En los últimos comicios autonómicos el independentismo catalán retrocedió levemente, pero logró mantener la mayoría absoluta en el parlamento. El presidente catalán, Carles Puigdemont, se enfrenta a un dilema: si hace caso a los resultados de las urnas y vuelve a Barcelona para asumir nuevamente como mandatario, policías y jueces lo detendrán y encarcelarán.
Será, en principio, un adiós. Este 31 de diciembre, los alrededor de 8 mil guardias civiles y policías enviados por el gobierno de Mariano Rajoy a Cataluña para impedir (por la fuerza) cualquier intento de independencia celebrarán el fin de año en sus hogares. Sin embargo, ni ellos ni sus jefes descartan que tengan que volver en los próximos meses, o incluso semanas. Su destino está atado al de otro hombre: Carles Puigdemont, el presidente catalán depuesto y candidato nuevamente electo en las elecciones autonómicas del jueves 21. Está exiliado en Bélgica, desde donde logró ubicarse como el líder preferido del mayoritario bloque independentista. Si regresa, va preso.
A pocas horas de cerrar el año más convulso de su historia, Cataluña vive ahora bajo otro enigma: nadie sabe, ni en el independentismo ni tampoco fuera, quién ocupará la oficina principal del Palau de la Generalitat. El estatuto autonómico establece que el sillón del presidente corresponde, como en cualquier país democrático, a aquel postulante que disponga del apoyo suficiente en el parlamento catalán para ser investido como tal. Según los resultados de las elecciones, el que se encuentra en esa situación es Puigdemont: su bloque, el declaradamente independentista, se ha situado por encima del unionismo. Por consiguiente, le corresponde gobernar. Pero hay un detalle: la política catalana ya no se rige por los dictámenes de la democracia, sino por lo que ordenan los tribunales de Madrid. Y en la capital española, ya sea en las frías salas de la judicatura o en los alfombrados pasillos del gobierno, no lo quieren ni en pintura.
CONSERVADORES.
En los comicios prenavideños, Junts Per Catalunya, la candidatura que lideró Puigdemont desde Bruselas, obtuvo 940.602 votos, un 21,65 por ciento, lo que se traduce en 34 diputados. En realidad el cuerpo a cuerpo lo ganó Inés Arrimadas, candidata del partido neoconservador y unionista Ciudadanos, que se ubicó en primer lugar con 1.102.099 papeletas (25,37 por ciento) y 36 parlamentarios, 11 más de los que obtuvo en los comicios de 2015.
Sin embargo esta formación no podrá gobernar porque carece de los apoyos parlamentarios suficientes para hacerlo. La mayoría absoluta en la Cámara catalana está cifrada en 68 escaños, y la suma de Ciudadanos, Partido de los Socialistas de Cataluña (17 parlamentarios) y Partido Popular (cuatro) se queda en 57. De esta manera, la victoria en solitario de Arrimadas se vio deslucida por la derrota del bloque unionista en su conjunto, que ni siquiera en el momento de mayor fragmentación política y social de la historia catalana consigue imponerse sobre el independentismo. Aunque el independentismo sigue contando con mayoría absoluta, la fragmentación también afectó a este bloque; en las elecciones del 21de diciembre perdió dos escaños, comparando con los comicios anteriores (en 2015).
La euforia de Ciudadanos, que empieza a consolidarse como una apuesta seria de la derecha española de cara a unas próximas elecciones estatales, contrasta con el fracaso absoluto del PP, que se hundió como nunca lo había hecho en territorio catalán. Tras aplicar el artículo 155 de la Constitución y destituir al gobierno de Puigdemont, el partido de Rajoy ha visto cómo sus votantes se fueron hacia la formación liderada por Arrimadas, una joven dirigente política de origen andaluz que ya es vista como la nueva promesa del conservadurismo.
En este contexto, el PP se ha lanzado en los últimos días a una misión extremadamente difícil: demostrarle al electorado (tanto en Cataluña como en el resto del Estado) que Ciudadanos puede ser un voto útil, pero no un partido útil. Para demostrarlo, los principales portavoces de Rajoy han instado a Arrimadas a tratar de formar gobierno en el parlamento de Barcelona, aduciendo que debe hacerlo porque es la candidata más votada. Sin embargo, desde Rajoy hasta el último militante del Partido Popular saben que es matemáticamente imposible, dado que el unionismo no dispondrá en la nueva Cámara de los votos necesarios para echar a los independentistas.
