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La paz armada

La paz armada

Tres años y medio de conversaciones de paz es un tiempo demasiado largo si no se han obtenido resultados tangibles. Más complejo aun si los temas pendientes son muchos y de difícil solución. La mesa de La Habana está atascada y la única realidad es que ninguna de las partes se atreve a pagar el costo político de su fracaso.

 

Habrá un antes y un después del 23 de marzo en el proceso de paz colombiano. Ese día había sido anunciado, desde mucho tiempo atrás, como la fecha en que el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionaria de Colombia (Farc), rubricarían una paz que comenzaron a negociar en 2012.

Pasó la fecha y no hubo anuncios destacados. Las partes ni siquiera pudieron explicar los puntos en que las negociaciones se trabaron, y la mesa de La Habana comenzó a ocupar espacios cada vez menos destacados en la agenda informativa, al punto que tres semanas después de la fecha fijada los diarios y los noticieros televisivos ya casi no hablan de los prometidos acuerdos de paz.

Por el contrario, las fuerzas que se oponen al fin de la guerra no han dejado de hacer notar su presencia. El ex presidente Álvaro Uribe intentó con regular éxito movilizar a la población contra las negociaciones. Pero la presencia de los paramilitares en buena parte del país (véase nota de Iván M García), controlando una parte de los negocios agropecuarios y extractivos –además de las habituales extorsiones a la población–, es una amenaza concreta para los futuros guerrilleros desmovilizados.

Es posible que el cese unilateral del fuego decidido por las Farc tiempo atrás haya alejado el fantasma de la guerra en la percepción de una parte considerable de los colombianos. Lo cierto es que no existe presión social para llegar a un acuerdo rápido y completo. Así las cosas, se vive una paz armada que no termina de ser paz verdadera y que llegado el caso puede degenerar nuevamente en guerra abierta, lo que sería un desastre sobre todo para el actual presidente, pero también para la guerrilla, que tiene muy baja aceptación social.

LOS ATASCOS.

Históricamente las causas de la guerra estaban en la tierra. La violenta expulsión de los campesinos de sus parcelas, empujándolos hacia nuevas fronteras agrícolas, ha sido la explicación más frecuente y razonable sobre la larga guerra colombiana. Es evidente que las más de 6 millones de hectáreas que han sido indebidamente apropiadas durante el conflicto siguen siendo parte del atasco en el que se encuentra el proceso de paz.
Pero lo que revela el fracasado apretón de manos entre Santos y Timochenko (uno de los jefe de las Farc) en La Habana el 23 de setiembre de 2015 es bastante más que los problemas derivados del irresuelto conflicto agrario.

Sin embargo, en el fracaso del 23 de marzo como fecha límite han pesado otros factores más decisivos aun en el corto plazo. Según Carlos Gutiérrez, director de Le Monde Diplomatique en Colombia, el proceso de paz se ha detenido ante múltiples muros, que enumera: “amnistía, cese del fuego y hostilidades, dejación de las armas, participación popular, seguridad jurídica, cumplimiento efectivo de los acuerdos, margen de tiempo para la negociación”.

Es evidente que son temas de difícil resolución y, sobre todo, que revelan una profunda desconfianza entre las partes. El gobierno exige el desarme completo y en una sola fecha, el abandono por las Farc de toda relación con el negocio de la coca en todas sus fases y el fin de la explotación ilegal del oro y de otros minerales. Sus exigencias afectan a las armas y a las formas de financiamiento, dos puntos clave. El grupo guerrillero exige a su vez formas de control de las regiones en las que tiene un peso histórico fuera de discusión y que se denominan “zonas de reserva campesina”. Pero sobre todo, y con base en la experiencia, garantías de seguridad. Cuando varios grupos armados se desmovilizaron a principios de la década de 1990 sobrevino el asesinato de importantes dirigentes, sobre todo del M 19. La masacre de miles de militantes y cargos públicos de la Unión Patriótica es otro antecedente importante a la hora de negociar seguridad en el posconflicto.

Quizá por eso las Farc pretenden la entrega gradual de las armas y no de una vez, como quiere el gobierno. La propuesta de la guerrilla es entregarlas progresivamente a medida que los acuerdos se vayan cumpliendo, en un plazo de diez años. La respuesta de Santos fue rotunda: “El gobierno exige una fecha fija, precisa y clara, para que termine el proceso de desarme”. Aquí está la traba mayor en esta fase de las negociaciones. El gobierno teme que la guerrilla esté ganando tiempo para fortalecerse, como sucedió dos décadas atrás durante la negociación del Caguán, donde las Farc obtuvieron una zona “despejada” que aprovecharon para reclutar combatientes y ganar terreno a las fuerzas armadas.

INNOVAR O NO INNOVAR.

En otros procesos de negociación, tanto en Colombia como en Centroamérica, las cosas fueron por caminos bien distintos a los que pretenden recorrer las Farc. Una vez firmados los acuerdos de paz, los guerrilleros se concentraban en varias zonas donde entregaban las armas bajo supervisión internacional y luego se reincorporaban a la vida civil. Ese ha sido el patrón en Colombia. Pero hubo traiciones, como cuando el ejército aprovechó la concentración de combatientes del M 19 para bombardearlos por aire.

En este punto hay también gruesas divergencias. La guerrilla pretende que se fijen 50 puntos de concentración de sus combatientes (seguramente para minimizar posibles daños), mientras el gobierno quiere que sean sólo diez. Las Naciones Unidas ofrecen acompañar la entrega de armas hasta en 14 puntos, movilizando a 5 mil funcionarios.

Lo que está en juego es mucho. Santos no puede permitirse llegar a las elecciones de 2018 sin resultados concretos. Durante su primer mandato presidencial no pudo ofrecer nada más que la continuación de la mesa de La Habana.

Las Farc muestran una estrategia errática. Días atrás Timochenko difundió un mensaje vigoroso en el que asegura que el proceso llegará a buen puerto. Pero en el fondo lo que parecen desear es una paz armada de larga duración, como se desprende del plazo de entrega de las armas, fijado en diez años.

Hay otro punto que se ve sombrío. Es lo que el politólogo Markus Shultze Kraft señala como “la necesaria reforma del sector seguridad”, el papel que jugarán las fuerzas armadas y policiales en el posconflicto (Le Monde Diplomatique, febrero de 2016). Las fuerzas armadas han sido diseñadas para la guerra interna y adquirieron una cultura de combate al campesino armado, violaron de forma grosera los derechos humanos y mantienen estrechos vínculos con los paramilitares.

Para nadie es un secreto que los militares colombianos, en línea con el ex presidente Uribe, siguen queriendo exterminar a la guerrilla. De algún modo, es la posición simétricamente opuesta a la de las Farc, que siguen aspirando a “tomar el Palacio de Invierno”. No puede resultar entonces extraño que el proceso de paz se haya atascado.

Información adicional

Autor/a: Raúl Zibechi
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Brecha

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