La revolución rusa fue la primera que derrotó a las clases dominantes y consiguió consolidarse en el poder, mostrando al mundo entero que los pobres (obreros y campesinos) podían vencer a los poderosos del mundo. Sin embargo, el segundo paso, la construcción de un mundo mejor al capitalista, mostró muchas más dificultades que las imaginadas por los dirigentes de la revolución de octubre.
“Fue el acontecimiento más importante del siglo XX”, escribió el historiador británico Edward Hallett Carr, autor de la monumental Historia de la Rusia soviética, 14 tomos de la más detallada reconstrucción de la cruzada revolucionaria. “La revolución fue hija de la guerra”, concluye su compatriota Eric Hobsbawm en su ambiciosa Historia del siglo XX.
Ciertamente, la revolución de 1917 cambió la historia, con tal profundidad que sus efectos se pueden rastrear hasta nuestros días, casi tres décadas después del colapso de la Unión Soviética. Anunció una nueva era en las relaciones entre las clases sociales, hundió al imperio más extenso de la época, asustó a las clases dominantes –que en pocos años pusieron en pie un Estado del bienestar que se mostró como el cortafuegos más eficaz ante el incendio revolucionario– y dio alas a las revueltas anticoloniales en el Tercer Mundo.
Pero el hecho de que las revoluciones fueran paridas por guerras se convirtió con el tiempo en un problema mayor, ya que tuvieron como resultado un poder jerárquico cuya cima estaba integrada por varones de clase media, en general blancos e ilustrados. Una estructura adecuada para derrotar a las clases dominantes, pero que obstaculizó la creación de mundos nuevos.
Si hubiera que poner la fecha inicial de la revolución rusa, habría que mentar el 23 de febrero de 1917 (en el calendario juliano, retrasado 13 días con respecto al gregoriano, vigente en el resto del mundo), cuando se celebraba el Día Internacional de la Mujer. Las obreras textiles de Petrogrado decidieron ir a la huelga y enviaron delegadas a las metalúrgicas para que se sumaran al movimiento. Fue el comienzo de la revolución de febrero, que hundió, en apenas cuatro días, la autocracia zarista.
Luego de tres años de guerra y de la inminente derrota de Rusia a manos de Alemania, la población de las ciudades pasaba hambre mientras en las trincheras morían por millares. El 23 de febrero unos 90 mil obreros y obreras de la capital imperial se declaraban en huelga. “Manifestaciones de mujeres en que figuraban solamente obreras se dirigían en masa a la Duma municipal pidiendo pan”, desliza la pluma inquieta de León Trotski en su Historia de la revolución rusa.
El movimiento, describe, “empezó desde abajo, venciendo la resistencia de las propias organizaciones revolucionarias”. En pocas horas, al desesperado grito de “¡Pan!” se suman otros más audaces: “¡Abajo la autocracia!” y “¡Abajo la guerra!”. La principal avenida de Petrogrado, la perspectiva Nevski, contempla un desfile continuo de hambrientos. “Son masas compactas de obreros cantando himnos revolucionarios”, explica Trotski.
FRUTA MADURA.
En los tres días siguientes las multitudes rodean a los soldados y a la policía. Los cosacos son los primeros en levantar sus armas para no disparar contra las masas. La guarnición del zar contaba con 150 mil soldados. Descargan sobre los obreros, pero éstos responden y se entablan tiroteos. La población no tiene miedo, quizá porque una parte había visto morir a sus parientes más cercanos en las trincheras o porque el hambre era insoportable.
El 26 es una jornada decisiva. Los obreros se concentran en los suburbios para marchar hacia el centro, pero los soldados cortan los puentes. Atraviesan a pie el Neva helado, desafiando los disparos de las huestes zaristas. Pese a contabilizar más de 40 muertos, no se repliegan. Ese día comienzan a amotinarse las tropas. “No estamos ante una sublevación de soldados provocada por el rancho, sino ante un acto de alta iniciativa revolucionaria”, analiza el dirigente bolchevique.
