La pirámide social en la Universidad Nacional

Como sucede con muchos conceptos que normalmente se tienen por conocidos, pero en la medida en que uno se acerca más su sustancia se desdibuja, la Universidad Nacional en más de un sentido es una desconocida tras los lugares comunes que se asocian a ella. Caracterizarla en detalle sería objeto de un estudio sociológico del que aprenderíamos mucho, Esta es apenas una aproximación empírica que tal vez motive una ampliación del debate y estimule profundos estudios para comprenderla mejor.

Una expresión favorita de la saliente rectora de la Universidad Nacional (UN) Dolly Montoya (cargo que abandonó irresponsablemente) era llamarla “faro de la Nación”. En general, la imagen externa que se tiene de la UN oscila entre matices muy variados, incluso opuestos. Desde el respeto por ser la institución rectora, su alto nivel académico, o la dificultad para ingresar a ella, hasta llamarla nido de guerrilleros, con estudiantes que duran once años, hacen pedreas y bloqueos de tráfico sin saberse del todo sus razones.

También se habla de su honestidad intelectual y de su carácter crítico, pero con frecuencia se señala a su profesorado de burocratizado, desactualizado y poco pragmático. Su aura de autoridad del conocimiento dificulta que se la asocie con problemas de corrupción, entre otras cosas por su proverbial imagen de entidad desfinanciada y sometida a controles administrativos tan engorrosos que no dan espacio para manejos indebidos.

En general, sus egresados hablan de ella con mucho afecto y casi todo estudiante proveniente de regiones o de familias de no muy altos recursos sueña con ingresar a ella para tener una formación sólida y responsable socialmente. Se dice que las personas egresadas de sus aulas son buenas trabajadoras, pero no necesariamente de mucho liderazgo. De hecho, parece que su participación en el gobierno y en la alta gerencia de los negocios y la industria no es muy alta; son realmente muy pocos los presidentes que estudiaron en universidad pública; paradójicamente, de ese reducido grupo hacen parte Laureano Gómez (ingeniería, Universidad Nacional) y Álvaro Uribe (derecho, universidad de Antioquia), considerados enemigos acérrimos de la universidad pública. Habitualmente, la alta dirigencia colombiana se forma en el sistema educativo de las élites.

Tras esas visiones esquemáticas, hay un gran desconocimiento de lo que realmente es la UN y de su incidencia en la vida social. Y, sobre todo, de la incidencia de la vida política del país en su devenir. Un faro es una torre que proyecta luz para guiar a los navegantes, pero no se ilumina a sí misma. Develar lo que se esconde en las penumbras de su intimidad puede implicar hallazgos sorprendentes y hasta chocantes.

Se dice en su interior que ella es una caja de resonancia del país; en lo bueno y en lo malo: efectivamente, todo lo que sucede externamente resuena en ella: la diversidad cultural, étnica y social, los problemas económicos la riqueza de pensamientos, y mucho más. Y la tremenda desigualdad en lo social, incluyendo una flagrante inequidad de género. Así como en la cotidianidad nacional conviven los niños que mueren de inanición, la pobreza extrema y el desempleo con el gran lujo ostentado por las élites, en la UN se encuentra de todo. Si bien muchos la asocian con pensamientos de izquierda, en ella se encuentra ideológicamente de todo y, por lo tanto, también se dan en su interior grandes diferencias, tensiones y conflictos más o menos profundos y casi siempre poco visibles.

Un estudio, coordinado por el arquitecto Rodrigo Cortés, de la evolución del campus de la UN, relata que su construcción tuvo en principio como propósito importante ser modelo alternativo al caos urbanístico de Bogotá. En la época estaban en boga teorías como la de la ciudad jardín y se le llamaba La ciudad blanca. Al ser un proyecto urbanístico que partía prácticamente de cero, con una adecuada planeación presentaría un camino a seguir para tener ciudades más humanas y más respetuosas con la sociedad y con el medio ambiente. Finalmente, sucedió lo contrario: el campus terminó asimilando el caos bogotano, cosa que, a pesar del encanto de las primeras impresiones de quien lo visita por primera vez, salta pronto a la vista. Su lógica hoy es la de “ciudad de lotes”, donde las unidades académicas establecen unos límites estrictos que las separan del entorno, igual que en Bogotá, ciudad en la que pesan más los intereses particulares que el sentido de lo público.

Algo así podemos pensar en términos políticos y simbólicos. La Academia (toda, no solamente la UN), contradiciendo su naturaleza de institución moderna del conocimiento, tiene un funcionamiento feudal. Esas imágenes que uno asocia con la vida universitaria, ideales, porque las instituciones educativas colombianas no han sido narradas, pintadas o fotografiadas, en las que ingresar a un campus implica ver jóvenes estudiando, practicando deportes, creando, compartiendo, no dan cuenta de toda la realidad de la principal universidad del país. Sí, entrar a ella en Bogotá da una impresión de vitalidad, de luz, de verdor, de mucha actividad, pero lo más evidente es la proliferación de ventas ambulantes, la mayoría de ellas de comida, sin ningún control sanitario, hay que decirlo. Hay edificios en peligro y ausencia de lugares de encuentro para la vida propiamente escolar.

