LA MUJER DE OTRA ÉPOCA
Ahí la vi. Era una escena casi increíble, aunque no extraña en esta ciudad de extremos y desigualdades que realzan en el pavimento. Menuda, con sus escasos 1,50 de estatura, descalza, vestida con su bata de colores alegres –tal vez para contrastar con la tristeza del día a día que la golpea sin cesar–, caminaba hacia el bus que requería abordar. En una mano y contra su pecho un bebé de algunos meses y en la otra, sujetado con seguridad, otro de escasos 3. De su cabeza, soportado por su frente, un maletín donde seguro carga algo de comer y la mercancía que pretende vender en su nueva jornada de rebusque.
Al llegar al sitio donde el bus debe detenerse para que algunos pasajeros se apeen y otros lo aborden, trata de acomodar al bebé de brazos mientras el otro le demanda que lo cargue; la demanda no es casual, simplemente el sueño le gana y por lo que no puede soportarse en pie. Ella atiende a su llamado, se inclina y con una sola mano lo alza, pero pasados escasos dos o tres minutos su cuerpo no le da más y debe bajarlo de nuevo.
El esfuerzo es inmenso pero ella sonríe a toda aquella persona que la mira. Su risa es juvenil, ingenua, no exterioriza ofuscación ni rabia alguna, tal vez sabe que ese es su destino, tal vez recuerda que ese fue el destino de su madre: cuidar a los suyos, trabajar, levantar dinero para el diario vivir, saberse mover en este territorio tan lejano de sus nativas selvas, tan inhóspito por la indiferencia de los cientos que a cada paso te cruzas.
El bebé de brazos se mueve y ella lo asegura contra su pecho; el otro insiste en la demanda de atención, se tambalea por el sueño, hasta el punto que parece que caerá al piso para dejarse llevar por el sueño. Ella lo retoma de nuevo y trata de apoyarlo contra una baranda que da contra la puerta de vidrio por donde deberá subir al bus, pero la distancia entre la baranda y la puerta es amplia y el cuerpo del niño, prácticamente dormido, se desgonza e intenta pasar por tal espacio, con riesgo de fracturarse. Entonces ella lo increpa en su lengua, tal vez le dice que despierte, tal vez le explica que ella no puede más, pero él no entiende pues el sueño le gana.
Una vez más ella lo retoma con una sola mano y ahora lo baja al piso, él se agarra de una de las piernas de su madre y llora; no quiere incomodar pero es que el sueño no lo abandona; ella asoma su cuerpo por la puerta de la estación en procura de divisar dónde viene el bus, como tratando de responderse cuándo podré sentarme y cuidar de que los dos hijos duerman, entonces el que esta pegado a su pierna parece que se suelta y que caerá desde la estación hasta la vía principal; yo miro la escena y temo por la vida del crío que, parece que de caer, será su último sueño; se tambalea como si fuera un muñeco de madera, de esos articulados con los que se juega a realizar las posiciones más variadas que la imaginación te lleve a formar, se mueve y logra sostenerse.
A mi lado ya hay otras personas esperando el bus, todas mujeres, cada una llega y mira sorprendida a la madre que a pesar de su pequeñez puede con tanto; entre las que han llegado hay una madre joven que lleva a su cría en coche. Está vestida con su mejor traje, bien peinada, sin duda va para algún trabajo; la miro y creo leer lo que le pasa por su mente: “yo no podría con esos dos hijos, con ese maletín agarrado de la frente, sin zapatos…”. La escena parece, como todo ello, irreal: una madre de otra época, aún sometida a los designios culturales de su comunidad, y otra madre, de nueva época, atareada a la moda y facilitada para su labor por la tecnología.
Vuelvo y miro a la mujer embera, y ahora compruebo que el crío que está agarrado a su pierna de nuevo está a punto de caer a la vía principal, el bus ya se otea en la cercanía y no puedo dejar de pensar que en pocos segundo habrá un accidente con un final fatal, sin embargo, sin saber cómo ni con que fuerzas, la mujer lo recupera de nuevo contra su cuerpo, da un paso atrás, el bus para, abre sus puertas y ella entra de inmediato. Cuando ingreso al transporte ella ya está sentada, su sonrisa no la abandona, y sus dos hijos duermen junto a ella.
