
Cuatro años y medio duró lo que en sus inicios prometía ser una experiencia completamente novedosa en Europa: un gobierno dirigido por un partido a la izquierda de la socialdemocracia. Tras su rendición incondicional ante aquello que prometía combatir, acabó en un fiasco de una magnitud equivalente a las esperanzas que levantó.
El lunes asumió en Atenas un nuevo gobierno, el primero monocolor en varias décadas. Nueva Democracia, el partido conservador dirigido por Kyriakos Mitsotakis, ganó las elecciones legislativas anticipadas del domingo 7 con casi el 40 por ciento de los votos, y en virtud de un sistema electoral que premia a los vencedores con un plus de 50 diputados consiguió 158 bancas, siete más de las necesarias para la mayoría absoluta y 80 más de las que tenía hasta ahora. La Coalición de Izquierda Radical (Syriza), del jefe del gobierno saliente Alexis Tsipras, llegó a 31,5 por ciento y obtuvo 86 bancas (tenía 144). Luego llegaron los socialdemócratas de Kinal y los comunistas, con 22 y 15 diputados, respectivamente. Las grandes novedades fueron el ingreso al parlamento de Mera25, una escisión por izquierda de Syriza, encabezada por el ex ministro de Finanzas Yanis Varoufakis, y la salida de los ultraderechistas de Amanecer Dorado, que no alcanzaron el mínimo de 3 por ciento para tener representación en el congreso. Habrá, de todas maneras, otro partido de extrema derecha en el parlamento. La participación electoral fue muy baja: 57 por ciento, de las peores de la historia política reciente del país.
Mitsotakis, un economista formado en Harvard, es integrante de una vieja dinastía política griega y dirigente de un partido corresponsable de una de las mayores crisis económicas y sociales del país. Su gobierno estará integrado en su mayoría por tecnócratas e incluirá a políticos surgidos en partidos de extrema derecha. Apenas tendrá mujeres. El nuevo primer ministro prometió convertir a Grecia en “paraíso de los inversores”, limitar el poder de los sindicatos, reducir las cargas de las empresas y de los más ricos y los impuestos de las “clases medias”, retomar el programa de privatizaciones (de empresas públicas, del sistema de pensiones), congelado por Syriza. Un retorno pleno a los años previos a la victoria de la llamada izquierda radical en 2015.
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“Ahora sí la izquierda”, fue el principal eslogan de campaña de Syriza en las elecciones de enero de 2015. Grecia tenía entonces índices “tercermundistas”: más de un tercio de la población en situación de pobreza, un desempleo que rondaba el 30 por ciento, niveles astronómicos de endeudamiento externo, un producto bruto interno que se había contraído 25 por ciento en seis años, emigración récord, sobre todo de jóvenes, una corrupción endémica de la dirigencia política tradicional… Los responsables de esa situación eran los partidos que se habían alternado en el poder en las últimas décadas (el Pasok socialdemócrata y Nueva Democracia), siempre en alianza, entre ellos o con partidos menores, incluida la emergente extrema derecha. Syriza aparecía entonces como la única alternativa de ruptura con ese estado de cosas para las clases populares. Máxime cuando contaba con el apoyo, directo o de hecho, de los animadores de movilizaciones sociales como el país no había vivido desde la salida de la dictadura de los coroneles (1967-1974). Como España y sus indignados, Grecia había tenido su “revolución de las plazas”, que incluso había costado muertes.
El obstáculo principal que se le presentaba a la coalición “radical” era el miedo: la derecha y el Pasok agitaban el fantasma de que Grecia quedaría fuera de la Unión Europea (UE) si Syriza llegaba al gobierno y aplicaba su programa, que preveía una auditoría de la deuda externa para renegociar la “parte justa” del endeudamiento y medidas para recuperar el nivel de vida “de las grandes mayorías nacionales” y redistribuir la riqueza. El Pasok agregaba: nosotros querríamos, pero “no existe alternativa”, las cosas son así y punto.
El contexto regional también era hostil: la derecha gobernaba en la gran mayoría de los países de la UE y las instituciones regionales habían advertido, antes de las elecciones griegas, con Alemania y el Banco Europeo a la cabeza, que no tolerarían que ningún país miembro (más aun uno pequeño y superendeudado como Grecia) se saliera de la norma de austeridad presupuestaria y reformas liberalizadoras. Cuando no era la derecha la que gobernaba en la región, lo hacían “socialistas” como el francés François Hollande, que tras un comienzo de gestión teñido de rojillo había virado a un rosa cada vez más difuminado hasta compartir valores, política y horizontes con conservadores y liberales. Syriza no tenía aliados a la vista, e incluso países tanto o más endeudados que Grecia eran más realistas que el rey y aplicaban las recetas “austericidas” de los organismos internacionales con fruición lacayuna.