Un campus del que desaparecieron las grandes cafeterías y las residencias universitarias. Hoy en la mayoría de los edificios a lo sumo se encuentra una máquina expendedora de comida chatarra, puesta para “ampliar la oferta alimenticia del campus”, que un estudio publicado por Bien comÚN califica de “desierto alimentario”.

La base estudiantil

Si dibujáramos un esbozo de la pirámide social de la abigarrada comunidad de la UN, habría que empezar hablando del sector del estudiantado, la población más numerosa, teóricamente muy seleccionada: un artículo de la Agencia UNAL de octubre de 2022 anuncia que en ese momento se presentaban a examen 56.000 aspirantes para 5.500 cupos en sus 9 sedes. Dato inquietante para el país, de cada 10 aspirantes sólo uno llega a ser estudiante. El mismo texto señala: “El 80 % de los inscritos pertenecen a los estratos 2 y 3”.

A pesar de lo abrumador del dato de la relación aspirantes-estudiantes, la Universidad considera que un buen número de quienes ingresan ¡no tienen el nivel adecuado para las exigencias del aprendizaje universitario! Sea que, como se pretende, que la enseñanza media no está cumpliendo su cometido, sea que los exámenes de admisión tengan rasgos discriminatorios que privilegian ciertos capitales culturales sobre otros, esta es una paradoja que no se ha estudiado en profundidad.

Aquí empieza a dibujarse una suerte de estratificación en el conjunto del estudiantado: por un lado, quienes –por así decirlo– hablan el lenguaje académico con alguna soltura porque su formación anterior y/o su extracción de clase y geográfica les otorga el capital simbólico necesario para encajar en una cotidianidad académica que, de todas maneras, no se detiene mayormente a preguntarles quiénes son, de dónde vienen, cuáles son sus anhelos o sus temores. Por otro lado, personas que empiezan la carrera con desventaja porque no tienen esas mismas competencias y en ocasiones deben tomar cursos de nivelación de matemáticas, idiomas, hasta de lectoescritura o hábitos de estudio. En este grupo aparecen con frecuencia los estudiantes de admisión especial como el Programa de Admisión Especial (Paes), y el Programa Especial de Admisión y Movilidad Académica (Peama), relacionados con las condiciones de extrema pobreza, poblaciones excluidas y territorios marginalizados, grupos para los cuales las dificultades se multiplican exponencialmente.

Así, la diversidad empieza a dejar de ser una gran oportunidad y empieza a ser un problema, porque el de la Academia es un lenguaje estandarizado que no reconoce mayores matices de la diversidad cultural, étnica o de género; como si fuera una institución totalizadora congregada por una sola lógica, en la que quien no logre caber está destinado a fracasar. Incluso, que asume que todo estudiante es mayor de edad solamente porque ya está en un ciclo universitario. Eso, hay que decirlo, no es rasgo exclusivo de esta universidad, que no pierde de vista el hecho de que el territorio colombiano es amplio, diverso y muy desigual, pero las instancias que ha creado para tratar esas condiciones tienen unos recursos insuficientes, y el bienestar universitario (factor esencial para el cumplimiento de su misión) adolece de una gran precariedad, siendo algunas de sus dimensiones francamente inexistentes.

Las condiciones de vida de muchos estudiantes de pregrado que deben responder por su sostenimiento (ellos mismos o sus padres) en viviendas privadas, pueden ser muy inadecuadas. Pero la inequidad mayor tiene que ver con el modelo pedagógico, que al no explicitarse claramente y ser entregado al arbitrio del sentido común de los docentes (tema que espero tratar en un próximo artículo), puede llegar a ser altamente exclusivista.

Muchos estudiantes se adaptarán a esa lógica y serán buenos profesionales, bastantes de ellos aislados de su medio social y cultural de origen, porque habrán dado un salto social que transforma su lenguaje, sus expectativas e, incluso sus gustos y preferencias culturales. Dentro de quienes obtendrán un éxito garantizado por su capital cultural, se encuentra una minoría que pronto empezará a figurar como monitores o becarios, de manera que, transitarán con facilidad a pasantías, programas de posgrado y, eventualmente, se conectarán con sistemas de becas (la UN no tiene un programa robusto de becas, sino una serie de ayudas de diversos órdenes) y una alta competitividad para, más tarde presentarse a concursos docentes e ingresar a la planta de la Universidad. Estas son condiciones globales y ya antiguas que han sido expuestas en obras como El político y el científico de Max Weber (1919) y Homo academicus de Pierre Bourdieu (1984).

