esas mujeres guerreras
como un solo hilo
surgieron de más allá del río
hacen trabajo ordinario
por ser tus devotas
sus manos lastiman con fuego purificador
Enjeduana, 2354 a.C.
Para iniciar repetiré lo que las artistas visuales han comenzado a decir en la década de 1970: el arte de las mujeres en la historia es un hecho que ha necesitado de una historia del arte feminista para ser percibido.
La invisibilidad de aquello hacia lo cual no enfocamos nuestra mirada es absoluta. Lo que no aprendemos a ver no lo vemos, a menos que colectivamente no aprendamos a enfocar lo que está en la sombra. La visión de águila de una, si no encuentra eco en la voluntad de mirar de otras, se convierte en una excentricidad. La humanidad de los enemigos durante una guerra, la historia moderna de los pueblos indígenas de América, la espiritualidad de las religiones ajenas, tanto como la escultura de las mujeres, el ritmo de la puntada, el contacto de la alfarera con la cerámica y el mensaje del color en el bordado, la autorepresentación en la confección de muñecas, la poética del canto de nana y el hecho histórico que en 2354 antes de la era occidental una mujer, Enjeduana, hija de Sargón de Agada y sacerdotisa de la diosa Inana, escribió los primeros versos que nos han llegado, los primeros versos escritos de la humanidad, son hechos sobre los que se nos ha enseñado a no dirigir la mirada.
La oftalmología contemporánea asume que la visión se desarrolla desde el nacimiento, para ello la vista debe ejercitarse. Si las niñas y los niños no tienen oportunidad de jugar en espacios abiertos, sus ojos no aprenderán a ver de lejos; la miopía es por lo tanto fomentada por los espacios cerrados como las aulas, los departamentos de interés social, los confinamientos. Estoy convencida de que existen pocos espacios que la educación haya cerrado más que aquellos relativos al quehacer de las mujeres en los campos donde el examen enfoca los artefactos, ideas y emociones de una actividad que la sociedad heteropatriarcal ha ofrecido/impuestos a los hombres como obligación y responsabilidad propia de su sexo-género.
El arte occidental, aún más que la investigación científica, al apelar a una supuesta emotividad que conmueve y suscita respuestas en todos los seres humanos, excluye a las mujeres y sus quehaceres porque no son representativos de la totalidad humana. Por supuesto, descarta de su historia y de su mercado también las artes de los hombres de pueblos que no acepta que integren la sociedad evolucionada que se supone el arte representa. Quien está educado a dominar no puede tolerar la plena igualdad de quien no reconoce igual. El arte occidental se revela en sus preferencias y en sus supresiones como un instrumento de abuso y sojuzgamiento, más que como emanación de una conciencia suprasensible.
Como lo viene estudiando desde hace década Eli Bartra, conocer el papel de las mujeres dentro del arte visual, y yo diría de cualquier arte, implica enfocar la vista a través de ampliar el conocimiento. La creatividad femenina, dice la filósofa mexicana, debe ser identificada como tal para convertirse en un elemento de la cultura de la inclusión y la no discriminación, pues es un modelo estimulante. Bartra, además, estudia como arte de las mujeres el arte que los discursos feministas actuales no toman en consideración, porque es arte popular que no prescinde de la reflexión acerca de la economía de las mujeres en el núcleo de convivencia y en la cultura de un pueblo. Confronta por ello el saber neutro y busca enfocar el arte desde fuera de la ciencia androcéntrica. Y subraya la importancia del enfoque para que la visión se abra: “… el solo hecho de tomar en consideración el género de las personas involucradas a lo largo de todo el proceso de conocimiento no significa per se que sea una investigación feminista si no implica transformación”. Abrirse a la mirada del arte de las mujeres, es por lo tanto asumir la crítica de la realidad social estudiada desde los lugares de poder, es una revolución epistémica.
El arte androcéntrico y culto no tolera la plena igualdad cuando se define como una producción que da trascendencia a un grupo de autores especializados supuestamente neutros en términos de género, de pertenencia étnica y clase social, los “artistas”.
