Algunos fragmentos a propósito de la pandemia actual
´´Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo´´. La frase del libro La Peste de Albert Camus, publicada en 1947, nos revela que la novela, en un gran porcentaje, es una radiografía de lo que estamos viviendo con la pandemia global actual, claro, guardando las proporciones, ya que la peste descrita por Camus transcurre solo en la ciudad de Orán, pero los sucesos que día a día y mes tras mes van ocurriendo, se asemejan en buena parte a ciertas situaciones que hoy por hoy estamos viviendo, tales como el encierro, el miedo, el pánico, el alejamiento de familias, de amigos, conocidos; la soledad citadina, el terror al contagio, el desbordamiento de los hospitales, la suspensión de los rituales funerarios, la injusticia, el desabastecimiento, la desidia administrativa, la soledad, el individualismo, y junto a todo esto, la solidaridad y el compromiso ético.
La gran novela de Camus, publicada a dos años de finalizada la Segunda Guerra Mundial, es una reflexión sobre el absurdo de la existencia, el encierro y el exilio, la soledad, lo individual y lo colectivo, la muerte, la cotidianidad, la solidaridad, la amistad, el amor, cuando todos estos aspectos están bajo la amenaza de ser liquidados, destruidos.
Veamos algunos parajes de la novela que dan cuenta de ello:**
— ´´Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados´´.
— ´´Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria´´.
— ´´Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante´´.
— ´´En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad intentaba hacer confidencias o decir algo de sus sufrimientos, la respuesta que recibía le hería casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada uno cosas distintas´´.
— ´´Pues bien, lo que caracterizaba al principio nuestras ceremonias ¡era la rapidez! Todas las formalidades se habían simplificado y en general las pompas fúnebres se habían suprimido. Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo´´.
— ´´Un cura recibía el cuerpo, pues los servicios fúnebres habían sido suprimidos en la iglesia. Se sacaba el féretro entre rezos, se le ponían las cuerdas, se le arrastraba y se le hacía deslizar: daba contra el fondo, el cura agitaba el hisopo y la primera tierra retumbaba en la tapa. La ambulancia había ya partido para someterse a la desinfección y, mientras las paletadas de tierra iban sonando cada vez más sordamente, la familia se amontonaba en el taxi. Un cuarto de hora después estaban en su casa.
Así, todo pasaba con el máximo de rapidez y el mínimo de peligro. Y, sin duda, por lo menos al principio, es evidente que el sentimiento natural de las familias quedaba lastimado. Pero, en tiempo de peste, esas son consideraciones que no es posible tener en cuenta: se había sacrificado todo a la eficacia´´.
– ´´El Doctor Rieux… sabía también que si las estadísticas seguían subiendo, ninguna organización, por excelente que fuese, podría resistir; sabía que los hombres acabarían por morir amontonados y por pudrirse en las calles, a pesar de la prefectura; y que la ciudad vería en las plazas públicas a los agonizantes agarrándose a los vivos con una mezcla de odio legítimo y de estúpida esperanza. Este era el género de evidencia y de aprensiones que mantenía en nuestros conciudadanos´´.
Al ir desapareciendo la peste, las percepciones en Orán son ambiguas. Por un lado, la idea de que la plaga había liquidado toda noción de esperanza y de porvenir, dejando una sensación de derrota, cierta atmósfera apocalíptica y de escepticismo. Veamos algunas de ellas:
— ´´Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. A decir verdad, todo se volvía presente. La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes´´.
— ´´Podemos decir, para terminar, que los separados ya no tenían aquel curioso privilegio que al principio los preservaba. Habían perdido el egoísmo del amor y el beneficio que conforta. Ahora, al menos, la situación estaba clara: la plaga alcanzaba a todo el mundo´´.
— ´´Después de todo… -repitió el doctor y titubeó nuevamente mirando a Tarrou con atención-, esta es una cosa que un hombre como usted puede comprender. ¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?
-Sí -asintió Tarrou-, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.
Rieux pareció ponerse sombrío.
-Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.
-No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted.
-Sí -dijo Rieux-, una interminable derrota´´.
— ´´En verdad, era difícil saber si se trataba de una victoria, únicamente estaba uno obligado a comprobar que la enfermedad parecía irse por donde había venido. La estrategia que se le había opuesto no había cambiado: ayer ineficaz, hoy aparentemente afortunada. Se tenía la impresión de que la enfermedad se había agotado por sí misma o de que acaso había alcanzado todos sus objetivos. Fuese lo que fuese, su papel había terminado´´.
— ´´En unos, la peste había hecho arraigar un escepticismo profundo del que ya no podían deshacerse. La esperanza no podía prender en ellos. Y aunque el tiempo de la peste había pasado, ellos continuaban viviendo según sus normas. Estaban atrasados con respecto a los acontecimientos. En otros, y éstos se contaban principalmente entre los que habían vivido separados de los seres que querían, después de tanto tiempo de reclusión y abatimiento, el viento de la esperanza que se levantaba había encendido una fiebre y una impaciencia que les privaban del dominio de sí mismos. Les entraba una especie de pánico al pensar que podían morir, ya tan cerca del final, sin ver al ser que querían y sin que su largo sufrimiento fuese recompensado´´.
