Los escalofríos en los mercados de especulación financiera generan incertidumbre en la economía de Estados Unidos. Varios economistas advierten que los mercados inmobiliario y de valores están sobrevalorados. La respuesta del genial presidente Donald Trump: un desfile militar.
Durante la campaña presidencial de 2016 el magnate de ilusiones Donald Trump convenció a más de 60 millones de votantes de que la situación económica de Estados Unidos era desastrosa, catastrófica, horrible, insostenible, y de que todo era culpa de Barack Obama.
Durante el primer año de su gestión presidencial, Trump se ha jactado del desempeño brillante, excepcional, excelente y robusto de la economía estadounidense, atribuyéndose por supuesto los méritos.
La realidad real –no la alternativa en la cual Trump se mueve– es un poco diferente de ambas ficciones: la capacidad de un presidente de Estados Unidos para influir en la economía es limitada, y sólo ha sido eficaz a medias cuando el gobierno ha salvado al sistema de sus propias estupideces.
Tras la crisis financiera de 2008, tanto el entonces presidente republicano George W Bush como el recién llegado demócrata Obama, dispusieron una intervención estatal gigantesca que permitió navegar la Gran Recesión. Cuando Obama llegó a la Casa Blanca en enero de 2009 el país perdía 700 mil empleos por mes, la tasa de desempleo estaba por encima del 10 por ciento de una fuerza laboral desalentada, el sistema financiero se tambaleaba y empresas como General Motors, Chrysler y Ford estaban al borde de la bancarrota.
La Gran Recesión concluyó, formalmente, en julio de 2009, y desde entonces la economía de Estados Unidos retornó a un crecimiento, lento pero sostenido, y para el fin de la gestión de Obama la tasa de desempleo había bajado al 4,9 por ciento. La gran desazón de la mayoría de los estadounidenses en 2016 no respondió a una mala situación económica, sino a una economía que ha seguido concentrando la riqueza en unos pocos y manteniendo a los muchos en un corre-corre tras empleos secundarios, changas y malabarismos en el presupuesto hogareño.
Las ganancias de las corporaciones han crecido más del doble: de unos 800.000 millones de dólares anuales en 2009, a 1.700 millones en 2017. Durante el mismo período el sueldo real promedio de los trabajadores ha subido de unos 690 dólares por semana a 754 dólares (9,2 por ciento), contando con el salto en diciembre y enero que causó temores de presión inflacionaria.
Esta es la economía que Trump recibió hace poco más de un año, y que siguió funcionando de la misma manera: más beneficios para los especuladores financieros y aguántense los de abajo que tenemos un gran reality show.
Durante 2017 los valores en los mercados financieros batieron récords mes tras mes, y Trump, el empresario, se ha jactado de ello como si el índice Dow Jones fuese el termómetro de la economía.
En la primera semana de febrero los mercados financieros de Estados Unidos perdieron todas las ganancias que habían acumulado de manera acelerada desde el 1 de enero, y de pronto entró el temor, la seguidilla de análisis de expertos, los vaticinios de caídas vertiginosas en “las bolsas”, y luego los diagnósticos de que se trata apenas de un ajuste de los mercados y que los fundamentos de la economía son sólidos.
LOS CLARIVIDENTES.
El salvamento del sistema económico fue resultado, en gran parte, de la adopción ya en diciembre de 2007 de una política monetaria con la cual la Reserva Federal mantuvo la tasa de interés de referencia en casi cero, durante casi una década.
Con dinero abundante y barato, la economía –medida por los índices de los mercados– está ahora en un punto diferente: el mercado laboral ha llegado a lo que muchos consideran “pleno empleo”, y para conseguir trabajadores las empresas tienen que aumentar los sueldos, lo cual incrementará el consumo y el riesgo de inflación.
La inflación se ha mantenido por años debajo del 2 por ciento anual, algo que la Reserva Federal considera saludable, y por lo tanto ha ido aumentando muy suavemente la tasa de interés desde fines de 2017. Si la economía se atasca, la Reserva, que ha llevado la tasa de interés al 1,25 o 1,50 por ciento, no tendrá mucho margen para bajarla y evitar un estancamiento, y si la economía se acelera y sube la tasa de interés, los especuladores se mandarán mudar y chau bonanza.
La propia Reserva Federal está en transición. Janet Yellen, la primera mujer presidenta de la institución, que concluyó su mandato de cuatro años la semana pasada y a quienes muchos analistas dan más mérito por la reactivación económica que a Obama y Trump juntos, se despidió advirtiendo que, en su opinión, “los precios de las acciones y los bienes raíces están elevados”, pero se abstuvo de afirmar que esos mercados estén en una “burbuja” de especulación.