Visualizar la creatividad de las mujeres en su lugar social y genérico, en la tensión entre aceptación y socavamiento de los valores estéticos y morales de género, en la persistencia de su acción a pesar de la invisibilidad a la cual la relegó la academia, puede dar por resultado el descubrimiento de la creatividad de aquellas que se disponen a realizar un anhelo. Perfeccionando la puntada, la bordadora expresa sus emociones; aprendiendo a cantar, la madre toma distancia de las normas que la obligan al silencio y entona una elegía a la vida diminuta de su recién nacida; la imaginación de la cocinera independiza la necesidad de alimentarse del gusto; la originalidad de la tejedora ofrece un lenguaje propio a la tela que recubre a las personas. De ser que el arte fuera realmente, como rezan los manuales de historia del arte, una actividad humana con reglas propias que se aprende y perfecciona, que toma distancia de las normas y que se abre a la subjetividad, la imaginación y la inspiración para lograr originalidad, gusto, emociones y lenguajes propios en un continuo fluir e intercambio de tradiciones, tejedoras, bordadoras, madres, cocineras serían artistas cuya creatividad nadie pondría en duda.
Pero no. El vínculo entre creatividad y arte es innegable, pero el arte de las mujeres por el contrario es negado y la propia creatividad de las mujeres es puesta en entredicho. Decenas de tesis de estudiantes de diversos cursos de estudios de género o de estudios de las mujeres, en instituciones de toda América latina, repiten un discurso emanado de las universidades estadounidenses: que no es lo mismo el arte de las mujeres que el arte feminista, que las mujeres pueden ser brutales con lo que le sucede al cuerpo de otra, que son insensibles a las violaciones, los abusos, la doble moral social. Si bien es cierto que las mujeres que no cuestionan el sistema de género tienden a ser repetidoras de la androfilia social dominante, en el arte de las mujeres he encontrado siempre, consciente o no, una mirada hacia la humanidad específica que las mujeres representan y que es una humanidad mayoritaria e invisibilizada, es decir no exaltada por los medios de construcción y reconocimiento de los conocimientos: la educación, la representación simbólica, la religión y el mercado.
Es sabido que en su tesis de maestría titulada Sobre cultura femenina (1950), la escritora mexicana Rosario Castellanos se preguntaba acerca de la existencia de una cultura de las mujeres y sostenía que las mujeres hacen cultura cuando no son madres, como si las dos actividades fueran incompatibles. Generar ideas es incompatible con generar las condiciones de sobrevivencia de una persona recién nacida.
La historia desmiente el hecho. Teresa Margareda da Silva e Orta, quien en 1752 escribió la primera novela de Brasil, era madre de 8 hijos. Françoise de Graffigny, seguramente la escritora más famosa del siglo XVIII, autora de Lettres d’une péruvienne, tuvo tres hijos, logró la separación de un marido que la golpeaba y mantuvo relaciones de amistad y de amor con varios hombres. Mary Pix, la autora de The Inhumane Cardinal (1696), tuvo dos hijos. La princesa de Cleves, que fue la primera novela histórica en francés, y una de las primeras novelas modernas en la historia de la literatura, fue escrita en 1678 por la madre de dos hijos, Marie Madeleine de Lafayette. La mayoría de las mujeres que han escrito a lo largo de la historia occidental, asiática, africana y americana son o han sido madres. Es cierto que las escritoras siempre tuvieron más visibilidad que las pintoras y las compositoras, eclipsadas por el taller paterno o del marido, interpretando la música del hermano, del padre o del marido; no obstante, la maternidad no parece haber sido un impedimento para la inventiva, el pensamiento original y la imaginación de ninguna mujer. Las alfareras y las tejedoras de todo el mundo lo prueban.
Ahora bien, el derecho a construir la propia subjetividad sin la obligación moral de aceptar o confrontar la maternidad, aceptarla o negarla, es uno de los puntos clave de la reivindicación de ponerle fin a un sistema de género que nos encasilla en una lectura fija de lo que es propio de cada persona nacida con un tipo particular de genitales. Ser mujer no es ser madre y ser madre puede no resultar del ser femenina, entendiendo este adjetivo como propio de la persona construida para el servicio a otras personas. Los productos de la creatividad de las mujeres, sea en las artes visuales que en la literatura y la música, así como en otras actividades que implican autonomía de pensamiento y expresión como la filosofía, la cocina, la didáctica, la exploración geográfica y los viajes, demuestran tanto la ruptura como la continuidad de la reflexión sobre qué es el sujeto femenino, rechazando las miradas convencionales sobre el cuerpo de las mujeres y el deber ser de su sexualidad.
Desde que a finales de la década de 1960, en Francia las feministas empezaron a repensar el trabajo de las mujeres, las artistas de diversos países revisaron las narrativas sobre el cuerpo, los roles, la sexualidad, la moral, la violencia y los compromisos de las mujeres, produciendo conocimientos críticos a través del arte. Tres décadas después, la grafitera colombiana que se hace llamar Bastardilla afirma que la lucha social por los derechos de las mujeres se expresa en los sentimientos de miedo, identidad, libertad, angustia y conocimiento interno. A la par, la artista urbana Deeedee Cheriel, de Chile, declara que su expresión está en los muros y es ilegal, sin permiso y vandálica como la fuerza que defiende su igualdad de quien la quiere dominar.