Para el caso de la formación posgradual, ya se ha naturalizado la idea de que se trata del sector privatizado de la universidad pública. En la UN es claro que, para que un programa de posgrado exista, no solamente debe demostrar su necesidad y su pertinencia según las tradiciones universitarias, también debe demostrar que estará en capacidad de autofinanciarse. Y no se trata solamente de que provea la realización de sus tareas y procesos, sino que deje un excedente para la Universidad, las transferencias –especie de contraprestación por el uso de instalaciones, talleres, laboratorios, servicios– teóricamente destinadas a mejorar la oferta del mismo, que con mucha frecuencia se usan para cubrir déficits y necesidades generales. El punto más aberrante de esta realidad se presenta cuando se habla de bienestar estudiantil (el cual incluiría temas tan esenciales como el servicio médico), punto incluido en el cálculo del costo de las matrículas (bastante altas para ser de universidad pública, por demás), pero totalmente inexistente en la práctica.

El profesorado

En una primera aproximación, el estamento profesoral presenta una gran escisión: ser docente de planta o ser ocasional, categoría ésta totalmente arbitraria, pues obedece a la forma de contratación y no a cualidades pedagógicas, aunque, en la práctica, hay una tendencia a que los docentes ocasionales sean personas jóvenes, egresadas más o menos recientes; pero no es extraño encontrar que asignaturas de mucha importancia en un programa puedan ser dictadas por ocasionales. Esta categoría de personas recibe un pago vergonzosamente bajo, pagan ellas mismas su seguridad social, sin ninguna participación en actividades colectivas y se limitan a dictar su clase. En tiempos de anormalidad académica, así como en vacaciones, tienen condiciones más problemáticas que cualquier otra persona.

A la condición de docente de planta se accede por concurso. Hay una tendencia obligatoria en relación con la formación posgradual: hoy en día, hay que tener título de maestría y con frecuencia, de doctorado. Once años de estudios superiores en el mejor de los casos (condición que no tiene una relación equitativa con los sueldos promedio). Eso no es todo, no es lo mismo un posgrado de una institución nacional que de una extranjera; no es lo mismo ingresar a un departamento u otro, ni es lo mismo estudiar programas relacionados con la “vida productiva” que con dimensiones como las artes, las humanidades. Incluso, no es lo mismo ser profesor de ciencias básicas que de ciencias aplicadas. En este último caso, el camino en la Universidad es amplio y lleno de oportunidades. El régimen salarial asume un mal principio: un régimen de premios y castigos, relacionados no con el desempeño docente o el cultivo del saber, sino con un sistema de puntaje, en el que cada producto del conocimiento puede ser objeto de la adjudicación de puntos, traducibles en dinero que, temporal o permanentemente, se vincula al salario mensual.

Este sistema no es democrático y es altamente jerarquizado; hecho a la medida de una cierta clase de docentes, en él la prioridad es la publicación en revistas indexadas. Y no cualquier revista, hace unos años, un profesor demandó a la UN porque el sistema validaba las indexaciones norteamericanas, no las europeas. Recordemos que la indexación no es más que un sistema de clasificación, privado y de pago. Este sistema divide arbitrariamente a docentes investigadores (pocos) y docentes que dictan cursos (muchos).

Para los concursos docentes solamente es tenida en cuenta como experiencia pedagógica haber dictado un número mínimo de horas en ámbitos universitarios; a veces, las pruebas de admisión incluyen “pruebas pedagógicas” que no implican la reflexión específicamente pedagógica, sino unas capacidades didácticas. En cambio, ya se abre la tendencia a exigir a los nuevos aspirantes experiencia administrativa, rasgo característico de un problema muy profundo: el solapamiento incoherente de funciones, que crea una confusión enorme. Que una persona sea una gran investigadora, no significa que pueda ser buena administradora. Administrar bien un grupo de investigación o de extensión, no significa automáticamente que pueda administrarse bien una organización de las dimensiones de la UN. Ser buen profesional no te hace buen profesor, ni ser buen profesor te hace buen político. Se puede ser un sabio en un tema disciplinar y tener un pensamiento rayano en el analfabetismo político; se puede ser un gran pedagogo y ser absolutamente torpe administrando un presupuesto. Se puede tener un gran capital cultural y ser un déspota tratando a los demás.

