
Las directrices de esta política contienen una retórica innovadora, pero se desenvuelven en los marcos de sentido tradicionales. Por tanto, está desarticulada de necesidades esenciales que plantea el escenario post-Acuerdo de paz y su implementación, pero también de otras urgencias nacionales, como detener el genocidio de líderes sociales, reformar la institución policial o modificar el enfoque represivo en la gestión de la protesta social.
Entre los distintos problemas que han pasado cuenta de cobro al presidente Iván Duque en lo que va corrido de su mandato se destaca el deterioro de la seguridad ciudadana. Los indicadores relevantes tanto de la seguridad fáctica como de la percepción de inseguridad descendieron sustancialmente bajo el gobierno Santos pero repuntaron con Duque. Por ejemplo, la sensible tasa de homicidios llegó en 2017 a 23,7 por cada cien mil habitantes, la cifra más baja en cuatro décadas tras registrar un descenso sostenido, pero rebrotó a 24,3 en 2018.
Tal vez afanado por esta realidad, a finales de 2019 el gobierno presentó su “Política marco de convivencia y seguridad ciudadana”, un texto de 105 páginas que contiene sus directrices. Como es usual, el documento en las 7 líneas gruesas de acción, con sus objetivos específicos y estrategias de ejecución, con responsables y métodos de seguimiento que pasa a sustentar, sigue una estructura estrictamente lógica.
Si bien la retórica de la formulación se esfuerza por marcar diferencias, enfatizando en la seguridad ciudadana, la “visión multidimensional”, la “gestión integral” o la funcionalidad de la política respecto del emprendimiento y la innovación en ciencia y tecnología, en la mayoría de los casos se trata de tareas que ya están asignadas a instancias estatales, incluso con la directriz de colaborar entre sí.
Asimismo, aunque se contemplan una serie de acciones, como una apuesta decidida por el desarme de los ciudadanos, el impulso a una “cultura de la legalidad” o el cambio en el modelo de vigilancia comunitaria por cuadrantes, no se plantea una innovación sustancial respecto al marco de sentido que ha orientado dicha política.
Por ejemplo, la política que acá nos ocupa contempla la participación de la ciudadanía en labores distintas a la inteligencia y el mantenimiento del orden público (p. 5). Pero se trata de una participación confinada a la ejecución de la política ya delineada y definida, es decir, no se comprende la participación en la formulación de planes, programas o proyectos, ni en labores para su veeduría o evaluación, sino en la formación de una “Red de Participación Cívica” para dar fluidez a las comunicaciones entre ciudadanías y autoridades, articulada con el uso de nuevas tecnologías, la colaboración con las empresas de seguridad privada y la nacionalización de la figura de los gestores de convivencia (p. 68).
Un diagnóstico sesgado e incompleto
El documento presenta la evolución de los principales problemas e indicadores de la seguridad ciudadana en los últimos años. Sin embargo, su diagnóstico es sesgado e incompleto, puesto que no se articula a un análisis de los múltiples problemas y dificultades que el tránsito de la guerra a la paz ha conllevado en esa materia. Las etapas de post-Acuerdo de paz en los casos de Centroamérica, caracterizadas también por el ascenso en las problemáticas de inseguridad ciudadana, alertan suficientemente sobre la necesidad de tal articulación.
Por ejemplo, el documento de política no responde preguntas básicas tales como si las dinámicas de inseguridad ciudadana están relacionadas con el fin del conflicto armado; con el copamiento y la disputa de espacios rurales y urbanos desalojados por la insurgencia y abandonados por el Estado pero copados por otros actores armados, por mencionar un caso.
Como consecuencia, las directrices de política quedan desligadas de un esfuerzo expreso por acompañar la implementación del Acuerdo de paz, por más que en ciertos apartados se mencione la necesidad de brindar seguridad a los desmovilizados (p. 82). De hecho, lo más sorprendente es que no se relacionen los problemas de la seguridad ciudadana con el escenario post-Acuerdo de paz, y que éste prácticamente ni se mencione explícitamente. Se trata, por tanto, de una política que no diagnostica en su complejidad el ámbito en el que pretende intervenir aunque, como es lógico, la convivencia y la seguridad ciudadanas tengan por fin último garantizar la paz.
