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Nadie nos esperaba en casa

Nadie nos esperaba en casa

Cada quince días Felipe y yo hacíamos la inversión y comprábamos un talonario para rifas. Estábamos en último año del colegio y la vida se tornaba difícil: problemas por la rebeldía, la rebeldía crecía por las lecturas de los existencialistas y los poetas malditos, el enamoramiento sin correspondencia nos enviaba cartas, las obligaciones escolares vacuas, el eterno pensar qué haríamos en adelante cuando termináramos el colegio. Quizás por todo eso ya fumábamos y dejábamos que pasara el tiempo sentados en las escalinatas de entrada de la Arquidiócesis de Bogotá, entretanto hablábamos de teorías filosóficas y de algunos libros leídos. Entonces pasaba el viento llevándose nuestras palabras, levantando polvaredas de los desechos de la iglesia, la basura de los manifestantes de la Plaza de Bolívar y de los beatos de la Iglesia de San Ignacio, y encandeciendo nuestras lumbres.

También nos gustaba beber, pero no teníamos el dinero suficiente para hacerlo. Era desastrosa aquella sensación del viernes que caía con fuerza sobre nuestros cuerpos hasta doblegarnos. A las cuatro de la tarde sonaba el timbre y rápidamente salíamos a la plazoleta del colegio para por fin recibir el resquicio de sol del día y un poco del viento fresco que bajaba de Monserrate. Luego, nos encontrábamos en las escalinatas, encendíamos nuestros cigarrillos y hablábamos hasta que nos atrapaba la noche.

En algunas pocas ocasiones, especialmente cuando alguno de los integrantes del pequeño grupo había cumplido años y recibido dinero como regalo, aparecía una botella que manaba de boca en boca. La bebíamos allí, oculta en una bolsa de papel hasta que ebrios y melancólicos debíamos regresar a casa. Recuerdo que frente a las escalinatas se alzaba un pequeño jardín custodiado por una verja metálica de color verde y en medio una escultura de don Rufino José Cuervo se izaba con su mirada triste y con una extraña expresión de cansancio soportaba las embestidas de las palomas. Yo miraba de tanto en tanto aquella escultura, mientras mis amigos hablaban de la curvatura del tiempo o del mundo de las ideas de Platón, luego yo pegaba la mirada al cielo donde migraban las palomas y donde caía una luz violácea que entornaba a la escultura.

Y entonces, casi al finalizar el año sobrevino el predicamento. El papá de Mario, un integrante del pequeño grupo, tomó en arriendo una antigua casa de la calle trece con carrera quinta y con la ayuda de los amigos de Mario, abrió un bar. Se trataba de un primer piso amplio y luminoso que a su costado oriental tenía una chimenea inservible, las paredes eran altas y se encontraban atravesadas por dos ventanales enmarcados por gruesos maderos. Frente a los ventanales se levantaban unas viejas escaleras guiadas por una barandilla también de madera que conectaba con un segundo nivel más pequeño que el primero, pero que dejaba al descubierto, aunque tras una puerta de vidrio, un bello jardín atiborrado de flores y en el centro una fuente de piedra a la que jamás vi con agua.

El lugar se bautizó Baltazar en honor al fantasma que allí habitaba y para su inauguración Camilo prestó su nevera y su equipo de sonido. Por supuesto, aquel día todos los integrantes del pequeño grupo estábamos allí, bebiendo a sorbos lentos la única cerveza que podíamos pagar, escondidos en el segundo nivel ya que aún éramos menores de edad y escuchando la voz de Mario que interpretaba canciones de Silvio Rodríguez, siendo Morris quien lo acompañaba en la guitarra.

Desde ese momento, todos los días que podíamos concurríamos al bar, pero como un compromiso inexorable los viernes nos ocultábamos en el segundo nivel para beber nuestra ansiada cerveza. Así fue como ante la inminente sobriedad y pobreza, uno de aquellos viernes Felipe me miró y me dijo:

¿Por qué no hacemos una rifa?
¿Para qué? —le pregunté.
Para comprar más cerveza.
¿Qué rifaríamos? —volví a preguntar aspirando mi cigarrillo.
Cerveza —respondió Felipe con solemnidad.

Aquella noche llegué a casa y le pedí dinero regalado a mi tía Chava. Ella era una anciana de sesenta y tres años a quien siempre recurría cuando no tenía nada en los bolsillos. Quizás sospechó algo, porque me sonrió, sacó su monedera de debajo de la almohada y me extendió un billete. Al día siguiente reunimos el dinero, compramos el talonario y antes de llenarlo le pregunté a Felipe qué nombres pondríamos como responsables de la rifa. Él se quedó en silencio pensando y luego de un momento me respondió. Fueron seudónimos perfectos ya que los profesores no habían leído aquel libro.