En la UN puedes ocupar cargos de mucha responsabilidad sin tener la menor competencia para eso. Sucede hasta en altos cargos de dirección, incluida la rectoría, que es un cargo eminentemente político con unas especificidades y unas profundidades que no admiten improvisación. Independientemente de sus valores personales o académicos, el ejercicio de la rectoría y de muchas decanaturas, en demasiadas ocasiones se han puesto en manos de personas incompetentes para el ejercicio político, que, en consecuencia, se han prestado para la degradación del espíritu universitario, que nunca representaron el sentimiento y el pensamiento de la comunidad universitaria y manipularon nociones como autonomía o libertad de cátedra, asumiendo una apariencia de técnicos apolíticos y eficientes, de manera que han actuado como representantes oficiosos del sistema educativo y no de la comunidad educativa. Con el profesor Leopoldo Múnera, la Unal cuenta por fin, después de mucho tiempo, con un rector con un gran conocimiento de la política en educación superior.

Una consecuencia de la proliferación de personas valiosas en su campo, pero actuando en otros en los que no tienen conocimiento ni experiencia, es que se transforman en tiranos; así, la cotidianidad se llena de abusos de poder de todas las dimensiones.

Empleados, trabajadores

La estructura administrativa presenta la misma tendencia de diferenciar una élite que tiene todas las facilidades y una masa difusa que tiene muchos matices. Hay en este centro de estudios un contingente de personas, asistentes, empleadas, secretarias (muchas son mujeres) que sostienen la vida cotidiana de la institución con un gran sentido de pertenencia; que la conocen en detalle, dialogan con sus comunidades, trabajan más allá de sus obligaciones, normalmente con sueldos bajos y sin contrato de planta, mientras el mérito muchas veces se atribuye a sus jefes. Y hay asesores de alto nivel, que incluso dirigen secciones enteras y toman decisiones por la institución, frecuentemente sin conocerla, y devengando mucho más porque no están sometidas al régimen laboral, sino a la voluntad directa de sus jefes.

Existe en la UN, como en toda la administración pública, un número significativo de empleados y trabajadores de planta, aunque la tercerización descrita en el segundo artículo de esta serie lo ha reducido, que garantiza que los múltiples procedimientos institucionales se realicen: los empleados de escritorio (bureau, en francés), que velan por el cumplimiento de las normas. Otra cosa es el régimen burocrático, que surge cuando quienes deben decidir las normas son incompetentes para eso o están declaradamente al servicio de intereses ajenos a la Universidad. En las últimas dos décadas, en ella el cumplimiento de la regla per se ha sido la prioridad, de ahí deriva mucho de su pérdida de sentido institucional.

Los capuchos

Walter Benjamin en su Libro de los pasajes lanza una mirada muy crítica a las ciudades modernas. En los pasajes, mezcla fantasmagórica de interior y el exterior, calles cubiertas, exhibición de la novedad de las industrias del lujo; laberinto en cuyos rincones oscuros medran el juego, el robo, la prostitución, encuentran su lugar personajes marginales como el deambulante, el estafador, el conspirador. La Ciudad Blanca tiene también sus sectores sombríos. ¿Cómo ignorar actividades que se pueden relacionar con usos mafiosos del suelo? ¿Cómo ignorar a los capuchos, de los que nada sabemos? ¿Quiénes son, de dónde vienen, a qué intereses sirven? ¿Son todos de la especie del revolucionario irreductible que no se contenta con pequeñas reformas que maquillan la miseria del régimen de vida de la mayoría de la población silenciada, que asiste a clase con hambre y duerme en un colchón de papel periódico trenzado, sin jamás aceptar ninguna acción que vaya en contravía de su honrado y radical anhelo de un mundo mejor aquí y ahora para todos? ¿O también los hay que ejercen actividades francamente delincuenciales? ¿O pueden ser, incluso, infiltrados de grupos que odian y temen la universidad pública y su pensamiento crítico?

¿Cómo caracterizar todo un sector de la población, parte de cuya esencia es, precisamente, mantenerse en el terreno de la no caracterización, de la tierra de nadie?

De la UN mucho se desconoce. Un informe (Persistencia de la desigualdad en la educación de Colombia: un análisis histórico, 2023) del Banco de República presenta una imagen muy clara de la desigualdad educativa en Colombia. Inicia con algo que todo el mundo sabe: “[…] en Colombia, como en otros países en desarrollo, el acceso a la educación de calidad ha sido históricamente desigual, afectando principalmente a los grupos sociales y étnicos vulnerables”; esta realidad contundente no ocupa mucho el pensamiento de las élites universitarias, para las cuales la realidad se mide con indicadores abstractos, publicaciones en revistas indexadas e informes de gestión inflados; que llaman a eso meritocracia, que se desinteresan de la vida real de sus comunidades y no desean que la verdadera imagen de la universidad pública colombiana haga parte del debate público.

*    Escuela de Artes Plásticas. Doctorado en Arte, Arquitectura y Ciudad, línea “Estética y Crítica” Universidad Nacional.

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Información adicional

Esbozo
Autor/a: Miguel Huertas Sánchez
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo N°314, 20 de junio - 20 de julio de 2024

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