Se diría que, en la economía digital, el factor crítico y lo verdaderamente nuevo no es la idea, sino la existencia de un capital financiero masivo carente de alternativas más rentables.
2019 fue el año en el que Uber salió a bolsa. Las nuevas formas de negocio y de trabajo en la economía digital maduran y pocas empresas dicen tanto sobre nuestro presente como para sentir la necesidad de sustantivizar con ellas nuestra época.
Del banco de tiempo al “mi plataforma, mis reglas”.
Aunque hoy parezca imposible, las plataformas que centralizan servicios se colaron en nuestra imaginación con el relato de la economía colaborativa. Un imaginario de organización empresarial pero también social que rompía el techo de escalabilidad de las prácticas tradicionales de intercambio de servicios, con un toque ecologista que adelantaba un mundo en el que lo importante no era tener, sino utilizar. Era el relato de la reciprocidad de los bancos de tiempo y los tablones de anuncios del “se busca” y “se ofrece” elevado al cubo con internet.
Hoy sabemos distinguir un funcionamiento centralizado a golpe de corneta del CEO pero el cuento coló porque tenía lo que los cuentos exigen: un público ansioso por creerlo. En la década anterior el sustrato colaborativo y de confianza se encontraba en apogeo y, aunque hoy descalificaríamos nuestra ingenuidad, lo cierto es que este suelo de reciprocidad y conexiones, esa segunda piel social seguirá siendo decisiva para cualquier alternativa. No hay común sin comunidad y carece de sentido que el cinismo con el que 20 años de siglo XXI nos hacen ver el mundo disuelva también esa premisa.
- La innovación en los tiempos del capital financiero.
Desgastada la legitimidad de valores como compartir, conectar y contaminar menos, la uberización se sustenta desde una perspectiva moral sobre la meritocracia darwinista de la innovación: una idea brillante formulada en el momento justo que se abre paso frente a las resistencias inmovilistas habituales; papel que en esta obra han representado taxistas, analfabetos digitales y la propia legislación.
En definitiva, frente a fuerzas tradicionalistas de todo pelaje que siempre van por detrás de la sociedad y que solo descubrirán que su pasó cuando vean películas sobre el éxito de los nuevos héroes. cuando la idea haya reconfigurado el tablero y se hagan películas sobre esos héroes. Razón 1, tradición 0. De nuevo, ante ustedes, la modernidad.
Por supuesto se trata de una lógica bastante cruel pero de una lógica naturalizada. También es cierto que, si se pusieran todas las cartas sobre la mesa, se vería que la idea, brillante o no, ha tenido un respaldo de 25.000 millones de dólares para desarrollarla y mantener bajos los precios. 25.000 millones para compensar las pérdidas de una década y aguantar hasta que los competidores asediados y sin acceso a un capital riesgo infinito icen la bandera blanca.
Se diría que, en la economía digital, el factor crítico y lo verdaderamente nuevo no es la idea, sino la existencia de un capital financiero masivo carente de alternativas más rentables y por lo tanto dispuesto a quemarse en tiempos de retorno que van más allá de los diez años de pérdidas milmillonarias. Hay una innovación que requiere un suelo fértil para proliferar y otra que necesita generar el desierto para poder brillar. En una la creación precede y dirige la destrucción. En otra es a la inversa.
- El lugar de lo común en el plataformismo vertical y supervitaminado de la economía digital del conocimiento.
Tras el cuento de lo colaborativo y el dopaje del capital riesgo hay una verdad del común: nuestros datos son el tesoro con el que estas empresas aspiran a cuadrar su balance. Nada encaja mejor con la definición de un común recursivo que los datos: producidos por nuestra interacción social, más valiosos cuanto generados con mayor libertad, cuanto más complejos, cuanto más usados.
