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El año de la pandemia y los movimientos sociales en Colombia

El año de la pandemia y los movimientos sociales en Colombia

Aunque las restricciones impuestas con la pandemia limitaron la movilización social, esta se abrió camino en distintos momentos de 2020. Sin embargo, no se consiguió articular un movimiento social como el perfilado a finales del año anterior. Existe una dificultad para articular el descontento social expresado en las protestas, que se explica por factores como el incremento de la represión y por ciertas disonancias entre lo social y lo político.

El paro nacional iniciado el 21 de noviembre de 2019 produjo un fenómeno inédito de movilización social en la historia reciente del país, solo comparable con el paro cívico del 14 de septiembre de 1977. Las grandes manifestaciones tuvieron una naturaleza interclasista, articulando a actores de clase media y media alta, estudiantes, mujeres, ambientalistas, desempleados y, mayoritariamente, jóvenes.

Como consecuencia, las demandas iniciales, en contra del “paquetazo” neoliberal –las reformas tributaria, laboral y pensional del gobierno Duque– se enriquecieron con diversidad de reclamos transversales y no solo sectoriales, convergentes en la implementación del Acuerdo de paz. Así mismo, las organizaciones convocantes, principalmente las centrales obreras en el Comité de Paro, resultaron desbordadas, de manera que muchas de las acciones de protesta fueron descentralizadas y “auto convocadas”, esparciéndose por las ciudades, rompiendo con la tradición de protestar en las plazas centrales y acogiendo repertorios de acción como el cacerolazo.

Sin embargo, en 2020 el ímpetu de las movilizaciones se moderó considerablemente. Tras los frustrados diálogos entre el gobierno y el Comité de Paro hubo varios intentos de reactivar la protesta, con jornadas de paro nacional el 21 de enero y el 21 de febrero que no alcanzaron el carácter masivo ni la intensidad de las protestas del año anterior. La jornada programada para el 25 de marzo finalmente no contó con ninguna posibilidad por el comienzo de la emergencia sanitaria producto del arribo del covid-19 al país.

Así pues, la dinámica de movilización fue interrumpida por las restricciones de la pandemia y el miedo al contagio. No obstante, la protesta social se abrió camino aún en estas circunstancias, incluso en denuncia/rechazo de las medidas autoritarias de los gobiernos nacional y locales en demanda de asistencia para enfrentar las cuarentenas. Informes de observatorios como el Cinep señalan que no hubo una disminución drástica de la protesta. Esto quiere decir que el descontento se mantiene constante, expresándose en un número importante de protestas aunque sin lograr articularse en un movimiento social como el del año anterior. ¿Por qué se produce este fenómeno?

Las limitaciones del movimiento que emergió a finales de 2019, más que por las restricciones de la pandemia se explican por problemas a la hora de enfrentar el contexto político, especialmente la represión, la cooptación y la imposibilidad de enfrentar los discursos criminalizantes, y de su dinámica endógena, particularmente la incapacidad para articular el descontento social a causa de las divisiones que produce el desencuentro entre lo social y lo político.

 

El panorama

 

Ciertamente, las restricciones a la vida diaria causadas por la pandemia y las medidas autoritarias del gobierno limitaron seriamente las posibilidades de movilización y protesta. Los movimientos sociales tienen como base el tejido social de la cotidianidad y las organizaciones especializadas en promover la acción colectiva en favor de una causa determinada, de manera que la limitación de las relaciones y la movilidad de la población reducen las posibilidades de agenciar acciones colectivas. Por eso se promovieron repertorios de acción alternativos a la protesta callejera, como el cacerolazo, implementado con éxito a finales de 2019, aunque sin resultados similares.

Sin embargo, la afectación de las movilizaciones producto de la pandemia fue relativa. En enero y febrero se presentaron varios intentos de retomar su impulso siempre con la vista puesta en el memorable 21 de noviembre de 2019. Las restricciones operaron sobre todo durante los meses de confinamiento obligatorio, entre marzo y agosto. Pero incluso en este período se registraron protestas como las de abril en Bogotá, en demanda al gobierno Distrital de auxilios económicos para enfrentar la cuarentena.

