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Haití, entre Dios y las ONG

Reconstruir el Estado para reconstruir el país, fue el objetivo de la elección presidencial hatiana del 28 de noviembre pasado. Pero el escrutinio, desnaturalizado por el fraude, las consecuencias de la epidemia del cólera y la tutela extranjera, sumergió al país –ya arrasado– en una nueva crisis, esta vez política.
 
El aeropuerto internacional Toussaint Louverture recuperó la salud. Limpio y casi acogedor. Con escaleras mecánicas y free-shop. Mangas de acceso que conducen directamente desde el avión al interior del aeropuerto, como nunca antes del sismo las hubo. Esperanza: la reconstrucción comenzó, los miles de millones anunciados cumplieron finalmente los primeros objetivos. Uno imagina topadoras, excavadoras y camiones trabajando en las obras. Y se pone a pensar que explican el blokus, ese monstruoso embotellamiento que el chofer del taxi anuncia enseguida como perpetuo.
Pero no. La restauración del aeropuerto constituye, junto con el retiro de escombros de las arterias principales, el único proyecto que se concretó en doce meses: la reconstrucción no comenzó. A diferencia de los edificios más sólidos de una capital hoy devastada, el poder de la clase política y económica que amordazan a este país desde hace dos siglos resistió al sismo del 12 de enero de 2010. Cleptómanos hasta de las palabras, se adueñaron de la “refundación”, que daba forma al proyecto del movimiento social de reconstrucción de las estructuras del Estado… y la vaciaron de sentido. La “refundación”, por el momento, es la continuidad.
Se conocen las cifras de un desastre agravado por la inercia (¿o la inconsciencia?) de una caricatura de Estado desprovista de estructuras, medios y legitimidad política. Son el caos urbano, la ausencia de infraestructura digna de ese nombre, así como la tectónica de placas, las causas de este macabro saldo: trescientos mil muertos, otros tantos heridos o lisiados, más de un millón de desplazados, la mayoría en cientos de campamentos alrededor de la capital.
Las imágenes de Puerto Príncipe vistas en televisión –en busca de lo peor– dieron la impresión de una ciudad arrasada. El horror in crescendo alimentaba a la audiencia. La realidad es otra, aunque no menos trágica. Algunas manzanas, especialmente los edificios públicos de varios pisos, están totalmente destruidas. En los viejos barrios del centro y el oeste, tres de cada cuatro casas resistieron en mayor o menor medida. Al ascender a las colinas de los alrededores (la altitud geográfica corresponde grosso modo a la estratificación social), los daños son menores. Lo confirma un trabajo rápidamente realizado por cientos de ingenieros haitianos y extranjeros estampando inscripciones en los edificios: verde (habitable), naranja (trabajos indispensables) y rojo (demoler). Cuanto más se asciende, más predomina el verde… Abajo, el rojo. O los campamentos.

 
 
 

