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El infierno en la tierra

El infierno en la tierra

“Hay algo hermoso en ver a los pobres aceptar su suerte, el mundo gana mucho con su sufrimiento”, solía repetir la madre Teresa de Calcuta, canonizada esta semana por el papa Francisco. La religiosa albanesa, considerada como símbolo por antonomasia del buenismo católico, era en realidad una ferviente militante ultraconservadora, amiga de dictadores y estafadores, y fundadora y gestora de horrorosos antros.

 

Nacida en Albania en 1910, Agnes Gonxha Bojaxhiu, conocida luego como “madre Teresa”, desembarcó en Calcuta apenas adolescente, en 1929. Llegaba como misionera para predicar la fe católica en tierra hinduista, y alrededor de veinte años después comenzaría a edificar una historia que a ella la llevaría a la santidad y a la ciudad india, capital del imperio británico por casi siglo y medio y “faro cultural” de la región, a ser vista como la representación por excelencia de la miseria humana: Calcuta se convertiría en la plataforma de lanzamiento de quien sería conocida, entre otros varios nombres con olor a incienso, como “la santa de las alcantarillas”, y en punto de partida de una construcción intelectual llamada madre Teresa.

Al médico indio, calcutense él, Aroup Chatterjee la historia de la madre Teresa nunca le cerró demasiado. Se decía en su ciudad que las Misioneras de la Caridad, la orden fundada por la monja de velo blanco con vivos azules, “trabajaban” en los barrios pobres y ayudaban a sus habitantes a salir de la miseria, pero él, que sí pasaba la mayor parte de su tiempo en esas zonas, nunca había visto en ellas a alguna de las hermanas. Se decía también que los hospicios fundados por la orden eran un modelo de asistencia y caridad, pero lo que él sabía, por dichos de médicos que no encontraban demasiada difusión en los medios, pero que trascendían en el ambiente, era que no pasaban de ser simples y muy terrenales morideros en los que pobres de toda pobreza iban simplemente a pasar sus últimas horas y eran dejados, literalmente, a la buena de Dios. A Chatterjee le molestaba además, y mucho, que gracias a la madre Teresa su ciudad fuera vista casi que como equivalente a un “hoyo negro”.

Años después, el médico, ya instalado en Londres, diría en una conferencia de presentación de su libro sobre la obra de la monja Agnes: “En los países occidentales basta hablar de Calcuta para que a la gente le vengan de inmediato imágenes de leprosos, de mendigos, de miserables tirados en las calles. Yo recuerdo a Calcuta también como cosmopolita y viva, una ciudad con enormes contradicciones sociales, como todas las del tercer mundo, con sus legiones de pobres, pero también con su enorme producción cultural. Madre Teresa nos hizo mucho mal”.

Esa era, sin embargo, tal vez la menor de las críticas de Chatterjee a la hoy canonizada religiosa. Cuando todavía vivía en su país, y mientras estudiaba medicina y militaba en un partido de izquierda, Chatterjee acabó por conocer por dentro uno de los tantos hospicios para pobres que Teresa desparramó por el mundo a lo largo de su vida. Lo que vio lo horrorizó tanto que se prometió denunciarlo. En 1994, el médico, que ya estaba radicado en Inglaterra, decidió contactar a Bandung Productions, una productora audiovisual dirigida por el escritor y cineasta paquistaní Tariq Ali. La idea era trabajar en un documental en el que se contara “la historia oculta” de Teresa de Calcuta. El canal 4 de la televisión británica se interesó en el tema y el resultado fue El ángel del infierno (Hell’s Angel: Madre Teresa), un documental presentado por el escritor y periodista Christopher Hitchens ampliamente basado en las investigaciones de Chatterjee.

