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“Bienvenidos al infierno”

“Bienvenidos al infierno”

Con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina, la violencia en las favelas se ha disparado y ha sacado a la luz la guerra silenciosa entre policías y narcotraficantes. Los habitantes de estas comunidades son las principales víctimas del fuego cruzado. Tan sólo en mayo la policía mató a una persona cada nueve horas. Tres de cada cuatro eran jóvenes negros.

 

El miércoles 6 un grupo de policías se manifestaba en el aeropuerto internacional Galeão, de Rio de Janeiro, con una pancarta con la que provocaban a los turistas que recién llegaban a la “ciudad maravillosa”: “Bienvenidos al infierno”, decía. Esta era la respuesta de las fuerzas del orden ante el aumento de agentes asesinados en la guerra que se juega a diario en las favelas cariocas entre fuerzas armadas y facciones del tráfico de drogas.

 

Esa misma semana un informe de Human Rights Watch (Hrw) confirmaba que por cada policía asesinado en 2015, las fuerzas de seguridad mataron a 25 personas. En este sentido, los habitantes de los morros hace tiempo que viven en un infierno. Jóvenes, niños, adultos, muertos por balas perdidas, por estar en el lugar y el momento equivocados.

 

Desde que se supo que Brasil albergaría la Copa del Mundo, y después Rio de Janeiro los Juegos Olímpicos, la violencia en las favelas no ha hecho más que aumentar. Según datos de Amnistía Internacional, en los últimos seis años la policía carioca fue responsable de entre 13 y 21 por ciento del total de asesinatos en la ciudad. En 2015 fueron asesinadas 645 personas, y una de cada cinco murió por “homicidio derivado de acción policial”. El director de Amnistía Internacional de Brasil, Atila Roque, advierte que ese número “podría ser más elevado” ya que muchos de los asesinatos son registrados como “homicidios”, una etiqueta genérica que sirve para no colocar la culpa en las fuerzas de seguridad. Eso fue lo que sucedió con Eduardo Jesús, un niño de 10 años, asesinado por la Policía en abril de 2015 en la puerta de su casa, mientras esperaba que su hermana volviera de la escuela: “Como maté a tu hijo puedo matarte a vos también, porque él era un hijo de bandido”, le dijo el policía a la madre de Eduardo Jesús, mientras ella le gritaba desesperada.

 

El Instituto de Seguridad Pública reconoció que entre febrero y mayo de 2016 las muertes por acción policial aumentaron 78 por ciento con relación al año anterior. El 30 de junio la policía asesinó brutalmente a Jonathan Dalber, un menor de 16 años que salía de la casa de su tío, en el morro de Borel, con una bolsa de pop en la mano. Sin mediar palabra, un agente le pegó un tiro en la cabeza al pensar que lo que llevaba en la mano era una bolsa con droga. Los vecinos de la comunidad grabaron un video donde se ve cómo los policías, al darse cuenta del error, intentan socorrer al chico pero acaban abandonándolo y huyendo.

 

Asesinatos extrajudiciales, abuso de fuerza, invención de la escena del crimen y amenazas a posibles testigos forman parte del día a día de la Policía Militar, según denuncia el informe de Hrw “El buen policía tiene miedo: Los costos de la violencia policial en Rio de Janeiro”. La impunidad y el “vale todo” en aras de la seguridad permiten que la lógica de la vulneración de derechos humanos se mantenga: “Pocas veces llegan a la justicia los casos de policías que han hecho abuso de poder. La mayoría de las confrontaciones son encubiertas como legítima defensa”, reconoce el fiscal general Marfan Martins Vieira en ese documento.

 

LÓGICA DE GUERRA.

 

Rio de Janeiro es el estado brasileño con tasas de mortalidad más elevadas en el transcurso de operaciones policiales. En los últimos diez años más de 8 mil personas fueron asesinadas en el curso de invasiones “pacificadoras” en las favelas. Las políticas de seguridad pública se basan en la militarización de estas comunidades. Por un lado, desde las Unidades de Policía Pacificadora (Upp), y, por otro, desde operativos de guerra con tanques y armas letales.

 

La diferencia entre ambos tipos de control policial apenas existe: “Las Upp eran una buena idea y se convirtieron en un fracaso porque no trabajan como policía comunitaria sino como unidades militarizadas de control y represión”, le cuenta a Brecha Atila Roque.

 

Después de diez años de Upp el balance de los vecinos es desalentador: “Los militares que suben son muy jóvenes, sin experiencia, se ponen a pegar tiros en cualquier momento, entran en nuestras casas, nos roban, nos amenazan; es una pesadilla”, cuenta Irone Santiago, cuyo hijo fue tiroteado por la policía y hoy se encuentra parapléjico y con una pierna amputada. “Sabemos que en cualquier momento van a subir y volveremos a vivir entre los tiros”, dice Santiago, habitante de la favela de La Maré desde hace más de treinta años.