No bien uno llega, los ve, los respira, de tan numerosos que son en la zona cercana al aeropuerto, en los terrenos llanos de Croix des Bouquets, Tabarre y toda la planicie de Cul de Sac. La distribución de las lonas plásticas que el viento atraviesa forma inmensas olas azules y blancas, a veces moteadas con colores inesperados de otros materiales protectores. Los campamentos, ayer preferidos a los barrios costeros o las colinas más empinadas –a esas inmensas villas miseria que se extienden inexorablemente desde hace décadas–, comienzan a parecérseles.
Una sucesión de carpas tan apretadas que apenas cabe una mesa de plástico entre ellas. Extrema promiscuidad, condiciones de vida que oscilan entre lo insoportable y lo espantoso. Y eso a pesar de la ayuda exterior “de emergencia” y “masiva”. El visitante aún no ha llegado al centro de Puerto Príncipe cuando una certeza se le impone: al ritmo actual de las decisiones y de los responsables de tomarlas, la “emergencia” podría perpetuarse.
El campo de golf de Pétionville, un lugar otrora muy frecuentado por algunos. Treinta mil personas encontraron allí refugio. Ventaja sobre otros campos: los paisajistas, preocupados por el confort de los golfistas, lo adornaron con magníficas enramadas –muy eficaces para proteger a los recién llegados del sol calcinante entre chaparrones– y amplias alamedas que facilitan el desplazamiento mientras el caos impera en otras partes. Los senderos están cercados por bolsas de arena, para guiar las devastadoras aguas pluviales. Y además, Pétionville son algunas aulas improvisadas, una clínica para niños, suficientes puntos de agua para todos, un cibercafé algunos días y refugiados alojados no muy lejos de sus barrios de origen.
Las ONG aseguran la provisión de agua potable y la atención médica, vacían las letrinas y proveen fuentes móviles. Como en otras partes, la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah) –presente desde del derrocamiento del presidente Jean-Bertrand Aristide, tras la intervención de Estados Unidos y Francia, en 2004– está allí. Pero, como en otras partes, ¡el Estado haitiano no existe! “¿Un ministro aquí? Nunca vimos uno –asegura un refugiado que participa en el consejo del campamento–. Tal vez tengan miedo de las reacciones…”.
Pétionville parece ser una excepción: no todos los campamentos han sido tan favorecidos. Y sin embargo… Las lonas no resisten las tormentas. Concentran mosquitos, ratas y otros parásitos. Porque la vida –o el sentido de la supervivencia– se recupera muy rápidamente, el pequeño comercio se desarrolla –venta de caña fresca, coca, clairin (aguardiente a base de caña de azúcar), jabón–, al igual que las cantinas y un incipiente artesanado. Del mismo modo, el pequeño tráfico prospera a lo largo de malolientes callejones.
A causa del tiempo seco, la materia fecal forma en todas partes partículas en suspensión. Al igual que el agua sucia, transporta el bacilo del cólera que acaba de regresar a la isla tras una ausencia de alrededor de un siglo. Enfermedad relativamente fácil de prevenir –tener acceso al agua potable y poder lavarse las manos reduce los riesgos–, aquí causa estragos. A mediados de diciembre último, alrededor de cien mil personas fueron afectadas, treinta y cuatro mil hospitalizadas, y se registraron más de dos mil doscientos muertos. Tomas, el ciclón que arrasó la isla el 5 de noviembre pasado, favoreció la propagación de la bacteria. En todas partes, las fosas sépticas desbordan y el barro se mezcla con las inmundicias que arrastran las tormentas. Receptáculo de las furiosas aguas y la basura que transportan, los campamentos se convierten en inmensas cloacas presas del vibrión del cólera.
Pero merodean otros predadores: los propietarios de las tierras. En el golf, mediante la intimidación, expulsaron a los desplazados instalados en terrenos adyacentes. Las escaramuzas se multiplican: los terrenos vacíos hoy valen oro. La especulación crece, alimentada por la estampida de precios del sector inmobiliario. La destrucción de muchos archivos durante el sismo, la incertidumbre en cuanto a los títulos de propiedad, la ausencia de catastro en todo el país anticipan numerosos conflictos.
¿Alquileres? Los precios se triplicaron. Lógica: bajó la oferta y aumentó la demanda. Las ONG, en medio de la emergencia, no tienen demasiadas opciones. Se amasan nuevas fortunas. Las viejas, las de los oligarcas, se consolidan. Tal como lo resume un médico: “La solidaridad de los primeros días duró poco. Y se produjo una consecuencia inesperada: ¡las desigualdades se agravan!”. Ya son las más extremas del hemisferio occidental.
El primer objetivo: retirar los escombros. Cuadrillas con remeras de colores de las ONG se empeñan a su alrededor, con palas y escobas que hacen las veces de grúas y topadoras. Sísifos tropicales, juntan durante el día lo que la tormenta tropical esparce por la noche. Decir que la productividad es baja es poco. La basura, en volquetes o desordenada, asegura la continuidad de las peores diarreas. Todos lo dicen: al ritmo actual de los camiones, llevará más de diez años sacar los escombros.
Pasar de carpas a refugios provisorios de madera, plástico y lona (vida útil prevista: tres a cinco años) permitiría sin embargo sentar las bases de una vida menos precaria. Se prevé la construcción de ciento cuarenta mil viviendas de este tipo –las T-shelters–, incluso financiada, a razón de 1.500 euros el refugio de quince metros cuadrados. ¿Pero dónde? ¿Sobre qué terrenos? ¿Y obtenidos cómo? ¿Confiscados? ¿Comprados ilegalmente? En Haití, la “política de la vivienda” se organiza entre cinco ministerios diferentes. En el mejor de los casos, es confusa. En los hechos, no existe. Resultado: a pesar de la presión, ¡sólo se construyeron once mil refugios en once meses! Cuando se construya el último, el primero ya no servirá… Más aun cuando el número de “acampantes” no disminuye.
En enero último, la catástrofe había provocado un éxodo urbano. Las provincias habían recibido entonces a alrededor de medio millón de personas, e intentaron, con la ayuda de las ONG que ya estaban allí y las comunas (sin recursos propios), brindar escuelas, viviendas, servicios médicos, organizar la distribución de alimentos, obras, atención psicológica… Las familias se achicaron para recibir a sus parientes. A veces, hasta agotar sus ahorros. Consecuencias: el empobrecimiento de las provincias y la incapacidad de contrarrestar una vieja inercia, la hipercentralización.
