Medellín, 6:30 a.m. Una moto zigzaguea entre los carros mientras una fina llovizna cubre el Valle de Aburrá. El conductor, con su chaqueta impermeable a medio cerrar, recibe un nuevo pedido en su celular: tres desayunos rumbo a El Poblado. Aprieta el acelerador. El día apenas comienza.
En la ciudad de las montañas y la eterna primavera, donde el clima cambia con el ánimo del cielo y las pendientes desafían los frenos de todo tipo de automotor, miles de personas salen a buscar todos los días el sustento sobre ruedas. No tienen jefe directo ni horario fijo, ser joven sin experiencia, no es problema. En teoría, todos los “socios” son autónomos. En la práctica, están atados a los algoritmos que dictan sus rutas, sus horarios y, más importante aún, sus ingresos.
Las plataformas digitales de reparto, como Rappi, y de transporte, como Uber, Picap, entre otras, prometieron una revolución en el mercado laboral: “independencia, libertad y la posibilidad de manejar tu propio tiempo”. Una promesa pronto diluída ante la realidad: la persona que por múltiples razones no puede acceder a un trabajo formal y en su desespero no tiene más opción que recurrir a estas plataformas, se ve relegada a un régimen de explotación en el cual, para ganar el dinero que le demanda su manutención mensual. Debe trabajar en las horas más exigentes, sin importar las condiciones climáticas y de tráfico de la ciudad, sorteando el riesgo de accidentes y la inseguridad del entorno.
Es extenuante. Quienes así se rebuscan el pan de cada día deben estar disponibles cuándo y dónde el algoritmo los necesita: fines de semana, horas pico y festivos. El tiempo libre es una ilusión, lo real son las metas impuestas por una aplicación, metas que premian la constancia con más pedidos, y castiga la desconexión con el status de prioridad, el cual depende de la frecuencia horaria con que se trabaje y de la calificación por parte de los usuarios. Método que cuantifica el desempeño de los “socios”, pero que no hace justicia en realidad al reconocimiento final, ya que múltiples factores –trancones, fuertes lluvias o imprevistos con el vehículo– pueden perjudicar esta calificación.
La ausencia de regulación agrava el panorama y genera más incertidumbre. En Colombia estos trabajadores se encuentran en un limbo jurídico, no son empleados, por ende, no reciben prestaciones, ni seguridad social. La reciente reforma laboral que buscaba abordar parte de estos vacíos no fue aprobada, dejando en suspenso cualquier avance en materia de derechos laborales para quienes viven del trabajo en plataformas.
A esto se suma la complejidad del territorio, el Valle de Aburrá, con su topografía montañosa y su clima impredecible, que representa un desafío constante para los domiciliarios y conductores; las lluvias frecuentes y las vías empinadas aumentan el riesgo de accidentes, mientras que la congestión urbana implica que cada trayecto sea una carrera contra el tiempo.
Medellín, 12:35 p.m. La ciudad hierve bajo el rayo del sol, es la hora del almuerzo, y el celular no para de sonar, cada notificación es un nuevo pedido, cada minuto de espera, una caída en la calificación. El domiciliario piensa en comer algo, pero no hay tiempo. Si se detiene, pierde pedidos. Si pierde pedidos, pierde ingresos. Así que, con hambre y cansancio, continúa pedaleando cuesta arriba hacia Laureles con una bolsa plástica humeante entre sus dedos. El almuerzo tendrá que esperar, otra vez.
Medellín, 5:15 p.m. En la Avenida El Poblado, una fila interminable de carros apenas se mueve. Juan David, conductor de Uber desde hace tres años respira hondo frente al volante. Tiene un pasajero en el asiento trasero que no deja de mirar la hora. “¿Llegamos antes de las seis?”, pregunta con ansiedad. Juan David sonríe por cortesía, pero sabe que no tiene control sobre el tráfico. Lo que sí sabe es que si cancela el viaje o se retrasa demasiado, la plataforma podría sancionarlo. Así que avanza, metro a metro, mientras el sol se esconde tras el cerro.
Su jornada empezó a las seis de la mañana, a esa hora recogió a una ejecutiva camino al aeropuerto. Luego, estudiantes, oficinistas, y ahora, un hombre que necesita llegar puntual a una reunión. En todo el día solo ha parado veinte minutos para comerse una empanada. No puede desconectarse. En las horas muertas no hay ganancia, y solo si trabaja durante los picos podrá sumar lo suficiente para cubrir la cuota del carro, su mantenimiento, la gasolina, y, con suerte, algo para la casa.
