Hace cinco décadas The Velvet Underground y Pink Floyd lanzaban sus primeros álbumes de larga duración, iniciando así dos recorridos musicales profundamente innovadores e influyentes.
La banana sobre fondo blanco firmada por Andy Warhol para la portada de The Velvet Underground & Nico (1967) es hoy en día un símbolo instalado en la cultura popular, como los retratos en serigrafía de Marilyn Monroe y el Che o las postales de la Torre Eiffel. Es, como aquéllos, un ícono que excedió por mucho su cometido inicial y que con el tiempo ha quedado completamente disociado de éste, vaciándose de sentido por efecto de la repetición fuera de contexto. La primera edición del álbum –que hoy, se estima, ronda los 2.500 dólares en una subasta– vendió apenas 5 mil copias en su primer año, y gran parte de este fracaso comercial se debió a la demora en la maquetación de la portada, que invitaba a “pelar despacio” el sticker de la banana que debajo revelaba una fruta rosácea, por la cual el disco terminó saliendo un año después de lo previsto. Esa portada representó cualquier cosa –provocación fálica, guiño al rumor de fumar cáscara de banana como psicoactivo, simple arte pop, capricho de Warhol– menos la música de la banda liderada por Lou Reed y John Cale, de lírica callejera y texturas musicales oscilando entre el rock y el pop. Cincuenta años después la banana de Warhol está en remeras, almohadones, tazas, cuadros y hasta tatuajes de individuos que, en un porcentaje de un esnobismo alarmante, jamás escucharon The Velvet Underground & Nico. Ese es un logro puramente warholiano.
Al de la portada sigue otro equívoco recurrente a la hora de revisitar este primer larga duración de Velvet Underground y que es fácilmente contrastable con sólo volver a escucharlo: la idea de que estamos ante un disco difícil, casi intragable por su incursión en formas primitivas del punk o el noise. Lo cierto es que escuchar The Velvet Underground & Nico 50 años después derriba en parte esos tópicos-miedos y arroja un par de certezas. La primera es que a lo largo de 11 canciones hay una variedad musical bastante inu¬sual, empezando por la calma de “Sunday Morning” y trasladándose en un solo movimiento al paso acelerado de “I’m Waiting for the Man”, para después caer en los coros declaradamente psicodélicos de “Femme Fatale” (primer aporte vocal de la alemana Nico, protegida de Warhol). Eso no quita que haya algún trackde digestión realmente pesada, como puede ser “The Black Angel’s Death Song” o los minutos finales, chirriantes y caóticos, de “Heroin” y “European Son”.
Esa variedad musical trae consigo otra de carácter lírico: los estados de ánimo que retrata el álbum son muy disímiles, trazando por ejemplo el itinerario completo alrededor del consumo de drogas duras, desde la resaca en “Sunday…” hasta la ansiedad en “I’m Waiting…” para desembocar en la honestidad brutal de “Heroin”. En una, el narrador de Reed se declara “más muerto que vivo” y en otra “mejor que muerto”. La letra de Reed y la voz de Nico sintonizan en la más simple inocencia de “I’ll Be Your Mirror” para luego coquetear con el sadomasoquismo en “Venus in Furs” y la veta violenta en “There She Goes Again”. Todo el mismo año en que los Beatles cantaban por primera vez “All you need is Love”. Ya en épocas tempranas Reed mostraba rasgos compositivos que tiempo después lo iban a colocar en ese selecto club de compositores literarios que tensan los límites entre música y literatura, al que también pertenecen Bob Dylan, Bruce Springsteen y Leonard Cohen. Al igual que este último, Reed fue –o quiso ser– primero escritor que músico, antes de fundir las dos disciplinas. Este cruce de inquietudes genera un álbum que parece a punto de explotar todo el tiempo, listo para dispararse en varias direcciones, aunque de alguna forma consigue mantenerse unido, en constante tensión consigo mismo. Y ahí radica su fórmula de larga duración.