Al cabo de algunos meses, el 80% de los que habían abandonado la capital para ir a la provincia tomaron el camino inverso. Aunque limitados, los servicios que pueden encontrar en la capital –incluso en los campamentos improvisados– son mejores que lo que rodea a una casa incierta en el campo. La migración interna reanudó su sentido habitual y su ritmo infernal. Los campamentos serán más duraderos.
Desde hace mucho tiempo, para la mayoría de los haitianos, el servicio público no es el Estado: son las ONG. Antes del sismo, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) alimentaba a alrededor de dos millones de haitianos, la diáspora tal vez a otro tanto (1). El sismo no hizo más que intensificar esta dependencia. Quiérase o no, en Puerto Príncipe las ONG representan “la” condición de supervivencia.
Entre las agencias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), diez mil asociaciones de solidaridad apoyan a Haití desde el mundo entero. Más de un millar operan en el lugar. La mitad son desconocidas para el Estado, pero sus logos identificados por todos los haitianos.
A semejanza de los colonialismos de antaño, provenientes de ambos lados del Atlántico, América del Norte y la Unión Europea, están presentes en casi todos los campamentos. Parque automotor lujoso, logística costosa que participa del blokus de una aglomeración al borde de la apoplejía, son ellas la que garantizan un “trabajo asalariado” a más de cien mil ciudadanos encargados del retiro de escombros. El salario de 200 gourdes (apenas 4 euros) por día constituye una fortuna que el presidente René Préval había considerado en 2009 demasiado dispendiosa para la economía haitiana, y había rechazado a pesar de una extensa lucha social. Pero en Haití, las ONG son más poderosas que el Estado.
La ayuda humanitaria constituía un tercio del Producto Interno Bruto (PIB) en 2009. Cientos de miles de personas viven de ella: no solamente los trabajadores, sino también sus familias. Algunos blan –extranjeros en créole– viven incluso muy bien de ella: los haitianos pueden advertirlo en los restaurantes o en las bolsas de basura de Pétionville aún bastante ricas como para alimentar a los más pobres. Además, el deseo de todo haitiano universitario es emigrar (2) o sumarse a una ONG. En 2009, luego de años de “ayuda” para facilitar supuestamente su “desarrollo”, el Estado haitiano seguía dependiendo en un 60% de las instituciones internacionales para equilibrar su presupuesto ordinario. Cabe señalar que, incluso en aumento, la recaudación de impuestos sigue dejando mucho a la corrupción. Entre 2008 y 2009, 300 millones de dólares provenientes de la reducción de tarifas concedida por Venezuela en el marco del acuerdo Petrocaribe desaparecían. Casi otro tanto en los mercados de obras públicas conjuntas.
Junto a las asociaciones, las iglesias se multiplican (a veces son también ONG). Aprovechando la ausencia del Estado, evangelistas, pentecostales y otras hierbas tienen hoy mucho éxito.
Esa tarde, miles de fieles se reunieron en Carrefour, en los suburbios de Puerto Príncipe. En los parlantes sonaba a todo volumen una música rítmica que todo el barrio disfrutaba. La multitud comenzaba a bailar. Siguieron los sermones de reverendos estadounidenses, traducidos al créole: cantos, escenas de alborozo, lectura y comentario de la Biblia por pastores locales formados en menos de un año. Tocaban a numerosos enfermos. Se producían “milagros”. Sobre todo, se agradecía al Señor por los alimentos que cada día nos da a través de estos generosos militantes de Dios: “Crean y serán salvados”.
A los evangelistas y pentecostales se suman los Testigos de Jehová y los Adventistas del Séptimo Día. Sin contar a los ministros de cultos autoproclamados. Surgen en todo momento. El ejército celestial representa la vanguardia, los comisarios religiosos: “Hay que denunciar a los falsos arrepentidos, a los malos pastores. Dios es grande”. Lo repiten hasta el hartazgo: “Abajo los peristilos (los templos vudú), esos lugares de satanismo”. ¿Es además una casualidad que Dios haya golpeado los edificios públicos, la Catedral, defenestrado al arzobispo en su hogar?
El catolicismo es actualmente minoritario. Laennec Hurbon, sociólogo de las religiones, estima que sólo representa el 45% de la población (contra el 75% en 1986): magia, taumaturgia, culpabilización, nuevas formas de indulgencia, el evangelismo ofrece redes de solidaridad más estrechas que la Iglesia Católica. Aquí, los jóvenes sin futuro encuentran uno, de apariencia moderna. Desalentando cualquier revuelta y aniquilando toda posibilidad de una refundación política de la sociedad haitiana. ¿El objetivo de los misioneros? Hacer del imaginario un escudo contra la realidad: cultivar la emoción, erradicar la reflexión. En treinta años, se pasó del surgimiento de una teología de la liberación –encarnada por Jean-Bertrand Aristide, presidente en 1991, de 1994 a 1996 y de 2001 a 2004– al culto a la resignación.
El período de emergencia se acaba; con el cólera, en cambio, la emergencia se agrava. Todos contaban con la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (CIRH), copresidida por William Clinton, enviado especial de la ONU en Haití, y el primer ministro Jean-Max Bellerive para asegurar el relevo. Resultados decepcionantes: escasos proyectos aprobados, mediocre coordinación entre los donantes, marginación de la sociedad civil haitiana, mala voluntad de los Estados para cumplir con sus promesas, fascinante disposición de sus dirigentes para “colocar” a sus empresas. Los 10.000 o 15.000 millones de dólares anunciados parecen estar muy lejos. Sólo el 10% de las donaciones prometidas se efectivizaron. En estas condiciones, del catastro a la formación de los alcaldes, de los hospitales al apoyo a la agricultura, los proyectos sólo se financiaron parcialmente. Y raras veces se completaron.
¿Las elecciones? Las preocupaciones de la población están en otra parte, postergadas: un refugio, un djob e higiene. Con la sensación de que Haití es un país que ya no se pertenece. De que el futuro, “se blan ki desid” (“es el extranjero quien decide”). ¿Reconstrucción, recreación, refundación? El futuro se llama más bien “remiendo”, incluso “remiendo” del viejo orden: ¿cómo fortalecer un Estado cuyo funcionamiento es estructuralmente malsano y deficiente? ¿Qué medios asignar a un sistema político basado en el clientelismo, garante de una sociedad a dos velocidades? Basta el blokus para observar: rutilantes 4×4 con aire acondicionado, vidrios polarizados y smartphones para algunos, caminar o la carretilla para otros. La clase política, salvo algunos indicios de modernidad, no cambia.
 