Un año después, Hitchens reincidiría con su libro La posición del misionero: Madre Teresa en la teoría y en la práctica (The Missionary Position: Mother Teresa in Theory and Practice), y Chatterjee comenzaría a recorrer el mundo para recabar testimonios sobre los famosos hospicios fundados por la orden de las Misioneras de la Caridad. El médico calcutense entrevistó a más de un centenar de colegas, integrantes de organizaciones sociales y monjas y voluntarios que trabajaron para la congregación, y reunió todo en su libro Madre Teresa, el veredicto final, publicado en 2003 en Londres y reeditado en marzo pasado por la editorial Fingerprint Publishing. “En su momento el libro fue un best seller, pero creo que no logró horadar el prestigio de Teresa entre los católicos. La iglesia hizo todo por silenciarlo. Hay que recordar que Teresa contaba con los favores del papa de entonces, Juan Pablo II, con quien compartía una visión del mundo y en particular una furibunda militancia contra corrientes heterodoxas, como la teología de la liberación y su cruzada contra el aborto, la homosexualidad y otras ‘desviaciones’. Teresa contaba, además, con gigantescas financiaciones para difundir su obra y su imagen”, dijo hacia fines de la década pasada el médico indio.

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Los hospicios de las Misioneras de la Caridad, tanto en Calcuta como en el resto del mundo, eran en realidad –son– “casas de la muerte donde reina una cultura del sufrimiento y la resignación” consecuentemente difundida a través de una multitud de prácticas y de signos, desde la pésima atención médica brindada hasta la manera en que se informa en un pizarrón de la “partida al cielo” de los “muertos del día”, señaló Chatterjee. A quienes llegan a paladas a esos morideros, a veces en estado terminal, a veces con simples enfermedades “de la pobreza” perfectamente curables con tratamientos adecuados (tuberculosis, disentería), se les suministra únicamente aspirinas, se les niega antibióticos, incluso el traslado a hospitales, se los hacina en amplios espacios colectivos en los que “se contagian en cadena”, contrayendo enfermedades por las que terminan, por lo general, muriendo. “Madre Teresa autorizó personalmente la reutilización, una y otra vez, de agujas hipodérmicas y era habitual que en los hospicios las sábanas repletas de heces de los enfermos se lavaran en la cocina, junto a los inmundos platos en que se les servía la comida, y que los internados debieran defecar uno al lado del otro debido a la ausencia de baños”, testimonió Chatterjee. Y en los orfanatos de la congregación no era extraño –más bien era común– que a los niños los ataran a las camas y les enseñaran a aceptar castigos físicos para “aprender a obedecer ‘los designios del Señor’”.

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En los años noventa el escritor y periodista argentino Martín Caparrós visitó uno de los morideros de las Misioneras de la Caridad en Calcuta. Estaba preparando un libro de viajes por India y lo que vio en ese hospicio, el primero fundado por la hoy santa, ya cerrado, lo resumió en un artículo que tituló “Por qué detesto a la madre Teresa de Calcuta”. La nota comienza así: “Algo me molestó desde el principio. Llegué al moritorio de la madre Teresa de Calcuta, en Calcuta, sin mayores prejuicios, dispuesto a ver cómo era eso, pero algo me molestó. Primero fue, supongo, un cartel que decía ‘Hoy me voy al cielo’ y, al lado, en un pizarrón, las cifras del día: ‘Pacientes: hombres: 49, mujeres: 41. Ingresados: 4. Muertos: 2’. En el pizarrón no existía el rubro ‘Egresos’. En el moritorio de la madre Teresa, su primer emprendimiento, la base de todo su desarrollo posterior, no hay espacio para curaciones”. Caparrós no describe escenas de hacinamiento mugroso. Sí un escenario cuidadosamente preparado para que los pobres recogidos de las calles por los voluntarios de la orden llegaran a la muerte tranquilos y limpitos, aceptándola: “En el moritorio de Calcuta, la sala de los hombres tiene 15 metros de largo por diez de ancho. Las paredes están pintadas de blanco y hay carteles con rezos, vírgenes en estantes, crucifijos y una foto de la señorita también llamada madre con el papa Wojtyla. ‘Hagamos que la iglesia esté presente en el mundo de hoy’, dice la leyenda. En la sala hay dos tarimas de material con mosaicos baratos, que ocupan los dos lados largos: sobre cada tarima, 15 catres; en el suelo, entre ambas, otros 20. Los catres tienen colchonetas celestes, de plástico celeste, y una almohada de tela azul oscuro; no tienen sábanas. Sobre cada catre, un cuerpo flaco espera que le llegue la muerte. El moritorio de la madre Teresa está al lado del templo de Khali y sirve para morirse más tranquilo, dentro de lo que cabe. La madre Teresa lo fundó en 1951, cuando un comerciante musulmán le vendió el caserón por muy poco dinero porque la admiraba y dijo que tenía que devolverle a dios un poco de lo que dios le había dado. Desde entonces, los voluntarios recogen en la calle moribundos y los traen a los catres celestes, los limpian y los disponen para una muerte arregladita”.