Por esa razón el que quizás sea el principal problema planteado en dicho escenario, el genocidio perpetrado contra los líderes sociales desde que se firmó el Acuerdo de paz, que el actual gobierno persiste en considerar como un conjunto de homicidios aislados y no sistemáticos, ocupa un lugar muy marginal en la formulación de la política.
Así, solo una falla de diagnóstico permite explicar que alrededor de un millar de asesinatos de ciudadanos civiles y en estado de indefensión no sean considerados un problema de seguridad ciudadana. Incluso auque el documento reconozca a los líderes sociales como “población de alto riesgo” (pp. 82-83), resulta complicado que no existan medidas específicas para atender la problemática de manera diferenciada, pero son imposibles si no se reconoce que están siendo sistemáticamente asesinados.
La retórica y la omisión
Desligar la política de convivencia y seguridad ciudadana de la implementación del Acuerdo y el contexto generado tras su entrada en vigencia, termina por invalidar su apuesta central: el concepto de seguridad ciudadana en que se funda (p. 21). En la práctica, la implementación de políticas guiadas por ese concepto ha tenido un férreo obstáculo en una fuerza policial altamente militarizada en términos institucionales, doctrinales y operacionales, como legado del conflicto armado.
Las estructuras, mentalidades y formas de operar de la Policía si bien han incorporado parcialmente el ideal de la seguridad ciudadana, continúan caracterizadas por los legados arrojados por su participación en la guerra, como su sesgo represivo, la distancia en relación con la ciudadanía, vista potencialmente como parte del “enemigo interno”, y la prevalencia de la seguridad nacional sobre la seguridad ciudadana, entre otros. En consecuencia, la retórica de la seguridad ciudadana convive con prácticas como la represión con sesgo militar de la protesta y el énfasis en la seguridad del Estado.
El documento de política plantea, por ejemplo, la corresponsabilidad de las autoridades civiles locales y regionales para garantizar la seguridad. Pero pasa por alto uno de los problemas que ha obstaculizado esa corresponsabilidad: precisamente el hecho de que la Policía tenga una estructura calcada del Ejército, con poco margen de maniobra para los comandantes cuando una orden de su superior se antepone, por las razones que sea aunque con frecuencia relacionadas con el orden público, a las de la autoridad civil local o regional.
Aunque no necesariamente debe estar contemplada en la política de convivencia y seguridad, con posterioridad al Acuerdo de paz es urgente la reforma de la Policía y en general de las FF.AA. No obstante, esta tarea, frustrada en los años noventa, cuando la reforma planteada (ley 62 de 1993) se desdibujó finalmente en la ejecución por la propia institución del Programa de Transformación cultural (1995-1998), nuevamente se confía a la autonomía de la Polícía con el “proceso de modernización y transformación institucional” actualmente en curso.
La corrupción, que gana terreno al interior de la institución, de acuerdo a los frecuentes informes de prensa sobre uniformados de distintos rangos vinculados con actividades delictivas, reclama con urgencia dicha reforma. Ya en diciembre de 2015 el gobierno Santos había designado una comisión con ese propósito que, como varias anteriores, no arrojó resultados. El objetivo de desarticular organizaciones delictivas y provocar la “disrupción en la red de valor de las rentas criminales urbanas” (pp. 69-71), choca de frente con esa realidad.
Es así como resulta prácticamente imposible afincar la visión “multidimensional” (p. 24) sobre la seguridad ciudadana que plantea el documento en una institución que ni siquiera ha empezado a reorientarse en el contexto del post-Acuerdo de paz y que mantiene en gran medida, en su cultura organizacional y su doctrina, y en ciertas especialidades más que en otras, una orientación contrainsurgente que se confunde con la que debe tener un cuerpo militar, relegando las particularidades de un organismo de naturaleza civil como la policía.