La guarnición del zar “se iba fundiendo, derritiéndose” ante el avance arrollador de las multitudes. El 27 abdica el zar Nicolás II y se forma un gobierno provisional basado en una alianza entre liberales y socialistas. Los bolcheviques se sitúan desde el primer día en la oposición. El partido de Lenin era, relativamente, pequeño. Contaba con 24 mil miembros, pero fue creciendo de forma exponencial hasta octubre, a medida que el frente militar se desmoronaba y la impaciencia por la paz, el pan y la tierra segaba las bases sociales del nuevo y precario régimen.
Lo que siguió es bien conocido. Bajo la batuta de Lenin los bolcheviques toman el Palacio de Invierno el 25 de octubre (7 de noviembre) y le “ofrecen” el poder a los sóviets (consejos) de diputados obreros, campesinos y soldados. Fue una jornada memorable relatada minuciosamente por John Reed en Diez días que estremecieron el mundo, donde describe la actitud de los obreros como una “tempestad de indignación popular”, protagonizada por hombres endurecidos por la guerra y el hambre que, sin embargo, al concluir su hazaña “lloraban y se abrazaban unos a otros”.
Según Hobsbawm, “no fue necesario tomar el poder, sino simplemente ocuparlo”, porque cayó como fruta madura en manos del único partido que contaba con objetivos y una dirección decidida. Carr, por su parte, retrata a la inteliguentsia bolchevique como “un grupo sin equivalente en ningún otro lugar”, lo que explica en buena medida la capacidad del grupo dirigente para tomarle el pulso a la situación y trazar líneas de acción. Lenin era, fuera de dudas, el más capaz, pero en un equipo descollante en el que brillaban desde Trotski y Lunacharski hasta los artistas Vasili Kandinski y Serguéi Eisenstein, quienes apoyaron con fervor el poder soviético.
El desafío mayor para el nuevo gobierno comenzó meses después, cuando los generales zaristas emprenden una guerra contra el poder soviético (que sólo se había consolidado en un puñado de grandes ciudades, como Petrogrado y Moscú). Hasta 14 países intervinieron en la guerra civil para derrocar al gobierno de los sóviets, entre ellos Estados Unidos, Reino Unido, Japón y Francia, consolidando un “Ejército Blanco” que estuvo cerca de derrotar a la revolución.
La guerra finalizó formalmente en 1923, pero dos años antes la victoria bolchevique estaba consumada. Los costos fueron terribles. Hasta 5 millones de muertos, en combate, por hambre o represión. Para Hobsbawm hay tres razones que explican la supervivencia de la revolución: un Partido Comunista, centralizado y disciplinado, que ya contaba con 600 mil miembros; la decisión de mantener a Rusia unida, lo que le permitió contar con el apoyo de la oficialidad zarista para crear el Ejército Rojo; y haber permitido a los campesinos ocupar la tierra, lo que Lenin definió como una reforma agraria desde abajo.
LA RECONSTRUCCIÓN.
Los pasos que dio la revolución para sobrevivir la condujeron hacia un lugar impensado, de modo que “cuando la nueva república soviética emergió de su agonía, se descubrió que conducían en una dirección muy distinta de la que había previsto Lenin en la estación de Finlandia”, en abril de 1917 al llegar del exilio, sostiene Hobsbawm.
La reconstrucción del Estado fue casi idéntica a la reconstrucción del ejército, aunque se lo denominara Rojo. Como señala Charles Bettelheim en Las luchas de clases en la Urss, no se creó un ejército “caracterizado por nuevas relaciones ideológicas y políticas”, sino que se reclutó en masa a los llamados “especialistas militares”, que eran oficiales zaristas que se sumaron, por propia voluntad o a la fuerza, a la tarea de defender la integridad territorial de su amada Rusia.
La idea de la “neutralidad de la técnica” (que defendía también Lenin) llevó a los bolcheviques, y a Trotski en particular como comandante del ejército, a colocar en el lugar de mando a los oficiales que provenían del ejército zarista. Aunque estuvieran controlados por comisarios políticos, encabezaban una institución vertical y autoritaria en la cual los soldados no podían controlar a los oficiales, como sí sucedió en el ejército rojo chino, que era un verdadero ejército popular.
Esos oficiales lucían “signos exteriores de respeto” y gozaban de condiciones de vida, desde la vivienda hasta la comida, que los colocaban por encima de los militares sin graduación. En realidad jugaron el mismo papel, jerárquico y de control, que los cuadros superiores y dirigentes del Partido Comunista, y los servicios de seguridad (la Checa primero y la Gpu después) respecto del conjunto de la sociedad rusa.