1 El último presupuesto del Estado apenas superaba los 2.000 millones de dólares, es decir, cinco días de guerra en Irak a mediados de los años 2000. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la diáspora provee el 16% del PIB.
2 Según un informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), en 2007, 80 de cada 100 egresados de universidades en Haití emigraban, especialmente a América del Norte.

Por Christophe Wargny*, enviado especial
*Profesor del Conservatorio Nacional de Artes y Oficios (CNAM), París.
Traducción: Gustavo Recalde
Tomado de Le Monde diplomatique, enero 2011
 

 

Recuadro
 

Votar en un país sin Estado

 
“Estas elecciones no serán perfectas, no resolverán todos los problemas, pero constituirán un paso más hacia la democracia en Haití” (1), explicaba Edmond Mulet, el jefe guatemalteco de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), días antes de las elecciones presidenciales del 28 de noviembre pasado. En la primavera boreal, William Clinton, ex presidente de Estados Unidos y enviado especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se mostraba aun más confiado: las elecciones “son en efecto una de las pocas cuestiones por las cuales no debemos preocuparnos” (2).
 
Pasaron las elecciones, y la población no se calma. Manifestantes que denuncian el proceso electoral; seis grupos de observadores electorales nacionales lamentan “la forma desastrosa” en que se llevó a cabo el escrutinio (3); catorce de los diecinueve candidatos reclaman su anulación; algunos mencionan un fraude masivo.

Presentadas como fundamentales para la restauración de la “estabilidad” del país luego del sismo del 12 de enero de 2010, la elección parece… un fiasco. Sin embargo, la primera reacción de la Minustah, la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la administración estadounidense fue minimizar los problemas y otorgar una confianza suficiente a los resultados.
 