 

El Complejo de la Maré, una comunidad formada por 16 favelas donde viven alrededor de 140 mil personas, fue invadido por la Policía Militar poco antes de que empezara el Mundial. La previsión inicial era que se quedaran durante el evento, pero la Policía Militar permaneció allí un año más, hasta julio de 2015. En estos días están a punto de volver.

 

El secretario de Seguridad Pública del estado de Rio de Janeiro, Jose Mariano Beltrame, anunció que 60 mil policías y 20 mil militares ocuparán la ciudad para actuar durante los Juegos Olímpicos. No especificó cuántos de ellos “subirían” a las favelas, ni tampoco dejó claro cuánto tiempo se quedarían allí. En abril, Beltrame, tras la muerte de un integrante del Batallón de Operaciones Especiales a manos de un comando de narcotraficantes, había advertido que quien “se atreva a disparar a un policía va a recibir un tiro”.

 

Las muertes de policías también han aumentado en momentos en que el estado de Rio de Janeiro se encuentra en “estado de calamidad”. Las fuerzas de seguridad, al igual que los profesores, los funcionarios públicos y el personal sanitario, reciben sus salarios con atraso. En todos esos sectores los recortes han sido muy duros.

 

“Por un lado el policía es un verdugo, porque mata a una escala inaceptable, pero también es una víctima. La mayoría tienen el mismo perfil que sus víctimas, son negros o pardos, jóvenes y de origen humilde”, explica Roque. Desde Amnistía Internacional reconocen que la precariedad que sufre la policía de Rio de Janeiro por la crisis económica hace que “aumente el estrés y también la violencia”. Pero ello no justifica de manera alguna que se vulneren los derechos humanos: “No puede haber un estado de excepción para justificar la seguridad en los Juegos Olímpicos”, dice Atila Roque. El director de Amnistía Internacional no sólo se refiere a la militarización de las favelas y al aumento de los asesinatos sino también a la nueva ley antiterrorista, que desde el 4 de junio criminaliza cualquier manifestación que se haga en determinados puntos de la ciudad hasta pasados los Juegos Olímpicos. “Durante el Mundial fue lo mismo, hubo periodistas y activistas de derechos humanos presos e incluso heridos. No podemos permitir que avasallen la libertad de expresión”, apunta el militante humanitario.

 

“UN TIPO NORMAL.”

 

A sus 30 años, Víctor Santiago se ha convertido, junto a su madre, Irone, en un activista social de la favela de La Maré. Después de lo que le sucedió dice que lo único que le queda es denunciar su caso “para mostrar al mundo” lo que sucede a diario en las favelas de Rio de Janeiro, donde el Estado sólo llega en forma de fusil o de tanque.

 

Víctor repite constantemente que siempre fue un “hombre normal”: pagaba sus cuentas, trabajaba por la mañana y estudiaba por la tarde para ser técnico en seguridad. Explica todo esto para justificar “el absurdo” de lo que le sucedió la madrugada de aquel sábado de febrero de 2015 cuando volvía a casa en el coche de un amigo. Primero los paró un primer control militar para pedirles documentos. Pudieron seguir adelante esa vez, pero antes de llegar a su casa se toparon con un segundo control. Esta vez los militares, sin intercambiar palabra, comenzaron a disparar contra el vehículo. El conductor recibió un tiro y Víctor Santiago dos. Víctor estuvo una semana en coma y tres meses hospitalizado con el pulmón perforado y sesiones de hemodiálisis.

 

Las dos balas que recibió lo dejaron parapléjico y con una pierna menos. Él responsabiliza al estado de Rio. “Fue culpa de la incompetencia de los gobernantes, a quienes no les importamos nada”, dice. Cuenta que una de las cosas que más le dolió fue salir del hospital en silla de ruedas y sin ningún tipo de ayuda. “El Estado no me ha dado ni una curita.”

 

La silla de ruedas con la que se mueve, la cama de hospital en la que pasa prácticamente las 24 horas del día y los pañales que usa para sus necesidades son donaciones de los vecinos de la comunidad. Su madre dejó su trabajo de costurera para cuidarlo, y el resto del tiempo lo dedica a intentar conseguir que se haga justicia. “Recién un año después de los hechos vino la Policía Federal para hacer una pericia del cuerpo de Víctor, y lo más absurdo de todo es que en este caso mi hijo constaba como testigo y no como víctima”, se lamenta Irone.

 

La mujer afirma no tener miedo de posibles represalias. Sabe que la policía suele amenazar a los familiares de las víctimas, pero hasta ahora nadie le ha dicho nada. Asegura que como su hijo hay otras muchas personas, que tienen miedo de hablar: “No se imagina la cantidad de gente mutilada que hay en La Maré, por no hablar de los asesinatos. Quieren acabar con todos nosotros, no tenemos derecho a nada”.

Información adicional

Autor/a: Agnese Marra
País: Brasil
Región: Sudamérica
Fuente: Brecha

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