La recuperación de todo el espacio como propio de las mujeres nos devuelve a la cuestión de la creación. ¿Qué hay del uso del ganchillo y los hierros de tejer para crear espacios más habitables en lugares públicos, recuperados sin solicitar permiso, como lo hace el colectivo Teje La Araña? ¿O de las acciones de Luz Interruptus cuando utiliza la electricidad como elemento de instalaciones de denuncia de la opresión y discriminación que sufren las mujeres?
Como escritora sé que no me escapo de mi esquema corporal, es decir no me salvo de la representación mental de mi cuerpo y su capacidad para interactuar con las personas y el entorno. En mi construcción histórica como mujer, y en particular como mujer bisexual que empezó a rebelarse contra los roles de género, de clase y de racialización al alcanzar la mayoría de edad, fue en una incipiente adultez que imaginé modificar mi cuerpo al ritmo de una utopía. Una figuración poética me permitió intervenir en los cambios corporales que me han llevado a deshilar la construcción de género.
Cuando dejé de usar tacones, aproximadamente a los 25 años, me sentí más chaparra y necesité descubrir que caminaba con mayor comodidad. Por un periodo perdí la confianza en mi elegancia sin percibir el enorme beneficio que lograba con ello. Entonces me predispuse a imaginar una manera diferente de caminar. Así mi arte tuvo que transitar por la creación del abandono de la masculinidad: deshacerme de los papeles nocturnos, los enfrentamientos, la agresividad de los héroes y los amantes, el poder de la palabra que avasalla y la necesidad de reconocimiento. Nada fácil si además le suman que cambié de lengua de expresión y empecé a escribir literatura en el castellano de México cuando ya había terminado mis estudios universitarios de licenciatura.
Fui torpe como las púberes cuando cambian de cuerpo y se le caen las cosas de las manos o se tropiezan. En mis primeros cuentos, me llevaba por delante la escuela donde nunca me hablaban ni de feminismo ni de mujeres creadoras. Buscaba, inventaba, redefinía mi grupo social de mujeres en un área de la que me apropiaba para concretar historias, construyendo un nuevo imaginario del ser humano con tetas, molestias en el bus, extensión del horizonte, libertades improvisas, búsqueda de trabajo, presión para ejercer la maternidad, enamoramientos.
La creatividad de las mujeres no puede evitar la representación del lugar que las mujeres ocupamos en la historia y en la cotidianidad, nuestras historias personales de aceptación, tolerancia o rechazo. No es lo mismo sentirse parte del mundo que no estar integradas a él. Para interactuar con el mundo sin representar la esfera en la que nos recluyen la falta de aceptación o el rechazo, las mujeres creamos decantando la serie de situaciones e historias personales, enfermedades, países, familias, embarazos, sexualidades, violencias que nos han construido y nos la arreglamos para disolver los hábitos que producen el control de nuestros cuerpos.
La estructura de la violencia patriarcal está en el arte de los hombres, el arte de las mujeres refleja entonces una aproximación a otro campo del aprendizaje y el perfeccionamiento. Se inventa una confianza en sí misma y afianza con ella su percepción de la justicia, la educación y la seguridad. Ser mujer deja de ser así una discapacidad o un valor de mercado, se convierte en una realidad abordada desde la propia percepción de la realidad y la construcción no solo de la subjetividad de la propia comunidad sino también de cada una de nosotras. La palabra que circula y el escucha/lectura de otras nos reconocen otras formas de ser miembro de la sociedad. Las escritoras fijamos en palabras un imaginario que construimos a contracorriente con la economía del mercado de las editoriales. Las pintoras, antes de las grafiteras y las performanceras, han roto dogmas al reproducir una realidad que los espacios públicos no solicitaban mostrar. Desde un momento histórico y una capacidad de empatía con el sentir de otras, no solo con el reconocido sentir y expresarse de otros, las mujeres creamos. Con las palabras exigimos el fin de la discriminación, con las imágenes nos hacemos integrantes de una sociedad, con los giros verbales y los actos de todos los días resignificamos los que tocamos. Describimos la molestia de estar en el mundo con un cuerpo que la androfilia dominante permite que sea agredido; para ello debemos crear, necesariamente inventar, usos de todo lo que hasta ahora ha estado en boca, manos y mercado de la sociedad que nos convertía en un incómodo trámite para acceder a su reproducción.
