
El retorno de Uribe, dicen muchos. Pero la cuestión no es tan simple. Un renovado juego de alianzas, para desgracia del pueblo colombiano, se impuso, de nuevo, en el ejercicio del poder político electoral. Examinarlo es indispensable para definir las alternativas del futuro.
Desde el principio intentó lucir diferente, tal vez por una pizca de orgullo personal, o porque, en Colombia resulta más cómodo y, sobre todo rentable, ubicarse en el centro. Una pretensión inútil, sin embargo. No había más que decir: era simplemente “el que había dicho Uribe” y bastaba examinar el talante de quienes lo exhibían en la feria electoral. Marta Lucía, José Obdulio, Ordóñez, Vivian y la bancada de congresistas acaudillados por Paloma. Pero fue después de la primera vuelta de las presidenciales, una vez eliminado su principal contendor en el imaginario derechista, Germán Vargas Lleras –el preferido del establecimiento– cuando comenzó, en forma definitiva, la operación maquillaje. Sólo que ahora ya no era en su favor sino en interés de los verdaderos protagonistas sociales. En favor del status quo.
El salón de la belleza política
A la operación contribuyeron varias presiones que fueron conformando un clima de opinión. De una parte, la satanización de la presunta polarización. “Ninguno de los extremos representa una opción de unidad, que es lo que necesita Colombia”, insistía Fajardo; actitud falsamente neutral que se intentó materializar con el voto en blanco. En el mismo sentido pero con una salida “optimista” se pronunciaba El Tiempo: “Esta tendencia a alejarse de los radicalismos ha sido oportunamente leída por Iván Duque y Gustavo Petro quienes en las últimas tres semanas, especialmente, se han esforzado por moderar posiciones extremas y mostrarse, en buena hora, más cercanos al centro […]” (1). Salida que hacía más creíble la “conversión” de Duque. En realidad el que contaba era este último ya que el argumento del desplazamiento al centro nunca se aplicó de manera simétrica: a Petro, por definición, no se le podía creer así lo jurara una y otra vez. De todas maneras, en el colmo del optimismo, para algunos especialistas en pensar con el deseo ya daba lo mismo cualquiera de los dos: “Si es Duque, deberá traicionar a quienes quieren bloquear la implementación del acuerdo de paz y abrir el gobierno a la concertación popular, para liderar un cambio social que se volvió inatajable […]” (2).
Este aspecto, el de la independencia frente a su mentor, ha sido, desde luego, el más difícil de vender; aunque sólo fuera por el hecho de que Uribe no permitiría otro “traidor”…. A menos que la “independencia” fuera pactada. Para algunos podría ser sencillamente un resultado de la multiplicación de acreedores políticos que vino después de la primera vuelta, con el apoyo en masa de todos los partidos políticos del status quo. Lo cierto es que se había vuelto una necesidad para el conjunto de la burguesía, y así se intentó demostrarlo, contra toda evidencia. Otro columnista del mismo periódico, declarado antiuribista, hizo explícito un artilugio que ya se había hecho popular en ciertos círculos de opinión. En realidad –se argumenta– los polos son Uribe y Petro, de modo que Duque vendría a quedar en el centro. Y lo repite casi como un acto de fé. “¡Y yo le creo! Le creo porque lo conozco y conocí a su padre. El pasado familiar de Duque es impecable y su vida lo ha sido también. No veo a Duque siendo el títere de Uribe […]” (3).
Es posible que el recurso desesperado de proclamar “es de los nuestros” no haya sido del todo convincente, pero sí obraba como una notificación a los oídos del propio beneficiario. ¡No es que sea independiente sino que debe serlo! En la cúspide del poder la cuestión estaba clara: dado que Vargas Lleras definitivamente no pudo recuperarse, había que expropiarle el candidato al incómodo Uribe. Ya se sabe que la gran burguesía, aunque muy bien se aprovechó del trabajo sucio de este último, no estaba dispuesta a entregarle otra vez el país a la rufianesca fracción narco terrateniente; opinión seguramente compartida en Washington después de cumplida la cruzada anticomunista. Pero la realidad electoral obligaba a hacer algunos ajustes. El disgusto tampoco era tan grande, ni las contradicciones tan irreconciliables como para no hacer concesiones. Uribe, por su parte, prefería asegurarse por varios años más, al riesgo de jugar al todo o nada.