¡Córrase!
El bus arranca y tras unas pocas cuadras merma su velocidad para frenar en una nueva estación, y permitir que algunas personas lo dejen y otras lo aborden. Entre afanes y maniobras unos y otros logran su cometido. Casi de inmediato, entre quienes han subido, y alguien que ya venía en el bus, se escucha ¡No me empuje! ¡He, tan delicado, si quiere que no lo toquen pues pague taxi! Así, a ritmo de incomodidad y pocos amigos es el traslado diario en los atestados transmilenios bogotanos.
El altercado prosigue y sube de tono: el pasajero que ya venía en el bus se voltea y le zafa un puñetazo en el rostro a quien lo empujó, entonces este responde de igual manera; los dos se abren en busca de un espacio imposible, las 20 personas que estamos apretujadas en los dos metros inmediatos sin saber cómo abrimos espacio en procura de evitar que un golpe mal lanzado nos afecte, pero de manera increíble ambos aceptan sin palabra previa alguna dejar la cosa así; siguen discutiendo entre ellos, pero sin afectarse físicamente. Todos nos miramos y damos gracias a la distensión que ha ganado espacio.
Así es cuando las cosas no pasan a mayores, pues en otras ocasiones, cuando el desafuero es por motivo de intento de robo la tensión sube hasta la mostrada de una puñaleta como mecanismo para reclamar el silencio de quien se percató del intento de robo, y en no pocas ocasiones hasta el apuñalamiento, así sea superficial, del afectado.
A tropezones. Así es el transporte diario. Una tragedia que debe soportarse con la rabia en los ojos y el apretón de dientes pues: “¡voy a llegar tarde al trabajo y no me van a creer que salí a tiempo!”.
Rabia y tragedia de todos los días; insultos, incomodidad, sustos ante las broncas entre iguales que por la presión de la sobrevivencia descargan la neurosis que cada uno carga en aquel o aquella que le de papaya.
Una situación que nos recuerda, cuando estamos descansados y pensando en los malos ratos que padecimos durante el día o durante la semana, que nuestro contrario, aquel contra el cual tenemos que dirigir nuestras rabias no es quien va al lado –un igual de jodido/a que nosotros– sino contra quienes determinan y dominan nuestras vidas: los poderosos del país, los millonarios que definen a través del político de turno las ciudades y el país que tenemos.
Rabia que escalona en nuestra cabeza, cuando estamos en el sistema de transporte, en situaciones que no son ocasionales, como cuando presenciamos como los excluidos por el sistema son perseguidos por la policía –hasta por lo bachilleres de bolillo, convencidos por un proceso psicológico vivido durante pocas semanas de que son el mal llamado “orden”–.
Es una rabia de saber que debemos encontrar la forma –y no saber cómo– de romper el sonambulismo con que cada uno de los millones que nos cruzamos a diario en buses y en la calle, para lograr que nos hablemos y que unamos fuerzas para hacer sentir las exigencias de una vida en dignidad, para hacer posible la cual hay que dar cuenta, entre otras cosas, del negociado privado con lo público de manera que algún día –ojalá no muy lejos– los golpes que nos propinamos entre iguales, las miradas de matar que lanzamos al del lado, el sentimiento de rabia que nos conmueve cuando vemos como golpean a un indefenso, o la sensación de desespero que nos cubre cuando alguien que está cerca de nosotros refleja en su tragedia del día a día la injusticia que domina nuestra realidad, todo ello encuentre canalización para dirigirlo: los golpes, las miradas con cuchillo, la rabia, el desespero, todo esto y mucho más contra los usurpadores del poder y de la mal llamada democracia, la liberal, la que dice que el gobierno es del pueblo y para el pueblo, a pesar de ello ser pura ficción.
¿Cuándo será el día del apretón final, el día en que por fin le diremos córrase a quien está sentado en lo que es de todos?
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