La epistemología feminista refleja la aproximación de las mujeres al campo de saber que le permite cuestionar los patrones científicos de su exclusión. De ahí que cuestione la lectura de toda la experiencia del mundo, si no hay un desenfoque de la mirada sobre la importancia de lo masculino. Tener nombre, dar nombre, pintar las imágenes de la vida de colores propios (las mujeres tenemos una mayor percepción del color, no sólo somos infinitamente menos las daltónicas que los daltónicos, 0.05% de las mujeres contra el 20% de hombres) es adquirir presencia y hacerse visibles. Por ello, en un primer momento las mujeres nos expresamos casi desde lo más primitivo de la expresión: historias sencillas, recuentos de hechos, reconocimientos de trabajos invisibilizados y de deseos de belleza y de la dificultad de realizarlos, han hecho efectivos los derechos de las mujeres a su propia creatividad.
Por supuesto somos sumamente vulnerables a la crítica. El arte androfílico reconocido no se interesa por la condición de ser de las mujeres, que es la de un ser expuesto al riesgo. Al hablar estamos trazándonos como sujetos, al actuar examinamos los datos que nos conciernen, al pintar nos diferenciamos para definir la humanidad. Puesto que la condición de riesgo de la violencia de género es ser mujer, la violencia con que nuestras obras son recibida es brutal: o te amoldas o te inscribes en uno de los discursos feministas de reivindicación estructurada. La libertad de expresión de las mujeres es tan frágil como el fenómeno mismo de la creatividad en tiempos de exceso de intelectualización y cientificismo.
Como amantes de la pintura, siempre quedo sorprendida (y ofendida) por la ignorancia de la historia del arte realizado por las pintoras mexicanas durante el siglo XX. Muchas artistas que se inscriben en ciertas corrientes del arte feminista, y que creen que están descubriendo el hilo negro al transformar fotografías de prensa en dibujos animados, no conocen la obra de una Andrea Gómez, la grabadora que denunció al mundo que la primera víctima de una guerra es siempre la población civil que una madre y sus hijas encarnan.
No la conocen porque desprecian lo que han obedecido desconocer y no visibilizar. En el feminismo mirar hacia otra mujer y su estar en el mundo es la base de la ruptura del paradigma androcéntrico, es el primer acto para el reconocimiento de otra manera de crear. Por ello no me parece extraño que una de las expresiones de la creatividad de las mujeres es la de mapear su presencia. Desde lo maravilloso a lo terrible, desde el ingreso a los museos y a los parlamentos hasta la movilización social por sus derechos y la muerte por feminicidio. Mapeamos en la literatura que nos concierne, en la radio, el cine y sobre todo en el video para el internet. Nos trazamos presentes en las plazas, nos tejemos la presencia en las escuelas, nos describimos en las cocinas y en los quirófanos. Entrevistamos a madres, a pacifistas, a ingenieras en crisis, a ministras que renuncian, a mineras extraviadas, a activistas del ambientalismo que descubren que su tradicionalidad es revolucionaria. Los cuerpos de las mujeres en la historia no son ya mensajes que se transmiten los grupos de hombres con poder, son exposiciones de la realidad en sí, una manera de dejar de solicitar permiso de ser.
Alba Carosio, la filósofa feminista venezolana, afirma contundentemente que “el arte de las mujeres es otra forma de hacer feminismo”. Es una idea que coincide con las prácticas artísticas feministas de la mexicana Mónica Mayer, performancera, dibujante, crítica de arte, creadora de un archivo del arte feminista mexicano de nombre extraordinario, Pinto mi Raya, que trabaja reivindicando dos nombres que según ella están siendo considerados como pasados de moda o cargados de significados negativos, los de Feminista y de Artista.
Artista y feminista, Mónica Mayer participa desde sus quehaceres en los movimientos sociales mexicanos, a la vez que revitaliza desde lo visual las demandas del movimiento feminista. “La maternidad secuestrada”, por ejemplo, fue un acto de performance que en 2012 se desplazó del internet a las calles, impulsando a las personas que hacen arte o que lo siguen (el 80% de las personas que se inscriben a cursos de arte o de sensibilización artística en México son mujeres) a expresar visualmente con su presencia en la plaza central, el Zócalo, cuál es su idea de que la maternidad es a la vez impuesta y secuestrada por el control que se ejerce sobre las mujeres desde la cultura. Cada una dijo en un cartel, una máscara, un refrán grabado, una indumentaria, qué es para ella la maternidad secuestrada, lo cual en un país donde el secuestro es un delito común y casi impune, se reveló como un acto de resignificación de la palabra, a la vez que incidió en la denuncia del delito.
