
Lo que se creía sepultado puede renacer, con nuevos rostros. De 1886 al 2018, hay diferencia en años y similitud en políticas y formas de gobierno.
Hoy Colombia se nos aparece como una nación fallida; un fracaso histórico para muchos y una ganancia financiera y perversa para unos pocos. Es una utopía al revés: el “Angelus Novus” de Paul Klee, visto por Walter Benjamín como la premonición de un futuro catastrófico, aquí se realiza. Es el ángel de la barbarie futura el que nos guía, aquel que ve con su cara de espanto las ruinas del pasado “que suben hacia el cielo”. Con tales desgarramientos vivimos, siempre a presión, día a día asaltados por el miedo y la zozobra, en medio de un incierto porvenir.
De modo que los fracasos históricos nos han hecho una sociedad de la paciencia a la espera de otra oportunidad que supere nuestras derrotas tanto deportivas, políticas, culturales, económicas como personales. Con pocas quimeras nos conformamos, aliviamos la verdadera cara de los desengaños nacionales, ocultando las causas sociales de las derrotas. Con el paso del tiempo, la verdad de los más tristes y crueles acontecimientos se nubla, se evapora y vuelve la rueca a girar como si nada, cosa que va en contra de la mayoría, favoreciendo a las jerarquías económicas y políticas. Ellas se benefician de nuestra amnesia, de esta constante peste de olvidos.
Toda nuestra historia ha padecido de esta patología contagiosa. Como país hemos caído en una aporía social o imposibilidad de pasar, de ser. Nos movemos, sí, pero la marcha es hacia atrás, dirigida hacia el pasado, a un Estado casi confesional. Como hace más de cien años, se impone de nuevo el eslogan “orden, obediencia, religión y patria”, con la complicidad y el respaldo del Centro Democrático, de protestantes y católicos, de algunos sectores liberales y conservadores, de partidos de derecha, de los grandes medios de comunicación, los paramilitares, el clero, los militares, las élites políticas y económicas, incluso parte de nuestra sociedad civil. Naufragamos en una especie de neo-regeneración antidemocrática, la cual padecemos desde 1885 con su discriminación, exclusión y censura a toda actitud crítica al régimen. Recordemos que la Colombia de la Regeneración era un país de políticos filólogos, latinistas, católicos, conservadores y gramáticos, (Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Miguel Abadía Méndez, Marco Fidel Suárez…) y con una población casi en su totalidad analfabeta. El poder político y la gramática eran inseparables. “Para los letrados, para los burócratas, el idioma, el idioma correcto, era parte significativa del gobierno” (1). Dominio del idioma, poder eclesiástico y conservatismo fue la triada burocrática política en la Colombia del siglo XIX y que, con algunas pocas variaciones, todavía perduran en la Colombia actual. Tradición y conservación de costumbres políticas como la corrupción, el fraude, la burocracia, son herencias de aquella Colombia decimonónica premoderna, junto al indigno síntoma de obediencia, servidumbre y lealtad a los imperios.
Igual que a Rafael Núñez en 1886, al expresidente Álvaro Uribe Vélez y sus seguidores es posible escucharles decir: “las Repúblicas deben ser autoritarias, so pena de permanente desorden”. Estar en desacuerdo con dicha frase es para ellos casi caer en un gran error histórico e incluso en pecado. Las ideas contrarias a este pensamiento único se vuelven un peligro, una sentencia de muerte. Rencillas, rencor, mentiras y chantajes, fabricación y destrucción de supuestos enemigos, son algunas de sus “virtudes nacionales”.
En esta Colombia neo-regeneracionista y confesional, gamonal y hacendaria, se oyen voces que piden a gritos que vuelva el control de la enseñanza por parte de las religiones, que se institucionalice la familia tradicional cristiana, se rechace el aborto, los matrimonios entre personas del mismo sexo e instauren el orden sobre toda pluralidad de pensamiento, con mecanismos autoritarios que ayuden a conservar las tradiciones. Puro régimen decimonónico impulsado por Álvaro Uribe y El Centro Democrático, los cuales llaman a una guerra total contra los defensores de las libertades democráticas y de los derechos humanos, “volviendo trizas” los acuerdos de paz con las Farc a favor, prolongar una guerra fratricida que les garantice perpetuarse en el poder y mantener la corrupción, favoreciendo a banqueros, terratenientes, industriales y a mafiosos.