Un voluntario (“Richard, grande como dos roperos, rubio, media americana, maneras de cura párroco de Milwaukee”) le contó de todas maneras, como quien constata que era eso lo que debía suceder y no otra cosa, cómo un enfermo que había ingresado un mes antes con una fractura terminó muriendo por una infección no tratada.

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No por falta de fondos, precisamente. A diferencia del supuesto objeto de sus desvelos –“el pobre”–, la orden creada por la monja Agnes (que en 1963 agregó una rama masculina) nunca careció de dinero contante y sonante. Al contrario: lo acumuló en grandes, enormes cantidades. Una investigación realizada en 2013 por Serge Larrivée, Genevieve Chenard y Carole Sénéchal, de las universidades canadienses de Montreal y Ottawa y publicada en la revista bilingüe Studies in religión/Sciences religieuses, calcula en varios cientos de millones de dólares los fondos recibidos por la congregación a lo largo de los años. Se trata apenas de estimaciones, porque nunca la orden fue auditada y jamás sus cuentas fueron públicas. El trabajo, que maneja cientos de documentos, constata que no existe correspondencia alguna entre las reiteradas afirmaciones de Teresa de que consagraba lo esencial del dinero que le era donado a “atender las necesidades de los pobres que llegan a las casas de la orden” y la realidad de hospicios carentes de lo más básico. Dos tercios de esos miserables esperaban recibir atención médica y un tercio morir dignamente. Ni lo uno ni lo otro, se señaló en la investigación. “El fraude era total. Teniendo en cuenta la gestión parsimoniosa de las obras de caridad de la madre Teresa, uno puede preguntarse dónde fueron a parar los millones de dólares que supuestamente debían ir a los más pobres de los pobres”, apuntó Serge Larrivée.

En 1998, un año después de la muerte de la monja albanesa, el periodista alemán Walter Wullenweber logró publicar en la revista Stern un reportaje sobre el manejo del dinero por parte de la orden. Tuvo que lidiar durante meses con los editores de la revista, que temían juicios y una catarata de críticas por meterse y cuestionar a la bondad hecha persona. Lo que apareció fue una versión edulcorada de su nota original, pero aun así es fuerte. A partir de testimonios de ex colaboradores de las huestes de la santa de las alcantarillas y de diversas investigaciones, la nota sostiene que apenas 7 por ciento de los fondos recibidos por la orden fueron destinados a obras de caridad. Mucho de ese dinero fue a parar a la fundación de conventos. “Teresa se jactó de que fundó alrededor de 500 conventos en más de 100 países. Pero no fundó una sola clínica en Calcuta”, recordó Caparrós. Ni siquiera hablaba el bengalí, a pesar de que decía tener un “contacto cotidiano y directo” con los pobres y que enseñaba esa lengua a los niños de la calle, apuntó Chatterjee.

Entre los mayores donantes de las Misioneras de la Caridad (se dice que con cerca de un millón de dólares) figuró el dictador haitiano Jean Claude Duvalier, de quien Teresa recibió la Legión de Honor en 1981. Cuando le fue entregado el premio, la monja albanesa lo retribuyó saludando a “Baby Doc” por su “amor por los pobres, que lo adoran también a él”. Otro fue Charles Keating, que le dio más de un millón y cuarto de dólares y solía prestarle su lujoso avión privado. Amigo de Ronald Reagan, Keating fue un financista que se hizo famoso por haber estafado sin ningún tapujo unos 250 millones de dólares a pequeños ahorristas. Cuando estaba siendo juzgado, Keating recibió el muy preciado apoyo de Teresa, que envió una carta a los tribunales pidiendo clemencia para ese “hombre que tanto ha hecho por los pobres”. El fiscal del caso retrucó reclamando a la santa que se desprendiera del millón y cuarto de dólares donados por Keating, pero la santa estaba seguramente en alguna de sus misiones y no tuvo tiempo de contestar.