Es un duro y extenuante rebusque. Estudios recientes indican que la mayoría de estos trabajadores no están satisfechos con su labor. Según un informe de la Escuela Nacional Sindical (2021), el 39.5 por ciento de los domiciliarios califica su trabajo como insatisfactorio y apenas un 16.3 lo considera satisfactorio. Un 62.8 por ciento considera que la retribución es justa solo a veces, y un 16.3 cree que nunca lo es. Muchos sienten que el esfuerzo no se compensa, que la recompensa es siempre menor a la entrega.
Los efectos de esta realidad trascienden y van más allá del plano económico. La constante presión por producir, para algunos la tensión con el gremio taxista, las largas jornadas, la vigilancia algorítmica y la incertidumbre sobre los ingresos afectan la salud tanto mental como física de los trabajadores. Lejos de sentirse libres, muchos describen su jornada como una lucha permanente por alcanzar las metas que haya en la aplicación, aunque muchas de estas requieren un esfuerzo sobrehumano.
Así, la promesa de autonomía se convierte en simple espejismo. El trabajo en plataformas, vendido como oportunidad de “libertad”, ha resultado ser una nueva forma de subordinación. Una que se disfraza de flexibilidad, pero que oculta una rutina extenuante y sin garantías. Mientras no exista una regulación clara y efectiva, el futuro de estos trabajadores seguirá determinado por el vaivén de la oferta y la demanda, más que por el reconocimiento de su derecho al trabajo en condiciones dignas.
9:45 p.m. La misma moto regresa por la Avenida Regional. El conductor agotado, tras la extenuante jornada de 16 horas, invadido por el desasosiego, revisa su celular: 167.300 mil pesos ganados, más las pocas propinas que recibió, a lo que de manera casi mecánica le resta los costos: los datos, la gasolina, el desgaste de la moto, el almuerzo. La angustia por el dinero necesario de ganar para cubrir el mantenimiento de su familia no desaparece. Pensando en ello toma rumbo a casa, en donde, con suerte, podrá resolver algo de cenar y descansar unas horas antes de volver a empezar. La libertad, piensa, no debería sentirse así.
16 horas al volante
Alexis llegó a Medellín desde Montería con la esperanza de una vida mejor. Sin un empleo estable y con deudas acumuladas, vio en las plataformas de transporte una oportunidad. “Había demasiados carros y pagaban muy barato allá”, recuerda sobre su ciudad natal. La promesa de manejar su propio tiempo y ganar dinero rápido lo convenció, pero la ilusión duró poco.
Trabaja 16 horas al día. Comienza antes del amanecer y muchas veces termina cuando la ciudad ya duerme. La mayor parte del tiempo la pasa atrapado entre trancones, vigilando cada semáforo y cuidándose de las fotomultas. “Uno tiene que cumplir con los tiempos para no perder el servicio, pero tampoco puede pasarse de velocidad. Es un estrés constante”, dice.
Normalmente descansa el día del pico y placa, aunque muchos de sus compañeros trabajarían también ese día, si pudieran. Tener carro propio le da ciertas ventajas, pero no significa menos esfuerzo: “hay que trabajar muy duro para que valga la pena”. El tiempo para comer o descansar es un lujo que no se puede permitir; la rutina exige rapidez, así que la mayoría de las veces come algo al paso antes de seguir, a velocidad máxima, persiguiendo un peso más.
Y no es por ambición que se esfuerza tanto. El costo de vida en Medellín lo abruma. No solo por lo que gasta en gasolina, mantenimiento del carro o plan de datos, sino también por las deudas. “Tengo como 25 millones en deudas. Uno se acuesta pensando en cómo va a pagar todo eso”, confiesa.
Además del estrés del tráfico, está el miedo. Miedo a los robos, a que un servicio cancelado le haga perder ingresos, a que cualquier error le baje la calificación. “Aquí uno no puede confiarse. Hay zonas en las que no me meto. Y si paro a descansar, pierdo tiempo y plata”, dice resignado.
Ya no cree en el discurso de libertad que venden las aplicaciones. “Uno no es su propio jefe, es esclavo del celular. Si no se conecta, no come. Y si se conecta, se cansa, se enferma, pero igual tiene que seguir”. Para él, este trabajo es solo una salida de emergencia, no un proyecto de vida. “Es lo más rápido para conseguir plata, pero a largo plazo lo va dejando a uno seco”.
Para él volver a Montería no es opción. Su futuro es incierto y debe construirlo, por ahora, en medio de trancones y bajo la presión mental y física de un algoritmo.

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