Por eso os pido, per deos obsecro, que nadie se incline ante mí, porque entonces no danzaré. Søren Kierkegaard
Slavoj Žižek suele decir que los motivos sociológicos nunca pueden exculpar a nadie que haya cometido grandes atrocidades. Para ello se sirve del predecible ejemplo de Hitler: ¿si conociéramos las razones sociológicas que hicieron de él lo que fue, realmente lo exculparíamos? Su respuesta es evidentemente que no. El problema de Žižek no es dar un ejemplo que permite pensar poco, que silencia de antemano, a lo cual nos tiene acostumbrados porque sin ello no sería un eterno trending topic (la redundancia afectiva constituye la incontrovertible “verdad” del marketing), el problema es que los motivos sociológicos nunca han roto con la culpa, sino que la desplazan hacia el “mundo”: ¿hay realmente una diferencia tan abismal entre culpar a un individuo y, en contraste, culpar a la sociedad que lo hizo ser quien fue? Yo creería que no; creería, de hecho, que de culpar al “mundo” -en sus diversas versiones- a odiarlo hay solo un pequeño paso. En general, la culpa es hermana del odio, ambas son pasiones tristes, y transitar de una pasión triste a otra siempre ha sido cosa fácil. Eso el cristianismo dominante lo entendió a la perfección: culpar a alguien comienza o termina siempre en un desprecio del mundo entero.
Pero no nos vayamos por las ramas, a Žižek le respondería entonces que el problema no es obviar o no los motivos sociológicos, sino todo lo contrario, presumir que podemos llegar a conocer demasiado bien ora a un individuo ora a una sociedad o un mundo entero. Si soy incapaz de culpar con plena seguridad a alguien, o en el límite al mundo entero, es porque nunca acabaré de conocerlo, de entenderlo, de hacerlo mío: esa es la base ontológica y fenomenológica del rechazo a la pena de muerte, del rechazo al poder soberano. Detrás de todo “se lo merecía” o “no se lo merecía”, sea psicológico, jurídico, sociológico, teológico o naturalista, se esconde un pequeño o gran soberano que juzga con el dedo porque cree conocer con suficiencia al otro, porque el otro ya no es otro, ya ha perdido su potencia creativa, su singularidad irreductible ante mí, y se ha convertido en otro-para-mí, es decir, en simplemente mío. Espero que jamás deba hacerlo, pero nunca diré que no vaya a matar a un ser humano; sin embargo, tengo la absoluta certeza de que de mí nunca saldrá una ley, una sentencia, una pena de muerte: eso se lo dejo a la razón de Estado, allí donde aparezca (en el militar, el sacerdote, el funcionario o el político, pero también en la eventual turba que lincha o en el revolucionario decidido). Creo que queda claro por qué soy anarquista y por qué muchos anarquistas me parecen tiranos.
Esta discusión es absolutamente relevante para un mundo signado por el desprecio a lo que se supone que este es, pero también para un mundo en el que la excepción ha devenido norma, que es nuestro mundo telúrico, pero especialmente nuestro territorio nacional. Si las y los anarquistas que hemos nacido en el territorio ocupado por el Estado colombiano tenemos un reto -y ocupado en su retiro o ausencia estratégicos para aparecer con rostros aún más terribles de los que habitualmente enseñan las teorías del Estado-, si nosotras que hemos nacido aquí tenemos un desafío, es el de contribuir a la desactivación de la máquina soberana, de ese poder de decretar la muerte del otro, preséntese donde se presente. Tenemos el reto de desactivar la máquina soberana por amor al mundo entero. En ese sentido, debo decir que aprecio infinitamente unas palabras que le escuché hace poco a Gustavo Petro y que dan cuenta de que el corazón libertario del M-19 no ha perecido, pese a su progresiva burocratización.
Petro manifestó no desear la muerte de Uribe, pero tampoco su encarcelamiento. Ni el de él ni el de Sergio Fajardo. Se resistió a sentenciarlos a muerte o prisión, llamó a que nos sumáramos a una “política de la vida y del amor, no del odio”, y a que tratásemos al uribismo como a un otro con el que se puede entrar en tensión, disputar, luchar, pero nunca exterminar o pretender extirpar soberanamente. En efecto, para ello tendríamos que encontrarnos ante un nuevo uribismo cuyos aspectos mortíferos, soberanos, hayan sido a su vez desactivados. Lo importante es que al uribismo no se lo desea eliminar ni encarcelar, sino transformar radicalmente para poder luchar contra él, para poder danzar, así sea bruscamente, con él. Me atrevería a decir que eso es lo que posibilita tomar distancia de cualquier política fascista. Ahora bien, lo relevante no es si las palabras de Petro fueron o no sinceras, si obedecen o no al cálculo político -me resisto a emitir un juicio de esas características-, lo que me importa es que él se encuentra contribuyendo a poner a circular un tipo de afectividad imprescindible para salir de la guerra, para abandonar el ciclo vicioso que permite la aparición del estado de excepción indefinido y sus correspondientes actos soberanos. En este punto, prefiero el anarquismo molecular que descuella en el gesto alegre de Gustavo Petro, y que rebasa su nombre propio, al anarquismo molar, identitario, de aquel anarquista convencido de que Uribe merece la muerte y de que el voto convierte a todos en borregos culpables de su esclavitud. Quizás esos anarquistas estén gozando demasiado con su uribismo molecular. Quizás yo sea, de tanto en tanto, ese anarquista y ese fascista de los que me deseo apartar.
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