El 7 de septiembre se trató nuevamente de retomar el hilo de las protestas de 2019 con una caravana contra las políticas del gobierno nacional. Esa misma semana se presentaron las protestas contra el asesinato del abogado Javier Ordóñez en un CAI de la Policía, que arrojaron un saldo de 13 ciudadanos asesinados y 305 heridos, en Bogotá. Desde el 10 de octubre se manifestó la Minga del pueblo Nasa que, ante la negativa del presidente Duque a dialogar en Cali, marcha hacia Bogotá para unirse al paro nacional previsto para los días 19 y 21 del mismo mes.

En suma, si bien la pandemia generó grandes restricciones, sobre todo mientras estuvo vigente el confinamiento, no se cerraron por completo las posibilidades de la movilización social. Sin embargo, la fortaleza o debilidad del movimiento social no solo debe ponderarse en función del número de protestas sino también en términos de su capacidad para articular y generar discursos o marcos de sentido alternativos. El que existieran grandes manifestaciones, como la Minga, indica que el problema de articulación del descontento no se explica por la pandemia.

Precisamente, la desarticulación práctica y discursiva se expresó en la incapacidad de los actores sociales para romper con la representación oficial de la crisis sanitaria, que ofrece como “soluciones” al problema el desarrollo científico y tecnológico en el campo de la medicina, en particular las vacunas, omitiendo el hecho innegable de que la magnitud de la crisis tiene fundamentalmente una explicación política, pues desnuda la precariedad del derecho a la salud bajo el modelo de desarrollo neoliberal, que lo ha subordinado por completo al negocio privado y, particularmente en nuestro caso, a la especulación financiera. Así, la falta de articulación imposibilitó disputar la transformación del modelo de desarrollo, punto en que convergen las demandas de diversas protestas, en la coyuntura en que se mostró su faceta más perversa.

 

Las constantes: represión y criminalización

 

En parte, las dificultades para articular el descontento ciudadano en una propuesta alternativa se explican por las constantes de la criminalización y la represión, agudizadas bajo el gobierno de Duque al menos por tres grandes razones.

Primero, porque Duque sigue el libreto de Uribe: tanto antes como durante la pandemia ha basado su legitimidad en la construcción de un enemigo interno que juegue el mismo papel que en los gobiernos de la “seguridad democrática” jugaron las Farc. De ahí su apuesta por una política antidrogas represiva, un marcado antagonismo con el gobierno de Venezuela y la criminalización de toda protesta, mediante el mote de “vandalismo”, que despolitiza los reclamos colectivos, o tratando de asociar las manifestaciones con la guerrilla y las “disidencias” en un reencauche de la doctrina contrainsurgente de la seguridad nacional.

En segundo lugar, porque en buena medida el descontento social sintetiza las demandas de cambio estructural insertas en el Acuerdo de paz, cuya implementación ha sido escamoteada por este gobierno, sin ahorrar esfuerzos para “hacerlo trizas” por distintas vías y cuya política ha beneficiado sistemáticamente a las clases cuyos privilegios se verían afectados de implementarse el mismo: piénsese, por ejemplo, en la reforma rural integral.

Y, finalmente, porque ante el lento pero persistente declive político del uribismo, expresado en el constante “abandono del barco” por muchos de sus adeptos en el escenario político y, sobre todo, por el vistoso descenso en la popularidad tanto del expresidente Uribe como del mismo Duque, su gobierno depende cada vez más de la “mermelada”, esto es, de la distribución de recursos entre los integrantes de su coalición de gobierno y los sectores sociales que aún lo respaldan. Aprovechando la situación excepcional de la emergencia sanitaria, Duque desplegó iniciativas para solidificar vía recursos públicos esos respaldos, de manera que la única amenaza seria a la legitimidad de su gobierno fue la protesta social. Eso explica no solo la criminalización y la represión sino así mismo las constantes iniciativas del gobierno para “regular” ese derecho ciudadano.

