Ni qué decir; era bastante caro en comparación con los libros de precio irrisorio a la venta en moneda nacional en las tantas librerías que pululan a lo largo y ancho de La Habana; aun así, por si las moscas, por si ya no me fuera a topar con él en mis correrías de un lado a otro de la ciudad, decidí entregar dócilmente los 12.95 pesos convertibles que me pedían y embolsarme las famosas Palabras a los intelectuales de Fidel Castro.
Digo “famosas”, pero en realidad nunca, hasta ahora, a más de 50 años de haber sido pronunciadas, las había yo leído. Las cosas llegan a la mano de uno, es decir, de una, porque soy mujer (perdón por el desliz), poco a poco; ni modo. La utopía no está a la vuelta de la esquina, ni a tres cuadras y media. Dicen más bien que en el camino. Y en ese camino me hallaba yo, bajo la canícula del medio día, surcando las calles de la capital cubana, en busca de –eso creo– las pruebas, las huellas, los vestigios dirían otros, de la revolución, digo, Revolución, con “R” mayúscula. Así lo escriben allá, desde el 59, desde el mismo momento en que derrocaron a Batista que huyó corriendo a refugiarse, qué pena (histórica), en ese otro mi país, la República Dominicana, bajo el ala protectora de Trujillo, antes de que éste fuera ajusticiado por los guerrilleros entrenados, en solidaridad, en la misma Cuba. El Caribe era, en aquellos años, puro bullicio; merengue, conga y son al ritmo de la emancipación. Estados Unidos apenas está procesando el perdón. Y México ha olvidado. Ahí está, en uno de los principales pasillos del museo que recrea la gesta revolucionaria, el retrato del Tata Cárdenas, en agradecimiento, en reconocimiento. ¿Lo sabrá Peña Nieto?
Nomás aterrizar en el aeropuerto José Martí y luego llegar a la calle 23 entre la 8 y la 10, en pleno Vedado –Ya estoy llegando/en un abrir y cerrar de ojos/a tus brazos, a tu plaza/a tu nido, a la certeza/que aún estamos vivos/ – supe cuán lejos estaba –qué calma, qué respiro, qué paz– de los quién-sabe-cuántos-mil muertos y desaparecidos y desplazados y cremados y despedazados y todos sus dolientes, de los copetes, de los aviones hércules, del totalmente palacio, del territorio Telmex, de los rescates bancarios, de las ventas y metrallas nocturnas, de Apatzingán o Afganistán, del pri que se va pero que no se va, del Nuño contra Núñez, de la incidencia e indecencia del tribunal electoral.
Esa lejanía-cercanía se reafirmaba siempre a la hora de instalarme en una mecedora. Y es que las mecedoras en Cuba, detalle importante, permiten mecer, en su vaivén continuo y acompasado, la vida entera que transcurre desde tempranito en la mañana, cuando el sol apenas despunta, hasta bien entrada la noche, después del atardecer salmón o melón. Desde ahí sentada no se ven nunca espectaculares. No existen en el paisaje urbano cubano. La vista así descansa y busca y ve y halla otro mirar y, automáticamente, otro escuchar: el trajín diario de los almendrones, las fichas de dominó, cual conjuro, entre los dedos de los hombres y, más arriba, las azoteas y las copas de las ceibas y, más arriba todavía, las estrellas y, cuando llueve, la luna hinchada de azul, agua y luz. A lo lejos, a lo sumo, se llega a adivinar, como insignia del hasta la victoria siempre, las letras luminosas del Hotel Habana Libre, arrebatado a los Hilton, por las mismas fechas en que Fidel Castro enunció sus palabras a los intelectuales.
En éstas, pronunciadas en junio de 1961 ante un nutrido público de escritores y artistas, Fidel marca las directrices de lo que sería la política cultural del gobierno revolucionario. Una política emanada de los ideales sociales, claro espejo de un proyecto de sociedad en ciernes. El desarrollo cultural iría así paralelo a la nacionalización de la industria y la disolución de la propiedad privada. Castro lo plantea bien claro en su discurso: “Y lo mismo que la Revolución se preocupa por el desarrollo de las condiciones y de las fuerzas que permitan al pueblo la satisfacción de todas sus necesidades materiales, nosotros queremos desarrollar también las condiciones que permitan al pueblo la satisfacción de todas sus necesidades culturales”.
En este contexto se crearían las instituciones emblemáticas que no solamente lograrían proyectar a Cuba a nivel internacional sino que, isla adentro, harían de la cultura un bien de accesibilidad universal a la vez que un lugar desde donde repensarse y refundarse como nación. La Imprenta Nacional para publicar libros masivamente –como los cien mil ejemplares de El Quijote con ilustraciones de Gustavo Doré y Pablo Picasso–, la Escuela Nacional de Artes, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, el Taller de Gráfica Experimental, el Ballet de Cuba, el Conjunto de Danza Moderna o la Casa de las Américas que, fundada por la ex guerrillera Haydée Santamaría, se ha convertido en el punto de encuentro e intersección de toda la intelectualidad latinoamericana comprometida con la humanidad, constituyen algunos de los faros indiscutibles de la Cuba revolucionaria. A la vez, se arrancaría con la campaña de alfabetización e implementarían programas para que las expresiones culturales y las oportunidades de practicar algún arte llegaran al campo, a las granjas, a las cooperativas y a los barrios.
Pero más allá de todo ello, hoy en día, a más de medio siglo de distancia, en pleno frenesí de la globalización capitalista, las Palabras a los intelectuales invitan a retomar y reavivar el debate sobre la libertad cultural y de creación. “Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada” proclamaría sin concesión alguna Fidel Castro. ¿Dogmatismo? No más, desde luego, que el determinismo económico del libre mercado que designa el destino de los pueblos en la bolsa de valores y mide el éxito de las políticas culturales en función de su aporte al PIB. Y así andamos acá, en boga siempre por los caminos del neoliberalismo. ¿Presagio o pronto naufragio?
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