Centenario de la muerte de Franz Kafka

Las paradojas de lo irreal real, el desnudo que logra de la burocracia estatal, con sus rutinas y procederes ilógicos, con sus disciplinamientos contrarios a un deber ser justo y libre, así como de los usos y desmanes del poder, son parte de los sellos que caracterizan la obra de Frank Kafka, autor checo que en junio está cumpliendo su primer centenario de su deceso. Todo ello lo dibuja con escritura limpia y directa en textos breves pero no por ello poco inquietantes como “La colonia penitenciaria”, “La metamorfosis”, pero también en otros más extensos como “El proceso”.

Como un pequeño acercamiento a quien dibujó parte de las formas de ser y estar de los sujetos modernos, así como de las estructuras de poder a las que han dado cuerpo, y terminan determinándolo, publicamos uno de sus cuentos.

Como debiera suceder con todo autor celebrado, que este centenario sirva para motivar la lectura o relectura de la obra del creador de Gregorio Samsa.


Ante la ley

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

–Tal vez –dice el centinela– pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

–Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

–Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

–¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián–. Eres insaciable.

–Todos se esfuerzan por llegar a la Ley –dice el hombre–; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

–Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Suscríbase

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1924-2024
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Fuente: Periódico desdeabajo N°314, 20 de junio - 20 de julio de 2024

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