La reducción de la protesta social a “vandalismo” fue la estrategia privilegiada contra las protestas desde finales de 2019, incluso se llegó a afirmar que se trataba de un “complot” internacional y en días previos al 21 de noviembre se desplegaron allanamientos y detenciones de activistas. Los abusos en que incurrió la fuerza pública en esta coyuntura, uno de cuyos desenlaces fue el asesinato el sábado 23 de noviembre en Bogotá del estudiante Dilan Cruz, mientras participaba de una movilización no violenta, motivaron incluso un posterior fallo de la Corte Suprema de Justicia, el 22 de septiembre de 2020, en el que condenó las agresiones sistemáticas de la fuerza pública contra los ciudadanos y el uso desproporcionado de la fuerza, ordenándole al gobierno disculparse públicamente, proteger el derecho a la protesta y reestructurar el ejercicio de la fuerza, prohibiendo además el uso del tipo de arma con que el joven fue asesinado.

Sin embargo, la criminalización y la represión no son únicamente agenciadas por el gobierno de Duque. Se trata de un marco discursivo mucho más amplio, compartido incluso por quienes protestaron a finales de 2019. Incluso una de las consignas del concierto que cerró las protestas el 8 de diciembre de ese año fue el rechazo del “vandalismo”. Ese hecho evidenció los límites intrínsecos de una convocatoria hecha por una ciudadanía cuya cultura política está hegemonizada por el discurso político dominante, hasta el punto de adoptar parte de la estrategia de contención de la protesta desplegada por el propio Estado.

Igualmente, la alcaldía de Claudia López adoptó el mismo marco discursivo contra la protesta en las jornadas del 16 y el 21 de enero, así como del 21 de febrero, en las cuales la represión corrió por cuenta del Esmad, pese al protocolo que por entonces ensayaba la administración distrital.

 

El desencuentro entre lo social y lo político

 

El otro factor que explica la dificultad para articular el descontento es el desencuentro entre lo social y lo político, particularmente entre los sectores críticos y de izquierda que animan en parte los movimientos sociales. La persistencia de las protestas a pesar de las restricciones impuestas en el marco de la pandemia y de un contexto adverso de intensa represión, permite apreciarla pervivencia de un gran descontento social que no está debidamente representado en el escenario político.

La gran mayoría de las demandas, expresadas mediante protestas, hacen referencia a problemas estructurales cuya resolución ha sido aplazada o reprimida por la guerra, como la redistribución de la propiedad de la tierra, la disminución de la pobreza y la desigualdad social, el fin de la exclusión política vía genocidio o el abandono del modelo económico neoliberal, e irrumpieron en el ámbito político gracias al proceso de paz. Sin embargo, hoy por hoy en el escenario político institucional tales demandas están infrarrepresentadas.

De hecho, en buena medida la retórica contra la “polarización”, que caracteriza la discusión pública en el país desde las elecciones de 2018, ha estado orientada a proscribir del escenario político las mencionadas demandas, concebidas por la derecha y el autodenominado “centro” como transformaciones muy radicales y generadoras de “odio de clases”. Así, la denuncia de la “polarización” evidencia un intento de acotar la construcción de paz a la implementación del Acuerdo, garantía de que los privilegios sociales no serán tocados.

Este desencuentro entre lo social y lo político también se expresa entre los actores que agencian y que potencialmente podrían articular el descontento social. En el ámbito político no existe un proyecto alternativo, más allá de la oposición abstracta al uribismo, capaz de aglutinar ese descontento. Los frecuentemente llamados sectores “alternativos” se dividen entre las variopintas facciones de la izquierda y los actores emergentes que se auto identifican como “centro” político, muchos de ellos provenientes de los antiguos partidos tradicionales y del mismo uribismo.

Ese desencuentro también se puso en evidencia en las elecciones de alcaldes y gobernadores, pues mientras las demandas de las grandes protestas plantean un rechazo decidido al modelo neoliberal, en varias ciudades principales como Bogotá y Medellín, el electorado se decantó por opciones que no se apartan en lo fundamental de dichas políticas. Aún más, la cooptación de buena parte de sus críticos potenciales por la alcaldía de Claudia López ha significado un freno importante a la hora de generar protestas en Bogotá, desalentando las acciones colectivas para no perjudicar su gobernabilidad, sin mencionar el silencio cuando se trata de denunciar la represión y el discurso criminalizante en que la alcaldesa ha incurrido al replicar el anatema de “vandalismo” y la asociación de las protestas con la insurgencia armada y las “disidencias”.