Pero Syriza se mantuvo en sus trece y desafió a la troika de la UE, el Fmi y el Banco Central Europeo, y a la todopoderosa Alemania. No pagaría la deuda así como estaba sin una reestructura y sí aplicaría su programa de freno a las privatizaciones de empresas públicas, de reforma fiscal y de recuperación de la producción nacional, del poder adquisitivo y de las condiciones de vida de los más desposeídos. El tira y afloja duró seis meses, durante los cuales la situación se fue deteriorando cada vez más para los griegos, privados de recursos y de acceso al crédito en el mercado internacional. Hasta que el primer ministro Alexis Tsipras convocó, en julio, a un referéndum para que los griegos le dijeran si continuaba en ese camino o si cedía ante la troika. Tendría, en cualquier caso, el respaldo “del pueblo”, “esa categoría que los burócratas y tecnócratas de Bruselas ignoran por completo”, según dijo por entonces el primer ministro. Los griegos lo respaldaron masivamente: 61 por ciento votó por seguir plantando cara a los acreedores. Pero no pasaron dos días para que Tsipras capitulara y se decidiera a aceptar un nuevo “rescate” a cambio de un programa de “reformas estructurales” más draconiano que los que habían llevado adelante conservadores y socialdemócratas en años anteriores. Las esperanzas de un cambio de fondo, conducido por un gobierno a la izquierda de la socialdemocracia y en un país pequeño del sur europeo, se esfumaron. Votantes de Syriza recuerdan aún aquella mañana en que Tsipras convirtió su no al neoliberalismo en una rendición con todas las letras como uno de los días más amargos de sus vidas.
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La impostura del nuevo primer ministro Mitsotakis es total: las “clases medias” a las que dice defender y a las que les quitaría carga impositiva son las mismas a las que Tsipras se vio obligado a castigar porque no pudo realizar la reforma fiscal que se proponía después de que la troika (respaldada por el mismísimo líder de Nueva Democracia) se lo negó. Pero al líder de Syriza, el millón de electores que abandonó a la coalición entre 2015 y 2019 no le perdonó su propia impostura, dice la doctora en ciencias políticas por la Universidad de Atenas Filippa Chatzistavrou. La gestión de Syriza, su capitulación ante los acreedores y los poderes económicos, el hecho de que aceptara aplicar una política contra la que había luchado tantos años, o incluso que Tsipras no renunciara al ver que no podía ganar su apuesta de derrotar al Goliat, provocaron en Grecia “un desencanto político, ético, social, moral, tremendo”, dijo la politóloga al portal francés Mediapart (5-VII-18).
Tsipras festejó unos meses atrás que tras cuatro años de ajustes permanentes había logrado finalmente salir de la lógica de los rescates y mejorar las cifras macroeconómicas: dijo, por ejemplo, que Grecia retomó el crecimiento, que el desempleo se redujo de 28 a 18 por ciento, que volvieron los inversores, que se crean empresas otra vez. Y que pudo poner en práctica algunas políticas sociales “novedosas”: gratuidad de la salud y del transporte para los más pobres, ayudas para vivienda, bonos de alimentación de entre 100 y 500 euros según los ingresos, extensión del seguro de paro, aumento del salario mínimo a 740 euros mensuales… Pero fueron sólo paliativos, y, aunque permitieron limitar las injusticias, en el fondo las cosas no cambiaron, destacó Chatzistavrou. “Los índices de pobreza se mantienen, crece el empleo, pero es precario y en negro, sigue la fuga de cerebros, el acceso de los pobres a la salud no es aún el mismo que el que se conocía antes de la crisis”, y los capitalistas ganan y ganan, dijo. Christos Giovanopoulos, un ex votante de Syriza y militante social, y uno de los coordinadores de los colectivos solidarios (desde ollas populares hasta redes de distribución de medicamentos, útiles escolares, ropa) que se multiplicaron en Grecia entre 2011 y 2015, apunta que durante la administración de Tsipras se amplió la brecha entre pobres y ricos. “La política social del gobierno griego fue pagada por la gente de bajos ingresos y las capas medias asalariadas”, no por los ricos, dice Giovanopoulos. Petros Linardos, un economista que formó parte del Instituto del Trabajo, equivalente para los sindicatos griegos al Cuesta Duarte uruguayo, advertía en mayo pasado que el gobierno de Syriza carecía de “estrategia a largo plazo y de modelo alternativo al desarrollo de los servicios y del turismo”. “El horizonte de Syriza son los años ochenta del Pasok, un modelo de desarrollo basado en el consumo” (Mediapart, 6-V-19). Un modelo, piensa Linardos, que ya no es sostenible desde ningún punto de vista, empezando por el ambiental, un plano en el que Syriza poco y nada hizo. Al contrario: eliminó la exigencia de un estudio ambiental previo a la instalación de megaproyectos de trasnacionales. Con tal de que vengan, les hacemos un tren, habrán pensado Tsipras y los suyos.