Por ejemplo, sin los datos sobre movilidad y experiencia de la ciudad es imposible generar negocios aledaños como el reparto de comida o los patinetes eléctricos, hasta el punto de que, a largo plazo, no hay una estrategia de gobierno de los datos más insostenible que su acumulación privada por un puñado de gigantes tecnológicos. No hace falta ni ser capaz de encender un ordenador para saber que una inteligencia artificial en pocas manos y alimentada de este modo creará una brecha cuyos efectos apenas podemos imaginar. Los datos, nuestra actividad y experiencia hecha objeto son un común, la única fuente de riqueza digna de tal nombre en este tinglado y una segunda naturaleza que tenemos que gobernar.3
- La seguridad jurídica, ese atavismo burgués.
Desde una perspectiva liberal, la acción de gobierno consiste en crear el marco de condiciones institucionales y normativas en el que las actividades deseadas puedan proliferar. La libertad o el mercado no vienen de fábrica, hay que hacerlos. Un rasgo diferencial de los gigantes tecnológicos es que, en este sentido, son auténticos agentes de gobierno, ya que en una primera fase tienen que producir directamente esas condiciones, a menudo contra el marco institucional y normativo vigente, aunque cuenten con una enorme capacidad lobista para allanar ese camino.
Como ingrediente para el relato rupturista de la innovación, encontrarse por delante de la norma y eventualmente en su contra no tiene precio pero en una fase de mayor madurez (una en la que se quitan los ruedines del capital riesgo y se pasa a depender de la financiación de un público mayor por ejemplo), sí tiene precio, en concreto en forma de multas, impuestos y requisitos. Ahí recuperan peso los viejos problemas de reputación, certidumbre e inseguridad jurídica y el juego se normaliza en la conocida batalla por colonizar la ley. Usted se encuentra aquí.
- Los reinos de la economía digital hacen frontera con los cuerpos que los sirven.
Como pronto se ha descubierto, esta economía, por muy digital y muy del conocimiento que sea, no se ha liberado de la carga de necesitar trabajo. Lo que sí ha conseguido a menudo es librarse de la relación laboral, trasladando esos costes a quienes ejecutaban sus servicios y al conjunto social. También ha logrado instalar estas relaciones laborales en el particular marco subjetivo libertarian made in Palo Alto. Si la sostenibilidad de muchas de estas empresas pende del hilo de las decisiones judiciales que puedan afirmar la laboralidad de sus relaciones, cabe dudar de que estos negocios puedan sobrevivir fuera del hábitat siglo-XIX-con-3G en que surgieron.
- La economía de plataforma también es un concurso de popularidad.
Nacida de la ética neoliberal, buena parte del éxito de estos negocios ha consistido en ofrecer imitaciones de distinción que la gente común cree propias de servicios de lujo (la botellita de agua) y una afirmación del poder del cliente (decidir qué emisora se sintoniza, cerrar el precio) que compensa la sensación de prescindibilidad que arrastramos y profundiza la conversión de ciudadano en cliente propia del cambio de siglo.
La exaltación de esta clientela moderna casi ha conseguido torcer el brazo a un arquetipo de la masculinidad proveedora previa a tanto big data, que hace veinte años dominaba el prime time español con el Fary taxista en “Menudo es mi padre”. La aspiración de controlar tu propia movilidad en el dispositivo que ofrece hoy una imagen más cerrada de lo que supone la autonomía, esto es tu smartphone, bien merece mudar iconos y meter bajo la alfombra las políticas de movilidad urbana y la precariedad de quien conduce.
Mientras las reivindicaciones por la soberanía tecnológica son aún residuos ilustrados, las movilizaciones de las familias del taxi han disuelto el avance inexorable de la técnica en un puñado de fragilidades humanas. Al introducir en la conversación sobre la economía de plataforma las consecuencias laborales, fiscales, familiares e intergeneracionales de una sustitución de nuestros lazos por esta selva de prestaciones y vidas low cost la modernidad trastabilla y el futuro se pone sepia.
PROFESOR DE FILOSOFÍA DEL DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
2020-01-25 06:33
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