
Las cifras de infectados en las cárceles crecen día a día. Los poderes públicos y la sociedad en general no se inmutan, no hay porque, las vidas en juego no interesan.
Todo comenzó a coger cuerpo los primeros días de abril. Era de suponer, el virus no se amedrenta con los muros, garitas ni barrotes, tampoco por uniformes azules o de otros colores, el covid 19 se transporta y reproduce con mayor intensidad donde hay concentraciones humanas, mucho más donde no es fácil lavarse las manos con regularidad, y donde es imposible guardar distancia, o acceder a buena y pronta asistencia médica, así como buena y saludable alimentación. En estas condiciones, con un sistema carcelario hacinado en más del 50 por ciento, con derechos humanos de papel, todo estaba y sigue estando conjugado para convertir las cárceles en una bomba biológica.
Ante estas circunstancias, cualquier persona ligada al poder, con algo de humanismo, comprendería y, por tanto, actuaría en consecuencia, es decir, era y sigue siendo necesario prevenir, es decir descongestionar. Pero más puede el autoritarismo y la violencia consustancial al poder que el sentido común y la vida de muchos y muchas.
En desdeabajo previmos esta realidad desde el inicio de la crisis desatada por el covid-19, y llamamos a deshacinar. Pusimos en consideración de la sociedad y de los poderes que la controlan, el único mecanismo expedito para hacerla factible: trasladar a sus sitios de vivienda, para continuar con casa por cárcel, a las personas que a pesar de estar sindicadas, es decir, no vencidas en juicio, se encuentran sometidas al encierro carcelario. Más de 38 mil, las cuales, por demás, no tienen por qué soportar el peligro que para su salud y vida significa estar en alto riesgo de contagio por el virus. Y para así proceder, para sustentar el derecho que tienen de salir de la cárcel en las condiciones actuales, no hace falta un decreto extraordinario ni un gran alegato jurídico, simplemente hay que considerar que no están condenados sino sindicados, y de acuerdo a las normas constitucionales y convencionales pueden –deben– ser excarcelados mientras prosigue la investigación de su causa.
Una alternativa, en derecho, constitucional, que podría ampliarse a variedad de condenados, tomando en consideración casos como personas de la tercera edad, o aquellas afectadas en su salud por enfermedades graves (cáncer, VIH y otras), como también las que hayan purgado un alto porcentaje de la pena.
En estas circunstancias, por tanto, todo estaba –y sigue estando– servido para evitar lo que día tras día ha tomado cuerpo. Lo fundamental era –es– el espíritu humanista y la voluntad política. Un imposible para el tipo de poder que padecemos en Colombia. Pero, quedaba una posibilidad, los jueces, ¿dónde están? ¿Acaso saben qué es ser juez constitucional?
En creciente
El 5 de abril el frío tuvo que haber recorrió el cuerpo de la Ministra de Justicia y del director del Inpec, cuando les informaron de la muerte de una persona de 63 años que había recobrado la libertad el 1 de abril, pero falleció el 5 de abril mientras recibía atención en el Hospital Departamental de Villavicencio, lugar al cual lo habían llevado –en su condición de preso y con síntomas febriles– el 30 de marzo.
Todo parece indicar que no fue así, pues los días pasaron como si nada estuviera ocurriendo. El 10 de abril la noticia de este deceso se conoció públicamente. Un día después reconocieron la muerte de un segundo interno, acaecida el 7 de abril, esta vez una persona de 78 años, en el mismo centro carcelario, pero esto tampoco impactó.
Mientras se encubaba la muerte en el estrecho espacio de muros y garitas que conforman el marco de una cárcel, en el particular de Villavicencio construido para 899 personas, en la cual comparten desgracia 1.786 entre condenados y sindicados, el Ministerio del ramo se dedicaba a redactar un decreto que supuestamente permitiría deshacinar los centros de reclusión, el mismo que una vez expedido permitió a expertos y no tanto señalar que los poderes habían optado por propiciar un genocidio en estos centros del dolor.
En efecto, a un mes largo de expedido el decreto de marras solo han sido trasladados a sus hogares –casa por cárcel– 408 detenidos, otros, cerca de 1.000, siguen a la espera que les resuelvan la solicitud realizada por las direcciones administrativas de las cárceles donde están recluidos. El cálculo más optimista estima que en el mejor de los casos los beneficiados sumarán unas 2.000 personas, de todas aquellas que ahora viven sobrecogidos por el temor al contagio y la muerte.