Conviven los ineludibles rasgos psicodélicos de la época –los Beatles editaban Sgt. Peppers– con ciertas extravagancias musicales propias de Cale y su viola, todo apoyado en el retrato crudo que Reed hace de Nueva York. The Velvet Underground & Nico es el resultado de ese monstruo bicéfalo. Si tuvo poca repercusión en el momento de su publicación fue por una serie de causas que van desde los caprichos de Warhol en la portada hasta las decisiones del sello Verve de privilegiar la promoción del por entonces flamante debut de Frank Zappa, Freak Out! (1966), pasando por ciertos rasgos típicamente grises de la banda que iban a contrapelo de la tendencia predominante.
PSICODÉLICOS.
Este año también se cumplen cinco décadas de otro debut que, como el de la Velvet, aunque de manera mucho más evidente, aportó su revisión particular de la psicodelia. Se trata de The Piper at the Gates of Dawn, de Pink Floyd. Resulta imposible no caer en la tentación de medir la primera psicodelia de Floyd con la ya avanzada psicodelia beatle. Cotejando ambas, sin embargo, podemos concluir que mientras los Beatles practicaban una alucinación controlada y autoconsciente, los primeros Pink Floyd se abandonaban a otra distinta, de naturaleza caótica, lejos de la perfección de los fab four y llena de callejones musicales sin salida y giros imposibles. Mientras los Beatles jugaban a conciencia en los límites, pero siempre con un pie de este lado, logrando el equilibrio perfecto entre la brillantez y la experimentación, y convirtiéndose en un solo movimiento en referencia de fórmulas pop y virtuosismo, Pink Floyd dejaba por momentos de hacer pie en lo real. O mejor dicho: Syd Barrett, líder creativo de aquel primer álbum, se embarcaba en un viaje sin retorno donde cosechaba al pasar varias genialidades que hoy siguen luciendo como diamantes en bruto: “Lucifer Sam”, “Astronomy Domine” o “The Gnome”, por nombrar las más evidentes.
Cuando Pink Floyd explotó con The Dark Side of the Moon (1973) ya hacía rato que Barrett había pasado a la historia, aunque no de la mejor manera. De hecho, en 1967 Barrett ya era un dolor de cabeza para el resto del grupo, y poco después de editado The Piper… fue sustituido por David Gilmour y relegado al pabellón de los genios extraviados. Con 25 años Barrett ya se había retirado a vivir de nuevo a la casa materna, desde donde salió apenas en contadas oportunidades, permaneciendo en el anonimato hasta su muerte en 2006, ajeno al fenómeno de niveles astronómicos que generaban sus ex compañeros y visitado cada tanto por periodistas que buscaban alimentar el morbo con la historia de otro extraviado del rock. Él decía no acordarse de nada.
Aquel 1967 fue un año bisagra: como Barrett, Brian Wilson también se alejaba de su banda, los Beach Boys, después de haber firmado su obra maestra, Pet Sounds (1966), hundido entre arrebatos esquizofrénicos y abuso de ácido lisérgico. Pero los paralelismos entre ambos no son sólo anecdóticos: la psicodelia que Barrett le imprimió al debut de Floyd se acercaba más a la de los chicos de California que a la de sus vecinos de Liverpool. Las armonías vocales de “Matilda Mother” y las texturas experimentales de “Flaming” recuerdan a las obsesiones barrocas de Brian Wilson. En muchos momentos The Piper… recorre caminos sonoros extraños que demuestran un potencial a explotar, aunque en otros termine en lugares más que nada desconcertantes. Y después están los juegos entre infantiles y lisérgicos propios de Barrett: las vocecitas al principio de “Pow R Toc H” –imposible no sonreír con su encanto absurdo– o la letra de amor psicodélico de “Bike”, donde le canta a una chica que encaja en su mundo, le cuenta sobre un ratón que se llama Gerald y la invita a dar un paseo en su bicicleta, uno similar al que dio Albert Hoffman el día que descubrió los efectos del Lsd. Con aquel paseo Barrett despidió el disco, y nunca más volvió.
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