Tuvo tiempo, sí, en 1984, para pedir a las decenas de miles de personas contaminadas por una fuga masiva de sustancias tóxicas de una fábrica de pesticidas propiedad de la empresa estadounidense Union Carbide, en Bhopal, India, que aceptaran su destino y no reclamaran las indemnizaciones que les correspondían. “Olviden y perdonen”, les dijo. Más de 20 mil personas murieron en las semanas y meses siguientes al escape, y más de 600 mil resultaron afectadas en su salud. Teresa dijo haber orado por ellas.

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Aroup Chatterjee está convencido de que “la marca Teresa” no sería lo que luego fue, de no haber mediado la fabulosa campaña iniciada en favor de la monja por el periodista y escritor ultracatólico británico Malcolm Muggeridge. Muggeridge, que había vivido en Calcuta en los años treinta, conoció a Agnes en Londres y quedó encantado con que fuera albanesa: que proviniera de un país “comunista” le venía bien para sus planes de propagar la fe católica más allá de la Cortina de Hierro. También lo sedujo la imagen de “humildad” que vendía Teresa, y su look de pobre más pobre no se puede, y su anticomunismo visceral y su conservadurismo radical. En 1969, cuando en Occidente el consumo de “lo oriental” batía récords, Muggeridge convenció a la Bbc de enviar un equipo a Calcuta para filmar la vida de una monja que hacía milagros rescatando a los pobres. El documental fue impactante y tuvo como primer efecto que a la orden de las Misioneras de la Caridad le lloviera una primera andanada de donaciones: más de 20 mil libras esterlinas en pocos días. El documental se subtituló: Algo hermoso para Dios, y su título fue un descubrimiento: Madre Teresa de Calcuta. Nacía la marca.

Muggeridge llevó luego de la mano a la monja a recorrer el mundo y se convirtió en coordinador de la campaña que condujo a que en 1978 Teresa recibiera, tras dos intentos fallidos, el Nobel de la Paz. La monja dedicó lo esencial de su discurso de recepción del premio a hablar de dos de sus demonios preferidos: el aborto y la contracepción. “El aborto es el peor enemigo de la paz mundial, porque es una guerra, una matanza, un asesinato en la propia madre” y es tan moralmente reprensible “como la contracepción”, dijo ante los tocados de Estocolmo.

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Dos de las mayores imposturas relacionadas con Teresa llegaron post mortem, dice Aroup Chatterjee, y tienen que ver con los milagros que se le atribuyen, sin los cuales no podría haber sido canonizada. El primero habría tenido lugar un año después del fallecimiento de la hoy santa: una india, Monica Besra, habría sido curada de un cáncer luego de que se le hubiera colocado sobre un gigantesco tumor una medalla que había pertenecido a la fundadora de las Misioneras de la Caridad. La interesada dijo que nones, que fueron los médicos los que la curaron, pero la iglesia india no se dio por enterada. Más recientemente, fue un carioca afectado por un tumor cerebral el que por arte de Teresa fue librado del cáncer tras haber orado por ella junto a su mujer. “Recién se supo la identidad del agraciado a último momento, sin margen para dar marcha atrás, no como con Besra, a la que enseguida se identificó y se le dio tiempo para que negara haber sido salvada por Teresa”, señala Chatterjee.

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Pero su última impostura la “madre de los pobres” la protagonizó en vida, cuando ya enferma de cáncer fue tratada en uno de los más modernos y caros hospitales de California, con todos los lujos que les negaba a los miserables que “acogía” en sus morideros.

Información adicional

Autor/a: Daniel Gatti
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Fuente: Brecha

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