Persiste el enfoque represivo
Aún más, en relación con funciones como la contención de la protesta prima en la política el sesgo represivo. Se desplaza de esa manera el concepto de seguridad ciudadana, no solo como ausencia de delito sino como potenciamiento de los derechos y libertades individuales, en este caso los de la protesta y la libertad de expresión, en favor del mantenimiento del orden público y la seguridad del Estado. En efecto, el documento insiste en que el gobierno garantizará el derecho a la protesta, pero a renglón seguido promete actuar contra los “disturbios” y el “vandalismo”, fortaleciendo los escuadrones antidisturbios (p. 88).
En la presentación de la política en cuestión no existe la más mínima reflexión sobre las especificidades de la protesta social, que siempre implica tensiones entre los derechos de quienes protestan y de los demás ciudadanos, o sobre lo que desde la perspectiva gubernamental se concibe como “violencia”. En la práctica los límites entre lo legítimo e ilegítimo, lo tolerable y lo intolerable, lo violento y lo no violento son difíciles de precisar; por ejemplo, ¿bloquear temporalmente una vía pública es “vandalismo” o “disturbio”?
En esa constante, la política no menciona el prontuario de abusos y crímenes cometidos por el Esmad, que no se reconoce ni siquiera como un problema, por lo que en últimas termina avalando y dando curso a los procedimientos represivos con que se ha manejado hasta hoy la protesta social. Se trata de una gestión basada en una visión contrainsurgente, que privilegia la seguridad nacional o del Estado sobre la del ciudadano, y donde éste, cuando ejerce su derecho a la protesta, es visto como parte del “enemigo interno” que amenaza el orden social.
De hecho, el mismo enfoque represivo está presente en la estrategia de “control efectivo de los espacios” con la que se propone reemplazar el modelo de vigilancia comunitaria por cuadrantes. Eso explica por qué, aunque el documento enuncia un enfoque preventivo según el cual los comandantes de policía deben concentrar los esfuerzos de todas las especialidades en “zonas de miedo e impunidad” (p. 17), la principal transformación sea el aumento del pie de fuerza en 34.000 nuevos policías en 4 años (en 2019 la cifra total de efectivos era de 139.766), junto con la destinación a esas zonas de los uniformados que hoy están concentrados en el control del tránsito, los servicios de protección y los servicios administrativos (p. 66).
En fin, un asunto delicado, como parte del enfoque represivo, es el tratamiento al consumo de estupefacientes en espacios públicos. Es un problema que marca el límite de la visión “multidimensional” que el documento reivindica. Si bien en algunos momentos se alude al fenómeno como un problema de “salud mental” relacionado pero no determinante de problemas de convivencia (p. 22), se termina por asumir una visión criminalizante y represiva puesto que “impacta la convivencia, pues, entre otras consecuencias relevantes, aumenta la percepción de inseguridad en los sitios en los que se consumen habitualmente estupefacientes” (p. 23). Por esa razón, el “control efectivo de los espacios” se propone “dar prioridad a los parques, plazas y los entornos de las universidades, escuelas y colegios, para evitar que sean lugares de expendio y consumo de estupefacientes” (p. 64).
Corolario
La política de convivencia y seguridad ciudadana no está ligada explícitamente a la implementación del Acuerdo de paz, lo cual plantea varias dificultades para responder al genocidio de líderes sociales en ciernes; está desvinculada de la necesaria reforma de la Policía para enfrentar un contexto post-Acuerdo, lo que entorpece varios de sus propósitos debido a los problemas de militarización de esta institución; y termina por privilegiar la seguridad del Estado sobre la del ciudadano en asuntos tan delicados como la gestión de la protesta social, lo que se traduce en la persistencia de un sesgo altamente represivo.
Pese a la retórica de innovación en que se formulan sus directrices, la política sigue presa en los marcos tradicionales que han guiado la acción estatal. El uso de nuevas tecnologías, el enfoque multidimensional del delito, la cooperación entre instancias estatales e incluso medidas como la promoción del desarme total de la ciudadanía –en la que el gobierno se aparta de las preferencias de su partido, el Centro Democrático–, quedan así opacadas por el peso de las estructuras, en particular de los problemas de militarización en la Policía, principal agencia encargada de la implementación de la política marco de convivencia y seguridad ciudadana.
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