Entre tanto, en el penal de Villavicencio, hacinado a más del 95 por ciento, las muertes sumaban 2, y a los pocos días los afectados por el covid-19 estaban multiplicados: a la semana siguiente el Inpec reportó 20 casos de contagio activos: 13 presos y 7 guardias. La pandemia, sin sacar a los presos del encierro, era claramente incontrolable. Y continuaron bajo encierro y la curva continúo en ascenso: abril cerró con 319 infectados.
Pandemia que confirma algo desde siempre vivido y padecido por quienes caen bajo el peso de la máquina penitenciaria: el preso, tiene que pagar con su vida, no solo con su libertad, el (supuesto) delito por el cual se dispuso confinarlo. Así piensan los poderes públicos, agobiados por el temor a que tantos “delincuentes” vuelvan a recorrer las calles. Olvidan que en este país la impunidad es del 99 por ciento.
Pese a la evidencia, negada a deshacinar, la dirección del Inpec valiéndose de la emergencia carcelaria, traslada a varios presos de la cárcel de Villavicencio, sin someterlos a exámenes médicos de rigor, los cuales llegan a los nuevos penales donde tampoco son sometidos a cuarentena.
Los efectos de la ausencia de sentido común, de voluntad política y de humanismo, queda a la vista: para la tercera semana y la siguiente de abril se confirma que el virus hace presencia en varias cárceles: el día 18 sale la voz de alarma de La Picota, Bogotá, al conocerse el primer infectado –para el 13 de mayo la cifra alcanza a 5–. Un día después la denuncia sale de Las Heliconias (Florencia, Caquetá), de cuyo primer contagio, veinticinco días después se pasó a 8 (6 funcionarios y 2 internos). El 22 de abril desde la cárcel de Guaduas, confirman un caso, por ahora congelado. En Leticia (Amazonas) el 24 de abril informan del primer contagiado (un guardián que había estado en Brasil), contagio que con rapidez sorprendente ha colonizado a 89 internos y parece querer contagiar al ciento por ciento de los negados de libertad, que son 182, a pesar que el penal tiene capacidad para albergar 118 personas. El día 25 desde Picaleña (Ibagué) confirman la presencia del virus, el mismo que hasta el 13 de mayo ya se había propagado sobre la humanidad de 22 funcionarios y de 2 internos. El 8 de mayo el turno fue para El Bosque (Barranquilla). Luego, el 13 de mayo se reportan en Bogotá 32 personas contagiadas en dos de sus estaciones de policía (Kennedy y Fontibón), y un día después le llegó el turno a La Ternera, la cárcel de Cartagena.
Un recorrido de horror, mientras el virus hace saltar las alarmas de familiares y amigos de los presos, de las instituciones defensoras de los derechos humanos, así como de organismos adscritos a las Naciones Unidas que llaman la atención de los gobiernos del mundo y recuerdan la obligación de velar por la vida, salud y bienestar de los presos, aconsejando deshacinar para mermar la posibilidad de contagio al interior de estos centros de castigo. Todo en vano, preocupación de los familiares y voz de alarma de instituciones varias que parece no escucharse en Colombia.
En efecto, el recorrido de infección creciente que va ganando el covid-19, no interesa en el alto Gobierno que no cambia su política, la decisión es condenar a la enfermedad, sin negarles tampoco la muerte, a miles de quienes están tras barrotes. Villavicencio es la prueba reina, una cárcel donde el contagio no para y al cierre de esta edición sumaba 859 contagios, entre presos y guardia. Todo un horror, que no le sirvió a la Corte Constitucional para disponer inmediatamente la detención domiciliaria de los detenidos, y en pronunciamiento del pasado 6 de mayo, apenas le alcanzó para ordenar al Inpec el traslado –en no más de tres semanas– de todos los presos no contagiados, lo cual es imposible, y revisar las hojas de vida del cien por ciento del personal allí recluido para precisar su estado de salud, tiempo de condena pagado, etcétera. ¿Qué les pasa a los jueves? ¿Dónde están los jueces?
Así las cosas, la bomba biológica ha estallado y sus efectos, como lo alegamos en desdeabajo en los artículos publicados a lo largo de los últimos 30 días, no diferencia entre encerrados y libres, entre el personal administrativo de cada uno de los más de cien centros carcelarios existentes en el país y los presos, entre guardia y quienes están más allá de los barrotes. El virus ahora pone en riesgo el esfuerzo de la cuarentena sobrellevada por todos en el país desde finales de marzo.
No hay duda, la emergencia carcelaria es un desastre y la visión que sobre el castigo pervive en los círculos del poder, y en la sociedad, es de venganza. El contagio y la posibilidad de muerte de todos los excluidos sociales no los conmueve.
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