
En la segunda década del Siglo XXI suele entenderse por democracia un conjunto de procedimientos electorales e instituciones representativas que legitiman el poder político. Ante esto la izquierda echa de menos la participación de los votantes, mientras la derecha celebra la apatía. Luego de la Segunda Guerra Mundial la democracia logró superar los escollos planteados por el fascismo, el nazismo o las democracias populares, en el caso de los países del este europeo que sucumbieron hacia 1991. Mas la democracia ha sido el caballito de batalla y la punta de lanza contra el socialismo y/o el comunismo. De otra parte, la democracia ha estado acompañada de la dictadura. En el caso de América Latina puede decirse que la democracia lleva a la normalidad frente a los regímenes militares en los últimos cincuenta años del Siglo XX.
La oscilación entre democracia, dictadura se ha hecho habitual, si se entiende que existen países que determinan la evolución económica y política del mundo y países periféricos, cuyas relaciones económicas y políticas están influenciadas por los países industriales. La democracia moderna se ha erigido sobre otras bases. Benjamin Constant esboza la diferencia entre estas dos clases de democracia:
“Nosotros no podemos gozar de la libertad de los antiguos, la cual proponía la participación constante del poder colectivo. Nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada. La parte que en la antigüedad tomaba cada uno en la soberanía nacional no era, como entre nosotros, una suposición abstracta: la voluntad de cada uno tenía una influencia real; y el ejercicio de esta misma voluntad era un placer vivo y repetido; por consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer muchos sacrificios por la conservación de los derechos políticos, y de la parte que tenían en la administración del Estado, pues conociendo cada uno con orgullo cuánto valía su sufragio, encontraba en ese mismo conocimiento de su importancia personal un amplísimo reconocimiento. Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros: perdido en la multitud el individuo, casi no advierte su influencia que ejerce; jamás se conoce el influjo que tiene su voluntad sobre el todo, y nada hace que acredite a sus propios ojos su cooperación. El ejercicio de los derechos políticos no nos ofrece, pues, sino una parte de los goces que los antiguos encontraban: y al mismo tiempo los progresos de la civilización, la tendencia comercial de la época, la comunicación de los pueblos entre sí ha multiplicado y variado al infinito los medios de la felicidad particular. De aquí se sigue que nosotros debemos ser más adictos que los antiguos a nuestra independencia individual; porque las naciones, cuando sacrifican ésta a los derechos políticos, daban menor por obtener más, mientras que nosotros, haciendo el mismo sacrificio, nos desprenderíamos de más por lograr menos”[1].
Ahora bien, en la sociedad burguesa, caracterizada por el egoísmo y la utilidad, se genera una realidad social por las leyes, instituciones y costumbres universales, en las que tiene gravedad la propiedad privada sin límites, como común denominador. En la sociedad burguesa existe la representación bajo el nombre de la participación y, un conjunto de procedimientos electorales e instituciones representativas que legitiman el poder político.
En la sociedad burguesa el Estado, definido en el Siglo XVIII, como pacto (Contrato social de Rousseau), ya sea contrato por los hombres para evitar el aniquilamiento producido por la guerra (Hobbes), o bien como comunidad de hombres libres (Spinoza), o el Estado que conduce por los caminos de la razón por una vía diferente al oscurantismo (Ilustración); una versión diferente corresponde a una organización de pacto y contrato, que garantiza la libertad (Kant).
Más la democracia se encuentra en la sociedad burguesa enmarcada por dos hechos que inauguran el mundo moderno. Por una parte, la Revolución Francesa y de otra la revolución industrial. Ese es el horizonte de la democracia, con la apariencia política del ideal: igualitarismo, participación y sufragio, debajo de lo cual subyace la estructura política profunda en la cual se halla la propiedad privada, la representación y la ideología que crean los media. Desde este punto de vista algunos afirman que la democracia es un conjunto de afirmaciones vacuas porque bajo el igualitarismo se esconde la propiedad privada creciente en pocas manos –oligarquía. El pueblo se expresa, pero lo que cuenta es la gran propiedad agrícola, la gran industria y el sector financiero que se extiende a lo largo y ancho del globo. Además, se pregona la participación, a pesar de ello, lo real es la supuesta representación, dado que la voluntad de cada uno termina sin influencia real. El individuo, perdido en la multitud, no puede ejercer influencia. Se pregona la representación, pero no hay nada que acredite la influencia que tiene la voluntad individual en el todo. En cuanto al sufragio universal se manipula y es objeto del mercado. No es casual el escándalo por la compra del voto. Así se forma un electorado despolitizado y fácil de dirigir, sin que se dé una propaganda explicita, pues los media llevan a la conquista del electorado. Paradójicamente el sufragio universal se utiliza con fines claramente antidemocráticos.