Su sucesor, Jerome Powell, designado por Trump, tomó el timón justo cuando los mercados andaban espantados por la mayor estampida de ventas en seis años y medio y la mayor pérdida de puntos del Dow Jones en un día.
Según Charles Lane, editorialista de economía y política fiscal en The Washington Post, “afortunadamente, Powell es una de las mejores designaciones que ha hecho Trump: elegido por Obama hace seis años como miembro de la Junta Directiva de la Reserva como gesto de conciliación bipartidista, Powell es un veterano tanto de Washington como de Wall Street y en general ha apoyado las políticas de Yellen”.
El ex presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, quien fuera gurú de estas materias entre 1987 y 2006, opina que “hay dos burbujas: una burbuja en el mercado de acciones, y una burbuja en el mercado de bonos”. “A corto plazo, esto no es cosa mala –añadió–. Pero obviamente nos encaminamos a un mayor incremento en las tasas de interés de largo plazo, y esto tiene un impacto importante en toda la estructura de la economía.”
Greenspan señaló con el dedo a los políticos, indicando que “lo que tenemos es un panorama fiscal inestable a largo plazo, en el cual la inflación se hará fuerte. Me sorprendió mucho que (en el mensaje anual del presidente Trump al Congreso) se mencionaran todas esas grandes iniciativas para las cuales no hay financiación, y ahora nos acercamos al momento en que se acelerará la inflación. La única pregunta es cuándo”.
Paul Krugman, premio Nobel de economía en 2008, está de acuerdo con Greenspan en que los mercados de valores y de bienes raíces están sobrevalorados, y se preguntó: “¿Vamos camino a un gran problema?”. “Es demasiado pronto para saberlo –afirmó–. Pero lo que sí sabemos es que, si es así, tenemos la peor gente posible a cargo para resolverlo”, y calificó al secretario de Tesoro, Steven Mnuchin, como “el individuo menos distinguido y menos informado que jamás haya ocupado ese puesto”.
Por su parte, Dean Baker, bocho máximo del Centro para Investigación Económica y de Políticas, estuvo de acuerdo con Greenspan y Krugman acerca de la “sobrevaloración de mercados” –para los legos: cuidado que nos escrachamos–, pero no con que Estados Unidos esté al borde del pleno empleo.
“Si bien la tasa de desempleo del 4,1 por ciento (la menor en 17 años) es baja, comparada con los estándares de los últimos 45 años, vale la pena notar que otras grandes economías, como Japón y Alemania, tienen tasas de desempleo mucho más bajas de las que casi cualquier economista hubiese creído aconsejables hace apenas cuatro o cinco años –escribió Baker–. No veo razón para creer que la tasa de desempleo de Estados Unidos no pueda bajar al 3,5 por ciento, y aun más, sin que entremos en una espiral inflacionaria.”
IMPREDECIBLE.
La economía es una dama que se mueve por sus propios ciclos, los cuales no siempre coinciden con los mandatos presidenciales. Cuando viene flaca, el nuevo presidente culpa al anterior; cuando viene con curvas bonitas, el presidente se atribuye el engorde, y cuando entra a tropezar todos culpan al presidente en funciones.
La diferencia con Trump es que nadie tiene idea de cuáles son sus ideas, suponiendo que existan, acerca de la política económica de su gobierno.
Durante la campaña de 2016 Trump acusó a China, México, Canadá, la Unión Europea y casi todo el resto del mundo de llevar adelante prácticas comerciales desleales que robaban empleos estadounidenses. Para remediar el entuerto, Trump prometió medidas proteccionistas que han desbaratado o amenazan desbaratar los acuerdos multilaterales de comercio.
No obstante lo cual, 2017 cerró con un déficit comercial récord de 566.600 millones de dólares, un 12,1 por ciento mayor que en el año anterior. El déficit comercial con China –país al que el candidato Trump denunció como manipulador de la moneda– subió a la cifra sin precedentes de 375.000 millones de dólares, y el saldo negativo con México creció a 71.000 millones de dólares.
El único logro legislativo en un año de presidencia trumpiana fue la aprobación de una reforma impositiva tan compleja que nadie –ni trabajadores ni empresarios– sabe con cierta certeza cómo impactará en la economía. En principio, hay cortes de impuestos para todos, con el detalle de que los recortes impositivos para los trabajadores expiran en dos años, y los de las grandes corporaciones serán permanentes.
