajar en una oficina del BID o ejercer poco tiempo como senador, lo avalaban para ser un estadista de talla mundial. Como Casimiro, Duque está dotado de una “buena figura y un carácter simpático”, que incluso le permite hacer monerías, sin sonrojarse, en el exterior. El efecto de tal operación, es que Duque pasó- como Casimiro- de ser un absoluto desconocido, a simular ser un gobernante de talla; pasó del anonimato a tener que ejercer el rastacuerismo y a escenificarse socialmente, ante las vigilantes aristocracias y la comunidad internacional, como un “hombre de estado”.

Santos, a diferencia de Duque, ha sido toreado en “varias plazas”, como se dice en esta taurina República maltratadora de animales. Se “las sabe todas”, como se dice coloquialmente. Por eso, cuando Uribe lo señaló con su dedo (inquisidor, la mayoría de las veces), cometió algo más que un error de cálculo: cometió un atentado contra sí mismo. Como era de esperarse, un tipo con pedigrí como Juan Manuel, jamás permitiría que un “capataz de finca” ocultara y oscureciera su mandato, su oportunidad histórica como presidente. Por eso, puso manos a la obra, y poco a poco se fue deslindando de los toldos uribistas. El uribismo, como es natural, se sintió traicionado y zaherido en sus ya diezmados principios.

Santos, por su parte, se dedicó a mejorar las relaciones internacionales con Ecuador, Venezuela y Europa. Mejoró la imagen internacional del país, y como un “estadista de talla” se supo vender muy bien a la comunidad internacional donde adquirió respeto y donde aún hoy lo admiran tanto como a Mujica. Si bien su gobierno fue neoliberal hasta los tuétanos, y vendepatria como los anteriores, hay que reconocerle que se la jugó por el propósito de la paz. Sin duda, Santos pasará a la historia por su Nobel de paz, pero más que eso, porque intentó hacerlo todo para sacar adelante el proceso con las FARC. Y quienes sufrimos la derrota con Mockus en el año 2010, tenemos que reconocer que logró crear un aire de paz, respirable, durante estos últimos 5 años. Así lo percibimos quienes hemos crecido en la violencia en este país. Estos últimos años han sido más tranquilos, hubo menos muertos; menos madres de policías, civiles y guerrilleros, sufriendo. Santos logró con la política, con su talante, lo que Uribe no pudo en 8 años con su guerrerista y macartizadora seguridad democrática. De ahí que quienes votamos por Santos en el año 2014, para evitar que Uribe volviera al poder, nos podemos dar por bien servidos, porque, en últimas, hizo aquello para lo cual fue elegido: tratar de sacar avante las negociaciones de la Habana.

Es esto lo que no perdona el uribismo. Les carcome el rencor y la envidia. Ortega y Gasset definía el rencor como impotencia, envidia, donde al adversario se lo aniquila “con la intención”, y donde se llega a creer que él no tiene “ni un adarme de razón ni una tilde de derecho”. El rencor en este caso está asociado con el re-sentimiento, ese sentimiento que se vuelve contra sí, que atiborra, debilita el propio cuerpo, el propio sentir. El resentimiento está conectado con el concepto anterior, porque es impotencia y envidia. Ese resentimiento está representado en Uribe y su séquito, en su ira y su odio contra quienes los apartaron del poder; frente a quienes se sobrepusieron a sus miserias y mediocridades, pues es cualidad del resentido sentirse desvalorado y menospreciado por quien ha escalado y ha subido más allá que él. Ellos no soportaron los logros de la paz de Santos, sus premios, su Nobel, sus reconocimientos, su imagen internacional. Hoy quieren desconocer todo lo hecho, simplemente para regresar el país al estado de antes: a la finca que ellos siempre han soñado con su cortedad de miras y sus egoístas intereses.

Iván Duque, un títere bien elegido por Uribe, para que no le pase como antes, pues “de la experiencia se aprende”, como decían las abuelas, ha heredado y es el portavoz legítimo de ese resentimiento. Y no tiene alternativa: debe seguir al pie de la letra las órdenes del padre, su omnímoda autoridad. Uribe, para decirlo en términos de Freud, es el “ideal del yo” de Duque, y frente al cual no puede rebelarse, pues sabe lo que le “corre pierna arriba” con el Centro Democrático. Aunque, si Duque fuera listo como su antecesor, traicionaría a Uribe y lograría mayorías en el congreso a punta de mermelada, pues en este país, los liberales, los conservadores, Cambio Radical, las sectas cristianas en el congreso, etcétera, se venden al mejor postor. De esta manera, lograría gobernabilidad. Pero es poco probable que esto ocurra, pues a diferencia de Santos, a Duque le falta talante y talento, personalidad, libido imperandi. connatus y voluntad de poder, de ser. Es más, le falta vocación histórica, pues puede pasar sin pena ni gloria sólo como un presidente con ceguera autoimpuesta que no se percató que la sociedad colombiana había cambiado y que la imagen internacional del país, con sus obligaciones adquiridas, no se podían echar por la borda.

Frente a la autoridad de Uribe, Duque es impotente, sumiso; se arrastra reptilmente ante sus patrones, cabizbajo, sin altivez, sin talante. Su vacío, su vacuidad, la misma que constituye al rastacuero simulador, debe llenarla con el espectáculo, obedeciendo bien y dejándose llevar por las “fuerzas extrañas” que lo rodean. Y, para terminar, permítaseme una boutade, mejor, una tontería: en los noventa, en la famosa novela “En cuerpo ajeno”, protagonizada por Amparo Grisales, el joven cuerpo de Danilo Santos, estaba poseído por el anciano espíritu del gran actor Julio Medina; en la Colombia del 2018, el de su presidente, no tan esbelto como el de Danilo, lo está por el espíritu maligno y resentido de su jefe político…habrá que esperar a que los espectros no destruyan al portador y a la insensible República.

 

Información adicional

Autor/a: Damián Pachón Soto
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente:

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