Por esa razón, nadie exigió que la mandataria local asumiera una responsabilidad política por la masacre ocurrida el 9 y 10 de septiembre, sino que se terminó por responsabilizar únicamente a la Policía y al gobierno nacional, aunque López no explicara con suficiencia quién dio las órdenes de abrir fuego contra civiles en el puesto de mando unificado o si se desobedecieron sus órdenes expresas. Nunca se aclararon las razones de su tardía reacción, mucho después de que en las redes sociales se vertieran denuncias sobre las conductas de la Policía.

La llegada de la Minga a Bogotá el 18 octubre es otro ejemplo de la misma problemática. La participación de la Alcaldesa en los actos de bienvenida, incluso arengando la movilización desde una tarima, ubicó la manifestación en un marco de sentido de corrección política análogo al concierto realizado contra el “vandalismo” en diciembre de 2019. De esa manera se desplegó todo un dispositivo simbólico para impedir que la protesta se desbordara. La alcaldía de Bogotá adoptó así el rol de “policía bueno” y terminó siendo funcional a la indolencia de Duque, pues le restó radicalidad y potencial de afectación a la Minga. Así, aunque el objetivo de la gran movilización era hacer que el presidente accediera a negociar, al final los mingueros tuvieron que retornar al Cauca sin ser atendidos por el gobierno nacional.

El mismo desencuentro entre lo social y lo político resalta, finalmente, en la enorme división de la izquierda, cuya consecuencia es la imposibilidad de articular el descontento social. Un ejemplo anecdótico basta para comprender el problema. Tras la masacre, el 10 de septiembre, el senador Gustavo Petro hizo un llamado a las centrales obreras, vía redes sociales, a convocar un paro nacional. La respuesta de Diógenes Orjuela, presidente de la CUT, e integrante del Moir y del Comité de Paro, fue “cada loro en su estaca”, paradójicamente afirmando que las centrales eran “organizaciones autónomas” y no se subordinarían a ningún movimiento político.

 

¿Qué podemos esperar?

 

Más que las restricciones impuestas con ocasión de la crisis sanitaria, los problemas de los movimientos sociales provienen de factores contextuales, como la represión y criminalización agudizadas bajo el gobierno Duque, y endógenos, como la incapacidad de articular el descontento social expresado en un número importante y creciente de protestas que, sin embargo, se suceden de manera fragmentada.

Una clave explicativa de tal situación es el desencuentro entre lo social y lo político, especialmente la manera como la división de las fuerzas “alternativas” y de izquierda se refleja en el terreno de los movimientos sociales. Si este diagnóstico es correcto, en el corto plazo será muy difícil resolver el problema de la desarticulación, puesto que esas divisiones se expresarán con mayor ahínco en un año pre-electoral.

Por lo tanto, lo que cabe esperar es la expresión fragmentada, sin un norte, una identidad y unos antagonismos políticos claramente definidos, del descontento ciudadano, el cual no solo será una constante sino que incluso se incrementará por cuenta de la creciente pobreza, injusticia y desigualdad que está dejando la pandemia.

Una de las poblaciones más afectadas por la crisis sanitaria son los jóvenes, que constituyen cerca del 70 por ciento de la población del país (aquella comprendida entre 15 y 64 años), dejándolos sin empleo, haciéndolos responsables por otros miembros de sus familias o sin posibilidad de acceder a canales de autorrealización como la educación superior. Esta población es la que más hace presencia en las protestas, porque dispone del tiempo necesario para invertir en ese tipo de apuestas colectivas, experimenta con mayor intensidad las formas de opresión y explotación del mundo contemporáneo, por ejemplo mediante la precarización laboral, pero también la necesidad de establecer vínculos sociales fuertes y realizar experiencias que excedan el mundo virtual que subsume sus vidas.

Información adicional

Autor/a: Edwin Cruz Rodríguez
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo Nº275, enero 20 - febrero 20 de 2021

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