Consultado sobre la oportunidad de organizar una elección en medio de una epidemia de cólera, el embajador estadounidense en Haití, Kenneth Merten, respondió: “El gobierno haitiano considera (…) que los asuntos de salud pública no impiden la celebración del escrutinio”. Después de todo, concluía: “Es una elección organizada por Haití”.
 
¿Por Haití, realmente? Los donantes privados proveyeron la gran mayoría de los fondos necesarios para su organización: 14 millones de dólares provenientes de Estados Unidos, 7 millones aportados por la Unión Europea y 5,7 millones por Canadá. La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) ofreció asistencia técnica y material tras haber encargado un informe que garantizaba “la factibilidad de la celebración de elecciones libres y justas”. Por su parte, la Minustah se encargó del transporte de las boletas y urnas, así como de la logística relacionada con el escrutinio.
 
¿Señalaron los observadores haitianos la designación de los miembros del Consejo Electoral Provisional (CEP) por parte del presidente en funciones, René Préval, en clara violación a la Constitución haitiana? Ninguno de los benefactores extranjeros se preguntó realmente por su imparcialidad. Encargado de organizar y supervisar la elección, éste había decidido sin embargo prohibir, por ejemplo, al partido Fanmi Lavalas (FL) –dirigido, desde el exilio, por el ex presidente Jean-Bertrand Aristide y considerado el partido más popular del país–, así como a otra docena de organizaciones políticas.
 
El fenómeno de “exclusión electoral” no se limitó a los partidos políticos. Cientos de miles de haitianos perdieron su documento nacional de identidad en el momento del sismo. Entre aquellos que conservan sus documentos, algunos viven actualmente en campamentos de personas desplazadas que ya no corresponden a su antigua circunscripción electoral. El CEP y la Oficina Nacional de Identificación (ONI) habían prometido resolver estos problemas antes del escrutinio… sin lograrlo.
 
Además, las elecciones y el cólera no hacen buena pareja. En las regiones más afectadas, la gente evita reunirse, ya sea en el mercado o en las iglesias. ¿Debería llamar la atención que no hubieran procedido de modo distinto el día de la elección? Tal vez no: según los testimonios de la base logística de la ONU en Puerto Príncipe, sus temores eran fundados.
 
A comienzos de diciembre último, dos semanas después del escrutinio, se esperaba un aumento del número de casos comprobados, a raíz de las reuniones de personas que multiplicaban los riesgos de contagio. Peor aún: el agrónomo y coordinador nacional de la Asociación para el Desarrollo Local, Jean-Baptiste Cantave, confiesa que acaparando recursos técnicos y humanos, “las elecciones obstaculizaron la lucha (contra el cólera)”. Según él, “más gente va a morir como consecuencia del escrutinio”.
 
El desarrollo de los acontecimientos es aún incierto. Pero ya se imponen algunas conclusiones. Lejos de contribuir a la estabilidad y consolidar las instituciones, la elección (con una participación de sólo el 25% del electorado) debilita un poco más al país. Ya presa de una crisis humanitaria, Haití debe enfrentar hoy un agravamiento de su crisis política. La segunda vuelta del escrutinio, prevista para el próximo 16 de enero, no la morigerará.
 
Algo habitual desde hace doscientos años: las potencias extranjeras se imaginan que saben mejor que los haitianos lo que su país necesita. Del apoyo a las dictaduras de Papa y Baby Doc (4), al derrocamiento del presidente Jean-Bertrand Aristide en 2004, pasando por la imposición de un ajuste estructural neoliberal a partir de fines de los años 1980, su tutela política y económica no deja de aumentar la inestabilidad e impide que un Estado haitiano surja de los escombros.
 
1 “Haiti heads for elections, police keep marches apart”, Reuters, 25-11-10.
2 “Haiti able to hold Election poll by year-end: Bill Clinton”, Reuters, 15-4-10.
3 “Haiti-Élections: Les organismes nationaux d’observation ‘déplorent la façon désastreuse’ dont s’est déroulé le scrutin”, Alterpresse, Puerto Príncipe, 29-11-10.
4 Sobrenombre otorgado a François Duvalier (en el poder de 1957 a 1971) y a su hijo Jean-Claude (en el poder de 1971 a 1986).
 
por Alexander Main. Analista político del Centro de Investigación Económica y Política (CEPR), Washington.
Traducción: Gustavo Recald

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