Es curioso que cuando el pueblo logra expresarse y, esta voz no coincide con los intereses de las clases poderosas la democracia está en crisis y, entonces sale de la sombra la dictadura. Bien puede decirse que la democracia tiene oculto el régimen oligárquico, engalanado por la maquinaria electoral, es decir, mediante el sufragio que, los regímenes europeos adoptaron como técnica de dominio. Cuando la democracia peligra, porque se sale de los cauces, es decir que va en contra de los grandes intereses, entonces se recurre a la dictadura, verbi gratia, el film Z, dibuja lo que sucede con el régimen democrático cuando en él se presentan grietas.
En el film Z. (1969), dirigida por Gosta Gavras, constituye una metáfora de la democracia, pues la “plaga ilusa de los libertarios” olvida que la libertad es una cuestión para los países avanzados, no para la periferia. El candidato de la oposición es asesinado ante la presencia impasible de la policía y el ejército. “En un accidente muere atropellado el candidato. Las autoridades investigan exhaustivamente”, es la noticia en la primera página de los diarios, radio y la TV. La investigación no llega a ninguna conclusión, pero el juez de instrucción y un periodista descubren, que la muerte del candidato no fue un hecho accidental sino un crimen del gobierno y de la ultraderecha. Entonces, se impone la dictadura y la censura.
Bien puede verse en el film lo que es la democracia en la periferia, como el silogismo: “todas las ovejas son blancas, pero algunas ovejas son negras, por lo tanto, todas las ovejas son blancas”. En otras palabras, la exclusión, pues no hay democracia, más bien lo que se hace evidente es que tras la careta de una democracia lo que hay es un régimen oligárquico militar, que mantiene sometido a un pueblo. En el caso de Colombia se puede mirar el candidato asesinado, el sacerdote indígena que predica la liberación, la líder de acción comunal, el ministro baleado por el sicario, el director de un periódico, el activista de los derechos humanos, el candidato que es asesinado en un avión, el hombre de pie izquierdo que es baleado cuando viajaba de un pueblo a la capital, el encargado de relaciones políticas de un movimiento político nuevo, el candidato presidencial que se encuentra en gira y es asesinado en una manifestación, la periodista que realizaba un documental para la BBC y es asesinada, el candidato que dijo: “Abrázame…me mataron esos hijueputas”, el humorista cuando se dirigía a una emisora, el periodista de provincia asesinado a tiros.
Ahora bien, en el mundo moderno, luego de la Revolución Francesa y el crecimiento de la revolución industrial frente al “poder divino” que decían encarnar los monarcas, o la predestinación que invocaban algunos en favor de los “minorías selectas” la democracia propugna la “soberanía popular”. En otras palabras, el derecho de gobernarse el pueblo a sí mismo, con finalidades que representan el poder de todo el pueblo. Sin embargo, la democracia en un estado de cosas como el descrito no es otra cosa que el conjunto de procedimientos electorales e instituciones representativas de la oligarquía militarista que se encuentra en el poder. De esta forma, la democracia es el gobierno de los ricos, elegidos por los pobres, y sostenido por los militares.
La historia de un país que se autocalifica como democrático, como Colombia, está marcada por los magnicidios que en la mayoría de los casos quedan sin castigo, ni esclarecimiento. Sin llegar al extremo de un golpe militar que lleve a una dictadura. Además, la política de eliminación de la oposición es una estrategia de ablandamiento. Los crímenes no son cometidos por miembros del Estado, y cuando algún miembro del aparato estatal aparece involucrado, suele decirse que “se encontraba fuera del servicio”, “actuó individualmente”, “pertenece a las fuerzas oscuras”. Miles de expedientes se encuentran en los juzgados. Uno de ellos el de Jorge Eliécer Gaitán, y siete décadas después no se sabe quién fue el autor intelectual del crimen, por mucho se asegura que el “homicida fue linchado por la multitud”.
Después de las elecciones los elegidos consultan con los organismos: el Fondo Monetario Internacional, que nació para impulsar la cooperación económica y evitar otra gran depresión como la de los años 30 y que, dictando políticas para despolitizar, ha hecho de las depresiones hoyos profundos. En segundo lugar, el Banco Mundial, cuyo eslogan reza: trabajamos por un mundo sin pobreza, y tan mal lo hace que la pobreza se extiende por el mundo entero. Y, por último, la Organización Mundial de Comercio para hacer un comercio más abierto.