Según Mónica, la creatividad feminista es difícil de concretar porque las mujeres somos producto de una historia y estamos en el tiempo de esa historia. A la vez, la artista asume que entre creatividad y sociedad a transformar el lazo es el de la cotidianidad de la transformación crítica: “…. para mí, la lucha feminista más canija ha sido la que libro contra mi propia educación todos los días. A pesar de haber leído miles de páginas sobre feminismo, de haber participado en marchas, trabajado en grupos, organizado exposiciones y escrito cientos de artículos, no puedo dejar de reconocer que mi corazoncito se formó dentro del más recalcitrante machismo. Cambiar esos patrones de comportamiento para que mis hijos puedan crecer de otra manera, o para que mis propias expectativas como mujer y como artista sean diferentes ha sido bastante grueso. Estando el enemigo adentro de una misma es difícil de vencer, por lo que las contradicciones siempre están a la orden del día. Por lo mismo, cuando pienso en lo ambicioso de un proyecto feminista (o cientos de diversos proyectos feministas) que pretenden cambiar ni más ni menos que la esencia misma de la sociedad me digo…tenemos chamba pa rato”.
El artivismo, o las expresiones gráficas creativas de las mujeres que se apropian de espacios considerados propios de la manifestación política de características masculina como la protesta y la denuncia, está siendo muy activo en América latina. El racismo, el clasismo, el sexismo son visualizados en exposiciones en espacios públicos sin solicitar permisos, descontrolando los espacios vedados a las mujeres. Los grafitis y la pintura mural, en este sentido, son el giro más evidentes al anonimato de la creadora, que es reivindicada desde el acto de subvertir la invisibilidad exponiéndola, criticando con ello el egocentrismo del artista masculino sacralizado.
El 7 de octubre recién pasado, Pinto mi Raya y el Museo de Arte de las Mujeres MUMA, organizaron en el Museo Carrillo Gil una jornada sobre el arte feminista y la participación de las artivistas en la sociedad. El cambio inmediatamente perceptible de actitud frente a lo que es el arte fue la calidad dialógica de las mesas. Sentadas una frente a otra, las artistas jamás se arrebataron la palabra. No debatían, dialogaban; es decir, se escuchaban para entenderse, para hacer crecer la idea sobre su acción, para que ya no haya una definición fija, comprable y transmisible como saber codificado, de lo que es la creatividad. En lugar de escuchar a la otra para contradecir o cuestionar su palabra, se entendían mutuamente, aunque no dijeran lo mismo. En particular, durante la primera mesa “Arte, activismo y feminismo”, donde participaron Natalia Eguiluz, Edith López Ovalle, Laura Valencia y Minerva Valenzuela, las artistas moderada por Mónica Mayer dijeron que el arte de las mujeres tiene que ver con la sociedad en general. Cuando se cae el telón de la representación de lo ordenado, la creatividad de quien ha sido impedida a articularse hace posible lo imaginado desde los márgenes. El arte de las mujeres es, por lo tanto un gesto creativo que se origina al interior de las circunstancias en la que están los cuerpos sexuados por la tradición heterosexual, y que mediante la creación resignifica la memoria de la disidencia que la cultura oficial intenta con todos sus medios invisibilizar.
Comparto con ellas, desde la escritura que hurga en las ciencias y las relaciones interpersonales, que las acciones de arte nos juntan, dan pretexto para la fantasía (que se expande fantaseando).
Estoy convencida de que a las artistas nos fortalecen las miradas feministas sobre nuestro quehacer, porque nos evitan estar expuestas a la fragilidad que provoca la invisibilidad. Que nos vean otras mujeres, que nos lean, que nos comenten y con nuestras fantasías alimenten las suyas, es empezar a reconocer que lo que unas hacen crea ideas sobre ese hacer. La creación, como gesto, como momento de posibilidad de lo que antes no era, a las mujeres nos permite expresar lo que deseamos que acontezca. Nuestro interior, como dice la pintora poblana Rosa Borrás, revela la inexistencia de la seguridad de ser; con la fotografía, el grafito, el carbón se le registra como ausencia en los gestos y se construye como actividad nutricia. Mientras tanto, en lo exterior, desanda el laberinto y se improvisa literatura, danza, gesto, gráfica, teatro. El arte está ahí, como dice Mónica Mayer, para que lo vayamos definiendo, no para que limite qué estamos haciendo.
Ciudad de México, UAM-Xochimilco, 27 de octubre de 2014
Leave a Reply