Aunque la victoria electoral de Trump se debió al fervor de los conservadores, que siempre son cruzados contra el déficit y la deuda fiscal, en los primeros tres meses del año fiscal 2018 ésta ascendió a 228.000 millones de dólares, unos 18.000 millones más que en el mismo período de 2017.
La deuda nacional, que al término del año fiscal 2017 se ubicaba en 20,2 billones de dólares, ha subido en 3.000 millones de dólares en los primeros tres meses del año fiscal 2018, y sigue por encima del 105 por ciento del Pbi.
El déficit se financia con deuda. Para el año fiscal 2018, que comenzó el 1 de octubre, el presupuesto federal es de 4,1 billones de dólares, de los cuales 315.000 millones van para pagar la deuda y sus intereses.
De ahí la advertencia de Greenspan sobre la política fiscal, y de que los vaivenes de Trump contribuyan a agravarla. Según el Comité por un Presupuesto Federal Responsable, un grupo bipartidista, la reforma impositiva que Trump promulgó añadirá 2,2 billones de dólares a los déficit fiscales en una década. Los recortes de 5,8 billones de dólares se compensarán, en la fantasía de Trump, con un crecimiento económico que él prometió que sería del 4 por ciento anual al término de su primer año en el gobierno, y ha sido en realidad del 2,6 por ciento. Pocos economistas dan crédito a la ilusión de Trump de que la economía de Estados Unidos seguirá creciendo al 4 por ciento anual durante una década, como para solventar el déficit.
En su actual pulseada presupuestaria con el Congreso –en el cual su Partido Republicano tiene mayoría en ambas cámaras–, Trump insiste en que se destinen 25.000 millones de dólares del presupuesto de política de inmigración para la construcción de la gran muralla que prometió para la frontera con México. Dado que ahora Trump ya no menciona, como juró en 2016, que haría que México pagara por el muro, cabe suponer que los contribuyentes estadounidenses pagarán por él.
El presupuesto de Trump contiene, además, una asignación de 700.000 millones de dólares al gasto militar, un incremento de 10 por ciento sobre el último presupuesto de Obama, y hace énfasis en los armamentos nucleares.
En una semana de temblequeos en los mercados financieros y en la cual Trump calificó de “traidores a la patria” a los legisladores demócratas que no lo aplaudieron durante su discurso en el Congreso, mientras sigue adelante la investigación de su extraño romance con Rusia, el presidente encontró otro chiche con el cual distraer la atención pública: ¡un desfile militar!
EL ARTE DE DESFILAR.
A diferencia de otras muchas naciones, en Estados Unidos las fiestas nacionales no incluyen enormes desfiles militares. Sí, por ahí, entre carrozas y equipos escolares, desfilan algunos soldados de reserva con sus banderas, pero nada parecido a los despliegues gigantescos de tropas y armamento típicos de las dictaduras.
Ha habido algunos desfiles militares en Estados Unidos: en 1942 para exaltar el esfuerzo guerrero, en 1946 para celebrar la victoria de los aliados, en 1953 para la inauguración del presidente Dwight Eisenhower, en 1961 para la de John F Kennedy, y en 1981 tras la victoria en la primera Guerra del Golfo.
Pero Trump visitó Francia en julio pasado y quedó fascinado con el gran desfile del Día de la Bastilla, en París. Tanto que ahora le ordenó al Pentágono que organice algo similar en Washington para una fecha a determinar.
Es posible también que lo tenga molesto el despliegue de tropas, tanques, cohetes y banderas de su contraparte favorita, el dictador de Corea del Norte, Kim Jong-un. Después de haberle advertido a Kim que su “botón nuclear” es más grande que el suyo, tal vez ahora Trump sienta la compulsión de mostrar que su desfile militar es más grande que los de Pyonyang o Moscú.
El capricho de grandeza también tiene su costo: hace años que las fuerzas armadas de Estados Unidos dedican menos tiempo y esfuerzo a entrenar a sus soldados para el paso de marcha y la coreografía de escuadras, batallones, regimientos y banderitas. La guerra actual se hace con unidades pequeñas, operaciones de comando, y no con formaciones cerradas que avanzan sobre el tablero del campo de batalla.
La organización de la calistenia de tropas, suponiendo que el Pentágono le siga la corriente, requerirá el traslado a Washington de tanques de guerra que están dispersos en unidades a miles de quilómetros, quizá la inclusión de plataformas rodantes y misiles, y la pérdida de tiempo enseñando a desfilar a las tropas que supuestamente deberían estar listas para el combate.
En la economía de Trump, cualquier costa tiene sentido. Si hay nubes en el horizonte económico, fácil: un desfile militar.
Leave a Reply