Pink y Tomate —contestó entonces y sonrió.

El precio de la boleta fue de quinientos pesos y el ganador recibiría su premio en el bar de Mario, así asegurábamos que Felipe y yo bebiéramos unas cuantas cervezas a costa del ganador y Mario las ganancias del petaco de cerveza.

La primera rifa fue un éxito ya que nadie ganó y de las quince personas que nos acompañaron a Baltazar, doce nos compraron más cerveza. Aquella noche nos embriagamos y empezamos a llegar más tarde a casa, y aunque no faltaban los regaños, igual nadie nos esperaba.

Así pues, cada quince días rifábamos una canasta de cerveza corriendo con la sombrosa fortuna de que nadie la ganara, motivo para el que se empezara a rumorear que éramos fraudulentos y por el que nuestro negocio cayó en picada.

Prontamente nos vimos de nuevo en el segundo nivel del bar dándole sorbos lentos a una sola cerveza que debía durar toda la tarde, hasta que luego de meditarlo mucho le propuse a Felipe que hiciéramos otra rifa y que en esa ocasión diéramos dos boletas por el precio de una. Aceptó y ocho días después vendimos todas las boletas y como era de esperarse alguien ganó.

Como fue un gran acontecimiento que luego de dos meses de hacer rifas alguien ganara, casi todos los estudiantes de décimo y undécimo concurrieron al bar de Mario para presenciar la entrega del premio. Aquella tarde, Felipe y yo salimos del colegio y fumamos unos cuantos cigarrillos sin filtro en cercanías del bar, hicimos cuentas y comprendimos que no habíamos obtenido ganancias. Luego de unos minutos, con paso cansino, arribamos al bar donde fuimos recibidos con vítores, como dos héroes de guerra. El papá de Mario, como era costumbre, nos ubicó en el segundo nivel y nos encerró, luego hicimos oficial la entrega del premio y por vez primera todos nuestros compañeros compraron más cerveza, ofreciéndonos varias a Felipe y a mí. Éramos más de cincuenta jóvenes bebiendo y bailando apretujados y encerrados en aquel segundo nivel, hasta que de un momento a otro me quedé mirando hacia el patio interior de la casa y sobre la fuente se posó una extraña ave que buscaba agua para abrevar, y a pesar de que la fuente estaba seca, la extraña y pequeña ave insistía, seguía allí, inclinando su cabeza sobre la fuente. De inmediato un presentimiento se abrió en mi pecho como un abismo, así que tomé mi maleta y ante la insistencia de mis compañeros para que me quedara, salí de allí.

Era una noche límpida y bella. Las estrellas resplandecían alrededor de la luna atiborrada de luz. Llegué a casa a eso de las siete de la noche y al timbrar fue mi hermanita quien se asomó por la ventana. Este hecho confirmó mi sospecha ya que ella no vivía conmigo.

¿Qué hace aquí? —le pregunté.
Mi mamá está en el hospital —me dijo.
¿Qué le pasó?
Nada —dijo—, no es ella, es mi tía Chava, se está muriendo.
La miré y tras ella la luna seguía repleta de luz.
Baje por mi maleta —le dije a mi hermanita y salí corriendo.

Mi tía Chava no era propiamente mi tía. Era tía de mi abuela, pero yo vivía con ella desde unos quince años atrás. Hacía siete meses le habían diagnosticado cáncer en el estómago. Sin embargo, aquella mañana antes de salir de casa, la vi en la cocina bebiendo café y hablando con mi abuela. Por eso la noticia fue tan sorpresiva y me obligó a correr hasta la estación de Transmilenio, tomar el primer bus y bajarme en el barrio Teusaquillo, donde se encontraba ubicada la clínica en la que supuse estaba internada.

A las afueras del hospital se encontraba reunida gran parte de mi familia. Me abrí paso entre ellos e ingresé. En el tercer piso se encontraba mi padrino acodado contra la baranda del pasillo. Tenía enjuto el rostro y la mirada vidriosa. No quise preguntarle nada y seguí de largo hasta que entré al cuarto donde encontré a mi tía Chava dormida con expresión de placidez. Me acerqué, acaricié su mano y la besé en la frente. Estuve allí con su mano en la mía hasta que llegó mi padrino y otro hijo de mi tía, acompañados por un médico que me hizo salir del cuarto.

No había alcanzado el primer piso cuando escuché el llanto de mi padrino y de sus hermanos. Así supe que había muerto. No volví el rostro y seguí caminando hasta alcanzar la calle donde mis familiares se abrazaban y lloraban. Tampoco me detuve allí y seguí caminando hacia ningún lugar, pues nadie me esperaba en casa.

Información adicional

Autor/a: Daniel Ángel
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