El viraje autoritario se profundiza hacia el final de la guerra civil, cuando reaparece el hambre provocada por la resistencia del campesinado a entregar sus cosechas al Estado, y se produce la rebelión de los marinos en Kronstadt, en marzo de 1921, quienes instalaron una comuna revolucionaria que fue aplastada en sangre por el Ejército Rojo con un costo de miles de muertos.
El décimo Congreso del Partido Comunista –también en marzo de 1921– consumó el viraje que colocó al partido en el lugar que debía ocupar la clase, consolidó un aparato central, desplazó a una parte de la vieja guardia y promovió la primera purga sistemática, con el visto bueno de Lenin. Como señala Carr, “la concentración del poder en el seno del partido se emparejaba con un proceso similar en los organismos del Estado”. Fue el comienzo de un proceso que llevó al predominio de Stalin con métodos de terrorismo de Estado o, mejor, de partido-Estado.
UN LEGADO PROBLEMÁTICO.
Con los años aparecieron tres explicaciones para dar cuenta de los caminos seguidos por la Urss, que se convirtieron en las tres principales tendencias del movimiento comunista internacional: la que defendió el “modelo ruso” como el verdadero socialismo; la corriente trotskista que señalaba que la Unión Soviética se había convertido en un “Estado obrero burocratizado”; y la que se inspiró en los análisis de Mao Zedong, que afirmaba que se había formado una “burguesía de Estado” a la sombra del poder soviético.
Lo cierto es que la Urss fue una experiencia exitosa para la modernización y la industrialización del país. Si no lo hubiera hecho a marchas forzadas, seguramente habría sido doblegada por la invasión nazi a partir de junio de 1941. La revolución de octubre pudo vencer a las fuerzas internas y externas de la reacción, poner en pie una poderosa nación, mejorar la calidad de vida, construir un Estado eficiente para el control de la población y asegurar la defensa del país.
Pero en modo alguno representó un avance hacia una sociedad más libre e igualitaria, y el entramado del poder soviético se reveló como un poderoso obstáculo para la emancipación social. Peor aun: cinceló un concepto de socialismo consistente en la concentración de los medios de producción en manos de un Estado controlado por el partido, que sigue siendo el modelo por el cual se guían buena parte de las izquierdas del mundo, como puede comprobarse estos días en América Latina.
Es una pesada herencia, pegajosa, difícil de trascender, toda vez que se han instalado como sentido común las ideas de que la propiedad estatal es superior (a la privada, cooperativa o comunal), que mercado y Estado son opuestos, que la sociedad deseable debe ser planificada desde instancias como los partidos, entre las más destacadas.
En sentido estricto, las izquierdas no han roto con el estalinismo, aunque denuncien sus “errores”, fórmula que encubre los crímenes en masa. En dos aspectos resulta esto evidente: el escaso interés por las libertades en el seno de las organizaciones, y la ambición de construir un socialismo estatista como horizonte de la sociedad deseable. La tensión antiestatal que anidaba en los socialistas del siglo XIX (sobre todo en Marx) y en el Lenin de El Estado y la revolución se disolvió en las mezquinas prácticas del ejercicio del poder.
Cuando en la década de 1980 sobrevino la desorganización de la economía, en gran medida porque la sociedad había dejado de colaborar con el régimen, el poder soviético sufrió una severa implosión. Con el tiempo se hizo evidente que se trataba de un sistema que se empeñó en aplastar la soberanía popular e intentó, a través de un vasto aparato de control, “ahogar la autonomía de la sociedad”, como destaca el comunista disidente Eugenio del Río (Rebelión, 21-X-2017).
A escala global, una de las peores consecuencias es que el Estado soviético generó una ristra de clones políticos que empeñaron los mejores esfuerzos de los trabajadores en imitar al “partido guía” con sede en Moscú, sacrificando la independencia de clase en el altar de la lucha por el poder.
La herencia que nos dejó a los latinoamericanos la política estalinista puede palparse en una cultura política contumaz que busca, una y otra vez, referencias en caudillos y en partidos cuya mayor autoridad es que detentan –o aspiran a detentar– el poder estatal, convertido en un fin en sí mismo y no ya en un medio más para transformar el mundo.
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