VOLVER O NO VOLVER.
Ante esos consejos envenenados del PP, Ciudadanos ha respondido que es el bloque independentista, en su calidad de vencedor, quien debe tratar de formar gobierno. Y ahí entra, precisamente, el otro capítulo complejo de esta historia. Carles Puigdemont es el candidato con más opciones de presentarse a la sesión de investidura, que se celebraría en torno al 6 de febrero. A pesar de lo que pronosticaban las encuestas, su lista logró imponerse a la socialdemócrata Esquerra Republicana de Catalunya (Erc), cuyo candidato, el ex vicepresidente Oriol Junqueras, se encuentra encarcelado desde el pasado 2 de noviembre por su papel en la organización del referéndum soberanista del 1 de octubre pasado.
Sin embargo, Puigdemont lo tendrá muy complicado. O mejor dicho, se lo pondrán complicado los policías que lo arrestarían nada más pisar territorio español. Si el presidente catalán vuelve de Bélgica para participar en la sesión de investidura, el Tribunal Supremo –máxima instancia de la judicatura española– ordenará a la Policía Nacional su inmediata detención y lo juzgará como responsable de un delito de “rebelión”, lo que podría castigarse con una pena de hasta 30 años de cárcel. Ante ese panorama, el líder catalán está obligado a calcular detalladamente cada paso que vaya a dar. Se está jugando su futuro político, pero también su libertad.
Con esos datos a la vista, en el bloque independentista han surgido voces que le aconsejan mantenerse en Bruselas y desde allí ordenar a sus parlamentarios que apoyen a otro candidato, previsiblemente de Erc. Esta teoría ganará puntos si el próximo 4 de enero los tribunales aceptan dejar en libertad provisional a Junqueras, quien ese día volverá a comparecer ante el Supremo. En caso de quedar libre –a la espera de juicio, pero libre al fin–, el dirigente republicano se convertirá en la principal apuesta de un amplio sector del independentismo, aunque todo dependerá de lo que decida Puigdemont. Si el hasta ahora mandatario catalán no da un paso al costado, el bloque soberanista podría verse abocado a una dura disputa por su liderazgo.
DEFINIR EL RUMBO.
Además de definir un nombre, el nacionalismo catalán también deberá confirmar su rumbo. Su tercera pata, la anticapitalista Candidatura de Unidad Popular (Cup), se hundió en las elecciones del 21 de diciembre (bajó de diez a cuatro diputados), pero se mantiene como un componente necesario a la hora de votar un nuevo presidente en el parlamento local. Los “cupaires” son partidarios de profundizar la vía rupturista y dar pasos concretos hacia la creación de estructuras propias de Estado, algo que ya no sería la primera opción de Puigdemont ni de Junqueras. Ambos políticos independentistas son partidarios de explorar previamente cualquier posible vía de negociación con el gobierno de Rajoy, lo que implicaría rebajar la intensidad del denominado procés catalán, e incluso aparcar la declaración de independencia que se aprobó el 27 de octubre y que desembocó en las elecciones del pasado jueves 21.
Mientras se dirimen estas incertidumbres, la izquierda no nacionalista quiere mirar un poco más allá. El principal referente de este sector, Catalunya en Comú (Cec), obtuvo 323.695 votos, lo que se traduce en ocho parlamentarios (dos menos de los que obtuvo su marca electoral en las elecciones de 2015). La coalición respaldada por la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y por el líder del partido político Podemos, Pablo Iglesias, había dicho una y otra vez durante la campaña electoral que tendría la llave de la gobernabilidad, pero los resultados obtenidos no le permitirán ejercer ese papel clave.
Ante ese evidente fracaso, el candidato de Cec, Xavier Domènech, planteó la necesidad de abrir un “proceso de reflexión”. Entre otras cosas, cree que la izquierda tiene que analizar detalladamente cuál debe ser su papel en un escenario tan polarizado como el catalán. No en vano durante las semanas previas a las elecciones apenas se debatió sobre políticas sociales. Las banderas lo taparon todo.
Leave a Reply