La atmósfera nacional desde hace tiempo se enrareció. Los resentimientos, los odios colectivos y particulares, el ninguneo al diferente, la estigmatización, los fanatismos, sectarismos políticos y religiosos; las mentiras, la trampa, el cinismo, el chiste hostil, los asesinatos al opositor, la corrupción, la ilegalidad, se normalizaron y legitimaron. Es la exaltación al réprobo, al malevo social; es un aplauso al que comete la falta y sabe que no habrá juicio, pues quedará impune. Legitimada la impunidad, se legitima su exhibicionismo vil, pantallizado, más aún, se legaliza el delito. Véanse estas manifestaciones en los medios y en las redes sociales, donde los victimarios se vuelven virales y famosos gracias a que se fetichiza al astuto, al vivo, al malandro.
Con una habilidad de ocultarse de la justicia y de violar leyes a través de astucias, actitudes ambiguas y de trampas, la mayoría de nuestros políticos corruptos y matones se ocultan, pasan impunes sin vergüenza, exponiendo su cinismo en público. Retóricos y demagogos, diestros embaucadores, son los “prohombres” divinizado en este país. La mentira se constituye así en una garantía de distinción, reconocimiento y ganancia. El hacer el mal, el ser malo, da estatus, puesto que quien lo ejerce ha sido capaz de pisotear al otro, a esos del montón, sin que nada pase. Esa ha sido su forma de accionar y su ejemplo, su manera de legalizar el totalitarismo del cinismo. Si no se cumple con dichos procederes se corre el riesgo de estar en peligro, de ser excluido del clan de los astutos y audaces, de los supuestos vencedores. Por lo tanto, cualquier pensamiento crítico, opositor y analítico es observado como una perturbación que pone palos en la rueda a semejante maquinaria de ignominia patria. Entonces, descaradamente, se fomenta la agresión, el terror, los crímenes y la paranoia como estrategias de separación y digresión entre los ciudadanos. Lo peor es que algunos de éstos los justifican, toleran, apoyan, y hasta piden su puesta en acción de manera urgente.
Es así como, en vez de respeto a la pluralidad de opiniones, a la diversidad, a la alteridad y la equidad obtenemos univocidad, homogeneidad, tradicionalismos y estandarización fanática. En eso nos hemos convertido: un país pluricultural envuelto en una neblina conservadora homogeneizante que no respeta la diversidad y que no da tranquilidad ética ni política, mucho menos económica. Ello nos ha puesto al filo de las espadas, al frente de las armas, tanto simbólicas como reales. Las consecuencias son el destierro y el silencio de cualquier pensamiento y sentimiento divergente. “Existir realmente en plural, escribe Carolin Emcke, significa sentir un respeto mutuo por la individualidad y la singularidad de todos” (2). Saber vivir, entendiendo y respetando la pluralización, no solo de identidades sino de diferencias de cualquier índole, es síntoma de una sociedad que ha sabido convivir entre contradicciones y disonancias, escuchando y respetando la polifonía social. Vaya ardua y larga tarea que no hemos emprendido.
Para ello es necesario entrar en un proceso extenso, lento, paciente, que nos desintoxique de 200 años de una vida republicana levantada a punta de pobreza, des-educación sistemática y barbarie, matanzas, persecuciones, torturas, exilios, sangre y más sangre. Pero bajo las actuales circunstancias históricas parece imposible emprender dicha faena de higiene cultural; más bien, la época parece estar hecha para no hacerla, pues se incrementan las rencillas, los asesinatos a líderes sociales, el mal vivir bajo persecuciones, dogmatismos y odios políticos. ¿Apocalípticos? No. La actualidad nacional nos da la razón, nos la muestra día a día como un acto asumido y cumplido. Miremos a Colombia y esto se comprenderá. Un país que –y es difícil aceptarlo– se ha acostumbrado al horror, a los desmanes del poder, siendo indiferente ante su atroz destino, es una cultura que ha consentido su decadencia. Eso es lo preocupante.
1. Deas, Malcolm (1993), Del poder y la gramática y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas, Bogotá, Tercer Mundo editores, p. 42.
2. Emcke, Carolin (2017), Contra el odio, Bogotá, Taurus, p. 186.
* Poeta y ensayista colombiano.
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