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Fabien Escalona es un joven politólogo francés que en Mediapart se ha especializado en el seguimiento a los partidos de la “izquierda radical”. Es también autor del libro La reconversion partisane de la social-démocratie européenne. Du régime social-démocrate keynésien au régime social-démocrate de marché. En un artículo publicado en enero de 2015, apenas confirmado el triunfo de Syriza en las elecciones griegas, Escalona advertía sobre el riesgo principal que corría ese partido y otros a la izquierda de la izquierda europea que se encontraban en ascenso (Podemos, en España, y lo que sería luego Francia Insumisa, al otro lado de los Pirineos): que en su asalto a los cielos de las instituciones de gobierno se olvidaran de los movimientos sociales, que habían sido su catapulta. Con (fuertes) diferencias de época, esos movimientos, situados en un punto intermedio entre la socialdemocracia y la extrema izquierda revolucionaria, decía Escalona, comparten corpus ideológico con la corriente eurocomunista que había prendido en los países de la Europa mediterránea en los setenta y ochenta, ubicándose tan lejos del “ruido a botas” del socialismo cuartelero de los países del este como del “arrastrar de pantuflas” de la socialdemocracia occidental, según resumió en su momento el francés Jean-Pierre Chevènement. “El corazón de la izquierda radical europea heredó del eurocomunismo su rechazo a la marginalidad política y una comprensión del carácter plural de las relaciones de dominación”, escribió el francés por estos días (Mediapart, 8-VII-19).
La “nueva izquierda radical” le agregó a aquella corriente que terminó en la ruina, además de un aire irreverente y un funcionamiento más horizontal, un contacto más íntimo con los movimientos emancipatorios que se fueron desarrollando desde los sesenta (antipatriarcales, antiproductivistas, antirracistas e, incluso, anticapitalistas) y una llegada a sectores sociales amenazados por la precarización. Pero padece de “una estrategia incompleta para hacer frente a instituciones nacionales y europeas capaces de absorber sus críticas. Es grande la tentación de ocupar el espacio dejado vacante por la socialdemocracia, cuando un proyecto keynesiano no está ya a la altura de la crisis estructural actual”, concluía el investigador francés.
En 2015, Syriza no sólo fue a la guerra con la troika con un tenedor, se “olvidó” por el camino de los movimientos sociales y de los sindicatos, a los que adrede desmovilizó. Éric Toussaint, un historiador y politólogo belga que fundó el Comité para la Abolición de las Deudas Ilegítimas, criticó en su momento la manera en que el ministro de Economía Yanis Varoufakis, que pasaba por un “radical” en el equipo de Tsipras (abandonó su cargo tras la capitulación del jefe del gobierno), llevó a cabo las negociaciones con los acreedores. Más allá de su gestualidad confrontativa, señala Toussaint, Varoufakis alimentaba la ilusión de que las elites europeas terminarían siendo razonables y marcó distancia con la base de Syriza, dejada como espectadora de un enfrentamiento que se iba traduciendo en renuncias sucesivas a la plataforma que había llevado a la coalición al gobierno. Fabien Escalona echa mano también a otros intelectuales críticos, el canadiense Leo Panitch y el ruso Sam Gindin, que, en su libro The Socialist Challenge Today: Syriza, Sanders, Corbyn, subrayan “el grave déficit de ‘organización’ de la izquierda radical ante el poder estatal”. “Todo partido que pretenda superar el orden neoliberal, ni que hablar el orden capitalista”, escribe el francés citando a Panitch y a Gindin, “debe abordar los lugares del poder con cuadros formados y competentes, cuidándose de mantener a todo precio un pie en el movimiento social para presionar en favor de políticas alternativas”. Lejos estuvo de ser ese el caso de Grecia.
12 julio, 2019
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