— ´´ Ya en aquella época había pensado en ese silencio que se cierne sobre los lechos donde mueren los hombres. En todas partes la misma pausa, el mismo intervalo solemne, siempre el mismo aplacamiento que sigue a los combates: era el silencio de la derrota´´.
Por otro lado, la idea de haberle ganado la batalla a la peste hace que sus habitantes salgan a festejarlo a las calles, retornando lentamente a las condiciones de una cotidianidad no avasallada, libre al fin del miedo y de la muerte:
— ´´ Las puertas de la ciudad se abrieron por fin al amanecer de una hermosa mañana de febrero, saludadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los comunicados de la prefectura. Le queda aún al cronista por relatar las horas de alegría que siguieron a la apertura de las puertas, aunque él fuese de los que no podían mezclarse enteramente a ella.
Se habían organizado grandes festejos para el día y para la noche. Al mismo tiempo, los trenes empezaron a humear en la estación, los barcos ponían ya la proa a nuestro puerto, demostrando así que ese día era, para los que gemían por la separación, el día del gran encuentro.
Se imaginará fácilmente lo que pudo llegar a ser el sentimiento de la separación que había dominado a tantos de nuestros conciudadanos´´.
— ´´Al mediodía, el sol, triunfando de las ráfagas frías que pugnaban en el aire desde la mañana, vertía sobre la ciudad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El día estaba en suspenso. Los cañones de los fuertes, en lo alto de las colinas, tronaban sin interrupción contra el cielo fijo. Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado.
Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados de pronto, circulaban por las calles invadidas. Todas las campanas de la ciudad, echadas a vuelo, sonaron durante la tarde, llenando con sus vibraciones un cielo azul y dorado. En las iglesias había oficios en acción de gracias. Y al mismo tiempo, todos los lugares de placer estaban llenos hasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mostradores se estrujaba una multitud de gentes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas enlazadas que no temían ofrecerse en espectáculo. Todos gritaban o reían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses en que cada uno había tenido su alma en vela, las gastaban en este día que era como el día de su supervivencia. Al día siguiente empezaría la vida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, las gentes de orígenes más diversos se codeaban y fraternizaban.
La igualdad que la presencia de la muerte no había realizado de hecho, la alegría de la liberación la establecía, al menos por unas horas´´.
Todo esto da a los habitantes de Orán conciencia de que la peste había pasado dejando a su paso luto, encierros, punzantes recuerdos, muerte, dolor, soledades, y con ello también la idea de renacer de las cenizas, como un ave Fénix de los escombros:
— ´´Entre la luz suave y límpida que descendía sobre la ciudad se elevaban los antiguos olores a carne asada y a anís. A su alrededor, caras radiantes se volvían hacia el cielo. Hombres y mujeres se estrechaban unos a otros, con el rostro encendido, con todo el arrebato y el grito del deseo. Sí, la peste y el terror habían terminado y aquellos brazos que se anudaban estaban demostrando que la peste había sido exilio y separación en el más profundo sentido de la palabra´´.
— ´´Sí, todos habían sufrido juntos, tanto en la carne como en el alma, de una ociosidad difícil, de un exilio sin remedio y de una sed jamás satisfecha. Entre los amontonamientos de cadáveres, los timbres de las ambulancias, las advertencias de eso que se ha dado en llamar destino, el pataleo inútil y obstinado del miedo y la rebeldía del corazón, un profundo rumor había recorrido a esos seres consternados, manteniéndolos alerta, persuadiéndolos de que tenían que encontrar su verdadera patria. Para todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde querían volver, apartándose con asco de todo lo demás´´.
El doctor Rieux, cronista y narrador, da cuenta de lo que la peste ha generado en Orán. Sabe que muchas emociones contradictorias han surgido de esta tragedia, como fatales individualismos y egoísmos, pero también una desinteresada solidaridad y entrega:
— ´´Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos´´.
— ´´En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva´´.
Y sin embargo, con la lucidez que poseen los escépticos, aquellos que siempre sospechan y dudan, el doctor Rieux entendía que esa alegría, que se manifestaba en la ciudad por el fin de la peste, estaba siempre amenazada, por lo que el último párrafo de la novela nos lanza a la incertidumbre, rasga el velo de una ficticia alegría y de una vana esperanza, nos da conciencia del absurdo, de la fatalidad que tras nuestros gozos se oculta, y que nunca desaparece. Entonces leemos:
— ´´Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa´´.
Por Carlos Fajardo Fajardo, poeta y ensayista colombiano.
** Todos los fragmentos han sido tomados de la traducción de Franky Richard.
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