El diálogo, en la historia del Estado y de la civilización occidental, ha sido más una excepción que una regla. Y tanto más en la historia de América Latina.
Sostiene, no sin sólidas razones, el subcomandante Marcos que en la historia de la humanidad ha habido tres guerras mundiales. La primera comenzó en 1492 y abarcó el Descubrimiento y la Conquista. Fue una auténtica guerra mundial que diezmó bastante más que las dos guerras mundiales eurocéntricas. La segunda guerra mundial fue la de 1914–1918, y la tercera guerra mundial fue la de 1939–1945. Esta observación permite identificar que el concepto mismo de guerra mundial, tal y como ha sido enseñada y transmitida, es eurocéntrica. Pero que la verdadera debacle mundial aconteció en un período largo que abarca más de dos siglos, y en la que África misma se vio involucrada.
La historia de las guerras es justamente la historia de la ausencia de diálogo, y por tanto, de entendimiento. En América Latina, a esta historia se suman las distintas invasiones y las dictaduras militares; incluso, a la sazón, la historia de los populismos variopintos y los caudillos de toda clase.
El diálogo ha sido un tema que con luces diversas ha ocupado a la filosofía, notablemente —ese espacio de lo posible y la libertad de pensamiento—. En la historia reciente, Buber lo plantea en un texto clásico (1923) en Tú y yo; Lévinas hace del tema del rostro del otro y el encuentro con el otro como tal el eje de su pensamiento: De la existencia al existente (2006), El tiempo y el otro (1993), Humanismo del otro hombre (1993), por ejemplo. Ya Merleau–Ponty ha hecho del otro y la experiencia del diálogo un motivo central de su propia existencia. La filosofía, esa dimensión desde la que cabe pensar la utopía.
La historia colombiana ha sido fundamentalmente la de la violencia. Los estudios clásicos permiten identificar por lo menos cuatro momentos en la historia de la violencia: la Conquista y el Descubrimiento y las guerras indígenas; las guerras de independencia; las guerras del siglo XIX y las numerosas Constituciones; y la violencia que desde el 9 de Abril pasando por la creación de las guerrillas liberales de las Farc y el Eln (principalmente) se prolonga hasta la fecha. A estos cuatro momentos hay que aunar la violencia del narcotráfico y el paramilitarismo, auspiciado por fuerzas del Estado y de los más importantes sectores industriales (S. Mancuso).
Políticamente, la historia de Colombia se corresponde con la historia del cacicazgo, el caudillismo, la tensión centralismo–federalismo, y el muy fuerte carácter del presidencialismo desde Bolívar hasta la fecha. La política ha sido, grosso modo, la historia de componendas y arreglos, de asimetría de información, en fin, de beneficio propio, acompañado de corrupción y enriquecimiento ilícito. Con notables excepciones, desde luego.
El diálogo, como ya lo enseña Sócrates, el primero, a través de su discípulo Platón, tiene lugar con quien posee otro rostro, otros intereses, otras creencias y valores, otra cosmovisión e historia. El diálogo es el lugar en el que emergen las diferencias, y en la que los acuerdos, si acaso, llegan al cabo.
Desde la llegada de los españoles, en la mesa de “diálogos” se impuso siempre el arma como testigo de conversaciones conducentes siempre a la coerción y el sojuzgamiento. Con un arma no se dialoga. Las armas cortan el espacio y la esencia misma del encuentro de diferencias. El diálogo tiene lugar como desplazamiento de las armas del espacio público.
Con un militar, un policía, un guerrillero, un paramilitar, un narcotraficante o un delincuente común, que esgrimen abiertamente sus armas o las exhiben con sigilo entre las ropas o en las esquinas no ha sido posible el diálogo. Y con todo lo que ellos expresan y representan, exhiben y enarbolan. La historia del diálogo ha sido, históricamente, la historia misma de procesos civilizatorios en las sociedades.
Pues bien, en Colombia, según parece, estamos intentando entrar, por primera vez en toda la historia, a una cultura del diálogo. El locus es La Habana, y el motivo, la firma de la paz. Las más profundas esperanzas, los dolores más recónditos, los temores y desconfianzas fundadas en experiencias anteriores, las historias más abstrusas y realistas —todo ello se pone, abiertamente, sobre la mesa, a plena luz del día.
Se debaten temas de fondo, y se traducen conceptos. Se plantean tácticas y estrategias, y se integran metáforas. Se asumen compromisos y se eliminan términos molestos. Se llega a conclusiones provisionales y definitivas al mismo tiempo, y se transforma el lenguaje mismo. Y una cosa: se estrechan las manos, se mira de frente a los ojos, se leen las arrugas, los rictus y se interpretan los ademanes y los gestos. Una cultura del diálogo exige una voluntad de acuerdo y reciprocidad mutuas entre las partes.
En un mundo multipolar, multilateral, globalizado e integrado de múltiples y distintas maneras, en un mundo diferente de suma cero, el diálogo no sucede únicamente entre dos partes, pues existen otros participantes que inciden como garantes y participantes, como testigos y con derechos diversos. Esta es exactamente la diferencia entre los diálogos platónicos y a los que asistimos hoy en día.
La posibilidad de una cultura del diálogo puede significar una verdadera inflexión en la historia nacional. Que es, bastante más que nacional, pues lo local y lo internacional confluyen al mismo tiempo. Nada garantiza que los gobiernos y las partes aprendan de las experiencias pasadas. Pero existe una suficiente capacidad de apuesta para apuntar hacia el futuro posible.
Contra la historia de segregación y violencia, de guerras y muerte, de exclusión y eliminación, una cultura de la paz al mismo tiempos se alimenta de, y conduce a, paz y entendimiento, compromisos mutuos, y apuestas decididas, y esos intangibles notables que son: más y mejor democracia, solidaridad, cultura, medioambiente, paz, investigación, educación y salud, y mayores y mejores esperanzas y expectativas de vida. Y eso no es poco.
Una observación puntual: en Colombia existe una forma de encuentro intelectual, pero que propiamente no coincide con el diálogo: los cafés y las tertulias por parte de intelectuales. Pero, como es sabido, antes que el diálogo, en ellas prima la inteligencia y el mamagallismo, la lúdica y el sarcasmo, entre otras expresiones, junto a la creatividad, el desafío y el juego.
Leave a Reply