El nuevo look de Duque iba encaminado sobre todo a proporcionar tranquilidad a los electores que iban a tomar una decisión que antes les resultaba incómoda. Tal era el propósito, en general, de toda la cantinela de los centristas “formadores de opinión” quienes, en el fondo, no suelen ser tan centristas (el mismo Zuleta lo declaraba con toda franqueza: “Le tengo más susto a Petro que a Uribe”). Y lo lograron. Una rápida aritmética con datos preliminares nos indica que los 10,373,000 votos por Duque, representan un incremento de 2,76 millones de votos sobre la primera vuelta. Ahí, lógicamente se encuentran los 1,4 millones de votos de Vargas Lleras y hasta los 200.000 de De la Calle; sin embargo, como el voto en blanco apenas superó los 800.000, quiere decir que, por lo menos, 1,1 millón de votos vinieron de los fajardistas.
El segundo objetivo de la operación de maquillaje era más fácil. Vender una imagen de candidato renovador y refrescante. Muy fácil en un país en donde se cree que ser joven equivale a tener ideas jóvenes. Un candidato risueño y bailarín al que le gusta el fútbol y las “redes sociales”. Se proyectó entonces la idea de “nuestro” Macron, o “nuestro” Trudeau. Esto significaba, por supuesto, meter en el armario las consignas más conservadoras, así como las propuestas económicas e institucionales más controvertibles. Y así se ajustaron las nuevas “ideas fuerza” de su campaña: educación, ciencia y tecnología, respeto al medio ambiente y lucha contra la corrupción; salud y erradicación de la pobreza. Parecería que se robaba las consignas de sus oponentes, lo cual es relativamente fácil pues en el nivel de las generalidades todo el mundo queda bien –téngase en cuenta que sólo a Petro los periodistas le exigían el “cómo”: múltiples precisiones y hasta cifras.
En cierto modo se trataba de una disputa por el mismo electorado de Fajardo y de Petro que, según todo parece indicar, estaba conformado, en parte, por jóvenes universitarios (estudiantes y un buen número de los profesores). Claro está que ellos no debieron aportar más de tres millones de votos. Para darnos una idea, observemos que, según el Ministerio de Educación, los matriculadors en el 2016 suman 2.394.434 de estudiantes. Incluidos los docentes, solamente pasamos de dos millones y medio de posibles votantes. Los jóvenes, por supuesto, son muchos más (4). Se estima que hoy en día más de 8 millones de personas estarían entre 20 y 30 años.
Por supuesto, la influencia de las ideas llamadas juveniles, en vista de que confieren cierto prestigio, se extiende a muchos otros grupos de edad. Entre estas ideas se encuentran precisamente las evocadas en las mencionadas consignas, en especial aquella confianza iluminista en el poder redentor y progresista de la educación. La proyección de Duque como un “joven” le proporcionaba además otro atractivo, ese sí gratuito y contra toda evidencia: como tal joven, lo más lógico es que procediera a renovar las “costumbres políticas” y por tanto ¡a erradicar la corrupción!
