Contra todas las apariencias del método científico, es la experiencia de narrar historias y saberlas narrar particularmente, lo que nos ha hecho humanos, y ha hecho del mundo un hogar posible.
El método científico fue un acontecimiento único e irrepetible en la historia de la humanidad, con inmensas consecuencias en muchos órdenes. El método científico se incuba en el siglo XIV, pero emerge como tal en el siglo XVI, inaugura la Modernidad y sienta las bases del capitalismo: filosófica, y económica y políticamente. Hasta el día de hoy.
Gracias al método científico logramos superar las pestes —la peste negra y la peste bubónica—, descubrimos que los homúnculos y los espíritus animales eran ilusiones y que el cuerpo humano era bastante más que una máquina. En materia de salud, el método científico hizo posible que, a la postre, ganáramos una vida de más, con lo cual la humanidad como un todo ha ganado tanto en esperanzas como en expectativas de vida. Asimismo, la ciencia clásica y moderna permitió el desarrollo de las nuevas ciudades con resultados sorprendentes en materia demográfica y económica. El mundo se volvió un espacio pequeño —de acaso seis o menos grados de separación—, y comenzamos a hacer del sistema solar una especie de antejardín inmenso de nuestra casa.
Perdimos numerosos miedos y temores ancestrales, y las capacidades de explicación y comprensión nos permitieron tocar, literalmente, el infinito; e infinitos infinitos. Nuevos materiales se descubrieron y se crearon y entendimos, al cabo que este universo tenía una edad bien determinada; y que su comienzo bien implica también su final. Las escalas de tiempo se ampliaron magníficamente, y se crearon numerosos lenguajes, conceptos, teorías, ciencias y disciplinas que permitieron conocer la realidad y a nosotros mismos como jamás antes había sucedido en toda la historia de la vida en el planeta.
El método científico produjo, sin embargo, numerosos errores: las guerras en Europa, centenarias siempre, y las guerras exportadas a otros continentes. Auschwitz, Buchenwald y Dachau, por ejemplo, fueron engendros de la ciencia moderna, no cabe duda. Así como también lo fueron los Gulags y lo son los Guantánamos y Abu–Ghraib. Al fin y al cabo la historia humana no es, en absoluto, un fenómeno lineal y plano.
Los éxitos de la humanidad como un todo se deben, en una lectura singular, a lo mejor de la ciencia y la tecnología modernas y actuales. La vida se hizo más amable y a la vez nuevas sorpresas aparecieron y estamos tratando de acomodarnos a ellas, tales como la web 2.0, la web 3.0, y lo que ellas implican y conllevan.
Sin embargo, es verdad que el método científico ha venido siendo radical y estructuralmente cuestionado y transformado recientemente. El modelo de la ciencia clásica no es intocable, y los métodos, lenguajes y aproximaciones modernas han venido siendo seriamente cuestionados y modificados. Vivimos, literalmente, una revolución científica. Sólo que, como ha quedado desde los clásicos de la idea de revolución científica, toda revolución semejante es también, al mismo tiempo y de forma necesaria, una revolución social, cultural y política. Nos encontramos, por tanto, en medio de una auténtica revolución política.
Como quiera que sea, antes, mucho antes del método científico ya existían otras formas de racionalidad, siendo acaso la más apasionante, humanamente hablando, la literatura en todas sus formas: el relato. O la ficción. Desde cuando los antiguos primates se bajaron de los árboles y se decidieron —acaso porque no tenían una opción mejor— recorrer la estepas africanas, los relatos alrededor del fuego fueron una costumbre milenaria.
Ha habido tiempos tranquilos y turbulentos a lo largo de la historia, aquí y allá, pero narrar historias ha sido una constante con la que los espíritus se han alimentado para calmar las tribulaciones. Incluso, cuando llegue el Armagedón, en cualquier forma en que haya de acontecer, seguramente lo último que hagan los seres humanos será contarse unos a otros los amores y las ilusiones, las penas y los esfuerzos que llevaron a cabo, o los que quedaron truncos.
No serán ecuaciones y demostraciones, ni tampoco observaciones, hipótesis y conjeturas las que quedarán: así como tampoco fueron las que antecedieron a la aventura de ser humanos. Serán relatos, narraciones, historias, poemas y ficciones de todo tipo, escritos y hablados, acaso incluso filmados, en audio o en hologramas, por ejemplo, los que habrán de acompañar el final de los tiempos, o el nacimiento de mundos nuevos.
Las categorías son episódicas, y los conceptos sufren su historia. Las fórmulas sobrevuelan los aires, pero lo que queda ante la cultura no son los tecnicismos, sino los significados de las mismas; esto es, las interpretaciones y los relatos que implican.
Pues bien, existe una lógica no–clásica que reconoce estas circunstancias. Se trata de la lógica de la ficción, desarrollada en los años 1970, originariamente por J. Woods. Gracias a ella deja de haber oposiciones y distinciones, y acaso jerarquías y diferencias entre categorías, métodos, demostraciones y fórmulas de un lado, y relatos, metáforas, historias y narraciones, de otra parte.
Antropológica y lógicamente, en la base de la racionalidad humana, tanto como en la base de la experiencia humana, está el hecho de centrarse ante un texto escrito, o ante un relato oral y recrear de mil maneras los acontecimientos y el tiempo. Al fin y al cabo, la escritura es tan sólo la memoria de la palabra hablada.
Contra todas las apariencias del método científico, es la experiencia de narrar historias y saberlas narrar particularmente, lo que nos ha hecho humanos, y ha hecho del mundo un hogar posible.
Mientras viajen a otros planetas, los astronautas y futuros terraformadores, después de hacer las tareas técnicas y de experticia se contarán a sí mismos sus historias, sus amores y sus sueños. Y ello les permitirá hacer de la espera un tiempo amable.
Narrar historias, saber leerlas y saber escucharlas es de todas la experiencia más auténtica de la aventura humana. Y esas historias están repletas de otras historias, reales o ficticias. Pues mientras que el método científico es concluyente, el universo de la ficción es esencialmente abierto e indeterminado. Cuenta Henry Miller que cuando estaba por terminar una novela cerraba el libro. Y se dedicaba por horas, días y semanas a imaginarse el final del libro y lo que hubiera podido suceder y lo que no.
Al fin y al cabo la libertad de la ficción es la libertad misma de imaginar, y nada permite conocer el mundo y a nosotros mismos como los ejercicios de fantasía e intuición.
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