En Guatemala, verbi gratia, la democracia se aguó en el gobierno de Arbenz (1953) (Vargas Llosa ha publicado Tiempos recios, el cual esboza lo que ocurre cuando se pretende un gobierno democrático.) cuando se propusieron reformas que, según los EEUU consideraron comunistas y las atribuyeron a la influencia soviética. Entonces impulsaron el temor que Guatemala cayese en manos de los comunistas, ante la propuesta del presidente Arbenz de una reforma agraria que afectaba a la United Fruit Company, y a la oligarquía guatemalteca. O bien, Jorge Rafael Videla, militar argentino y, el guatemalteco Efraín Ríos Montt, retrotraen a una de las etapas más tenebrosas de la historia de América Latina: la guerra contra la subversión. Para llevarla a cabo se fortaleció la alianza cívico-militar entre las clases dominantes y las fuerzas armadas, convirtiendo a la institución castrense en el partido político de la oligarquía. Ya no se trataba simplemente de reponer a las viejas oligarquías en el sillón presidencial. Se buscaba asegurar el proceso de acumulación de capital dentro de una nueva versión del capitalismo trasnacional, cuya esencia suponía desarticular los partidos políticos de izquierda, los sindicatos de clase, los movimientos sociales y también a las burguesías de corte nacionalistas. Quienes pensaron en esta perspectiva tenían claro que se trataba de inducir una revolución para refundar el orden político. Era obligado soltar lastre, deshacerse del sobrepeso contenido en el discurso seudodemocrático de las burguesías desarrollistas de corte keynesiano y, sobre todo, quebrar la ciudadanía, fomentando la despolitización y persiguiendo a militantes, sindicatos de clase e intelectuales de la izquierda política y social. En esta guerra se declararon ilegales las formaciones políticas de ideario marxista y socialista. De esta forma se profundizó el combate hasta el exterminio, si era posible, o en su defecto hasta conseguir una derrota total de todo cuanto oliese a socialismo. La doctrina de la Seguridad Nacional sirvió de anclaje y la geopolítica del fascismo dependiente le facilitó el encuadre teórico.
La guerra contra la subversión fue definida como una guerra global y permanente. El general brasileño Golbery do Couto Silva, ideólogo de la geopolítica latinoamericana, fue claro al señalar que la guerra se ha convertido en una guerra total, una guerra económica, financiera, política, sicológica y científica… En el caso de Chile, en el golpe contra el gobierno de la Unidad Popular en 1973, se implementó la estructura económica del neoliberalismo, luego, después de dos décadas, se volvió a la democracia electoral, pero no se desmontó la estructura económica impuesta por los Chicago’s Boys, ni tampoco la Constitución, inspirada por Pinochet.
No es posible entender la democracia en la periferia cuando se desboca entonces se recurre al freno de emergencia. Videla sabía lo que hacía. No se ruborizó al señalar que el asesinato de miles de ciudadanos argentinos, a manos de los servicios de inteligencia y las fuerzas armadas, fue confeccionado por empresarios, ejecutivos, profesores universitarios, jueces, dirigentes sindicales y funcionarios adscritos a la derecha peronista y las organizaciones anticomunistas. Durante la transición, los civiles tomaron distancia y se alejaron de los militares. Videla captó su alejamiento al señalar cómo “los empresarios se lavaron las manos. Nos dijeron: ‘hagan lo que tengan que hacer’, y luego nos dieron con todo. Cuantas veces me dijeron: ‘se quedaron cortos, tenían que haber matado a mil, a 10 mil más”. Más la sucesión entre dictadura y democracia parece ser la transformación cuasi natural de una forma de gobierno en otra, un ciclo ordenado y recurrente que cuando se gestan transformaciones de fondo se recurre al cambio político con la violencia que resulta de éste, pero, en estas transiciones no se da el nacimiento de una realidad enteramente nueva.
En tiempos del neoliberalismo (economía de mercado y democracia del voto) es evidente que en la periferia la democracia del voto se convierte en el mercado del voto. Y mucho más cuando hay gobiernos que tienden hacia la democracia, el gobernante es destituido, caso de Dilma Rousseff, juicio a Lula Da Silva, golpe militar a Evo Morales…
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