El espinoso asunto de la paz
En este grupo de población –que podemos identificar mejor como jóvenes escolarizados de clase media urbana–, un asunto resultaba ser el más delicado del debate electoral: la paz, y más concretamente los “acuerdos de paz”. Y cabe referirse a este grupo porque en los demás sectores parecía haber, de manera nítida, una definición ya tomada. Es decir, en la relación candidato-paz. Sobra recordar el éxito de la campaña uribista alrededor de que el costo de la paz no podía ser la impunidad para los de las Farc. Pues bien, en Colombia ha tomado fuerza, de un tiempo para acá, un movimiento similar al conocido a principios de los años sesenta en los Estados Unidos, como expresión de fatiga con la guerra (para ellos la de Viet Nam): paz y amor eran sus divisas. No puede calificarse de subcultura como aquel, pues carece de símbolos novedosos, ropas distintivas y música propia, pero sí se trata de una poderosa fuerza motivacional materializada en nuestra sociedad. Varios son los determinantes: la repugnancia y el terror frente al ejercicio cotidiano y despiadado de la violencia –en la mayoría de los casos relacionada con la criminalidad y el narcotráfico–; pero también, como aporte de otros grupos de edad, la fatiga y el arrepentimiento de una generación (o sus sobrevivientes) que creyó en la posibilidad de una guerra revolucionaria. Se trata, pues, de un fenómeno juvenil que viene desarrollando un discurso sobre la violencia, con un diagnóstico centrado en la intolerancia y que ve la alternativa en la inclusión y la reconciliación.
Para Duque, a pesar de todo, se había convertido en una rémora aquella fanfarronada de “hacer trizas los acuerdos” con la que los medios terminaron identificando al Centro Democrático. Un inconveniente en la campaña electoral, claro está. A la burguesía, en su conjunto, en realidad, no le preocupa la hostilidad contra el Acuerdo de Paz. Es más, a través de Santos, supo muy bien aprovecharse, durante la negociación, de la algarabía de esta fracción política detestable y anacrónica, para que le ayudara a equilibrar el resultado, limitando las aspiraciones de las Farc. Pero además, sabe muy bien que el interés de Uribe no se orienta, en guarda de la “sacrosanta justicia”, a evitar la impunidad sino, por el contrario, de manera más pedestre, a asegurarse la suya. El “presidente eterno” se siente en un riesgo cada vez mayor. En síntesis, a la burguesía no le llama la atención “hacer trizas los acuerdos” pero tampoco va a defender a las Farc. (Santos lo entendió muy bien: en la “implementación”, con su apoyo o sin él, los Acuerdos viven una constante desnaturalización). En el mismo sentido, es claro que la burguesía no va a atacar a Uribe pero tampoco va a defenderlo. Siente que basta con manejarlo durante otro cuatrienio, hasta su hundimiento o su eclipse que es lo mismo.
Es por eso que Duque pudo repetir hasta el cansancio que no iba a “hacer trizas el Acuerdo”, que bastaba con hacerle algunos “ajustes”. Por supuesto; da lo mismo. Es obvio que un acuerdo bilateral no puede ser modificado unilateralmente. El que una de las partes lo modifique significa dejar de reconocer lo establecido por la otra y por tanto equivale a burlarse de lo firmado. Es eso realizado bajo la presidencia de Santos. En esa línea de continuidad Duque tiene muy claras sus tareas en relación con el Acuerdo. Todo gira alrededor de los “ajustes” a la JEP. Poco a poco, militares, paramilitares, parapolíticos, y “terceros”, recibirán beneficios, y nunca se tomarán en cuenta los grandes y poderosos responsables de los crímenes de guerra y de la utilización de la violencia para el logro de sus intereses particulares. En cuanto a los diálogos con el Eln, ya ha dejado claro que su estrategia consiste en colocar unas nuevas condiciones para el mismo, condiciones absolutamente inadmisibles para la insurgencia; el único desafío, en el plano de la política y los medios de comunicación, se referirá a quién va a asumir el costo político de levantarse de la mesa.
El futuro de la paz, sin embargo, no reside, como parecen creerlo muchos colombianos, en los acuerdos con las insurgencias. La violencia, en realidad, no ha cesado. Porque ha sido un vehículo, principalmente, como lo comprueba nuestra historia, para eliminar las resistencias sociales y políticas frente a diferentes proyectos económicos y forzar reordenamientos territoriales. También aquí lo que puede preverse es la continuidad. Duque, es apenas un pequeño actor dentro del conjunto de fuerzas que suelen poner en práctica la violencia, y aunque en su propaganda haya sugerido lo contrario, no va a hacer nada para impedirlo. Su silencio es lo mínimo que se espera. Y es a lo que han aspirado muchos ilusionados. No obstante, existe ya un panorama preocupante que combina diversos rasgos: asesinatos selectivos e impunes de líderes sociales, amenazas por parte de supuestos grupos criminales, hostigamiento jurídico y mediático, judicialización de líderes sociales “sospechosos” o abiertamente acusados. Se ha conformado ya un marco político y jurídico, impulsado, entre otros, por la fiscalía. Obviamente el triunfo de Duque puede, en sí mismo, entenderse como un mandato claro y una garantía de impunidad; falta ver si el nuevo gobierno, además, va a jugar un papel activo y protagónico en este sentido. Este es, pues, el verdadero mentís a la prometida paz. Y es la principal prueba que tendrá que afrontar el movimiento juvenil.
La batalla del status quo
Más allá de las apariencias, el verdadero eje del proyecto maquillado es la continuidad; una continuidad de veinticinco años, o más. Fue por eso que, ante la opinión pública, el nudo del debate terminó siendo únicamente el riesgo del “cambio”. Tenemos unas instituciones democráticas y no podemos arruinarlas, se dijo. Lo primero que se exorcizó fue, en consecuencia, el fantasma de la “asamblea constituyente” que en ambos lados se había mencionado. Duque sencillamente lo olvidó y Petro improvisó un pobre argumento: ¡con un Congreso renovado ya no será necesaria! Pero sobre todo, continuaba la cantinela: tenemos una brillante tradición de política económica prudente que ha mantenido el respeto a “los fundamentales macroeconómicos” –o sea el neoliberalismo– y es algo que no podemos poner en riesgo. Salta entonces la liebre: ¡el peligro del “populismo”! Un engendro satánico que en todo el mundo se identifica con re-estatización y gasto público social. Y, en vocabulario de moda, con el Castro-Chavismo.
Con esta operación quedaba perfilado el “extremo”. Quienes proponen cambios azuzan la polarización. Duque entonces es el centro y el que mejor puede propiciar la concordia y la reconciliación. Ahí cayó en la red buena parte del fajardismo. Y lo que es peor, se convirtió en la condición chantaje que puso la parte restante de éste. Antonio Navarro, después de anunciar que Petro era el cambio, alcara, sin titubeo alguno: “[…] nosotros le hemos puesto una condición: no ande demasiado rápido, no de saltos al vacío […] el cambio se necesita pero hay que darlo paso a paso […]” (5). Y culmina con algo que también aparecía en las tablas de la ley que Antanas le hizo firmar al candidato de la Colombia Humana: ”respete la propiedad privada…”!!! Como quien dice, Petro ya iba quedando ajustado al gusto de la burguesía, para el caso de que sucediera lo menos probable: que ganara.
Desde luego, el designado por las alturas del poder era Duque. La continuidad neoliberal es la prenda de garantía. Las tareas encomendadas son bien conocidas, a algunas les llaman reformas pero significan más bien una profundización del modelo o un “perfeccionamiento”. Por sobre todo, atracción de la inversión extranjera y reforzamiento del modelo extractivista exportador; políticas encaminadas a seguir ampliando el mercado para el capital financiero: privatización y bancarización; consolidación de los proyectos agroindustrial y de infraestructura. Y, entre las reformas, la fiscal, la laboral y la peor y más importante de todas: la pensional. Es decir, la eliminación o marchitamiento del sistema público. Como resalta en muchos países, los Fondos de Pensiones constituyen la fuente más cuantiosa e importante de capital dinero, bien sea para especular en el mercado financiero internacional o para aplicarla a grandes obras de infraestructura, con todo y corrupción. Lo peor es que los congresistas la aprobarán fácilmente a cambio de que no toquen sus privilegios y los de los altos funcionarios del Estado; privilegios que deberían ser el objeto de una verdadera reforma. Tal es el ominoso futuro que nos espera.
La nueva mascarada
Al decir capital financiero estamos indicando cuál es la fracción burguesa que ostenta la hegemonía. Es la que articula el renovado proyecto del joven candidato, y hoy presidente, en nombre del conjunto de la burguesía. El problema con el grupo ordinario y lumpenesco del uribismo consiste en que es también neoliberal pero ha buscado, de manera descarada, dividendos particulares. Se trata ahora de hacer general la política particular. Un exministro neoliberal y excontratista del Banco Mundial, que ahora oficia de columnista, y votó por Fajardo, lo decía en tono compungido a propósito de la “confianza inversionista”: “La diferencia de opinión en materia tributaria entre Uribe y los economistas ortodoxos es la de que nosotros preferimos favorecer TODAS las empresas y él sólo ALGUNAS (subrayado del autor)” (6).
Pero, claro, había que hacer concesiones y la plutocracia financiera nunca ha tenido problemas en ese sentido. Formada en y para la especulación, es decir en el casino, carece de escrúpulos, no escatima ningún arma ni trampa y no se espanta ante la corrupción. Y lo más importante: carece de proyecto de desarrollo. Se burla del largo plazo. Exuda la filosofía del negociante, la del día a día. Hoy tenemos extractivismo, probablemente Petro tenga razón y las reservas han de agotarse, pero eso no importa, lo que cuenta son los millones de hoy y para ello basta con las mejores garantías jurídicas. He ahí su única religión. Un fundamentalismo neoliberal: eso es lo que necesita.
Duque no tiene, por supuesto, ningún problema para cumplir este encargo. A la burguesía le bastará con colocar en los puestos claves de su gobierno a representantes destacados y de confianza de la tecnocracia. Pero el Presidente, necesariamente, tiene que responder a los diferentes patronos. Conservará, por lo tanto las ventajas y las garantías de las que gozan los tenebrosos poderes locales, esencia del Uribismo. Las concesiones que ya son conocidas, o más, dependerán de las resistencias sociales. Lo cierto es que el programa de Uribe va a desarrollarse principalmente a través del Congreso. Curiosa paradoja la que nos tocó en suerte: una autocracia parlamentaria.
Duque puede jugar entonces a la división del trabajo, y dedicarse a embellecer el régimen del terror. ¡El pobre joven no tiene la culpa! En eso ya le están ayudando algunas de las almas buenas de la opinión pública. De ser un hombre maquillado pasará a ser un maquillaje sin hombre. Sin embargo no hay que engañarse, lo fundamental del terror estará en la política económica. Precisamente por el carácter extremadamente antipopular que tendrá ésta, Duque se verá obligado, como equilibrio y fórmula de distracción, a recurrir a un tema más popular, al de mayor acogida entre los ciudadanos: la seguridad. Y es en nombre de la seguridad, el orden y las buenas costumbres, que va a justificar cualquier medida represiva. Quedan así conciliadas las diferentes exigencias de sus patronos. Al terror de la economía neoliberal tendría que añadirse el terror desembozado de la violencia física. La burguesía financiera sigue en el poder, sólo que ahora vuelve a tener la máscara monstruosa de la mafia.
1. Editorial. “Democracia Viva”, El Tiempo. 17 de junio de 2018, p. 1.16
2. Alejandro Reyes “Duque, Petro y el centro” El Espectador, 17 de junio 2018, p. 56
3. Felipe Zuleta Lleras, “Los peligros acechan”, El Espectador, 17 de junio 2018, p. 59
4. La cobertura de pregrado, por ejemplo, se calculaba en 51.5 por ciento ya que, según la misma fuente, la población entre 17 y 21 años sumaría en ese mismo año 4.336.577.
5. Mensaje audiovisual anunciando su voto.
6. Perry, Guillermo “Hablando de confiancitas” El Tiempo, 29 de abril de 2018, p. 1.19. Destacados del autor.
*Investigador social. Integrante del Consejo de Redacción, Le Monde diploamtique, edición Colombia.
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