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La tierra para los delincuentes ambientales

La tierra para los delincuentes ambientales

A cuatro años de la destitución del presidente Fernando Lugo, son evidentes el retroceso que esto significó para los campesinos, y el avance exponencial de los negocios de la soja y la carne, que profundizan la desigualdad y se rigen por los métodos mafiosos que caracterizan al narcotráfico. Lo peculiar del caso paraguayo es el ferviente apoyo estatal a las ilegalidades empresariales.

 

“¿Por qué para desalojar a 50 familias campesinas envían a 400 policías?”, le preguntan a la socióloga Marielle Palau, quien sigue la lucha campesina desde hace más de dos décadas. “Porque si son pocos (los policías) no les tienen miedo y no pueden de¬salojarlos”, responde. “Por eso emplean niveles inéditos de violencia, y en casi todos los desa-lojos, muchos de ellos asentamientos legales establecidos en colonias estatales, les queman las viviendas y los cultivos y les roban sus pertenencias.”

Un buen ejemplo de lo que afirma Palau es lo sucedido en la colonia San Juan (departamento de Canindeyú) el 17 de agosto pasado, cuando más de 200 policías desalojaron 12 lotes, dejando a cien campesinos sin sus tierras ni viviendas luego de que, según un comunicado del instituto Base-Investigaciones Sociales (Base-IS), la comitiva fiscal-policial “derribó las casas de las familias, trabajo que realizaron policías y peones de los productores de soja”.

El caso es grave porque la colonia San Juan fue creada en 1995 sobre tierras del Estado a través de la ley 620, que permitió a familias campesinas beneficiarias de políticas agrarias colonizar una amplia zona de 8 mil hectáreas. Presionadas por las fumigaciones y el envenenamiento de animales y cultivos, muchas familias vendieron sus lotes a productores de soja, en su mayoría brasileños. El desalojo de las familias que permanecían en la colonia se produjo tras la denuncia de un sojero que aseguró que los campesinos invadían su propiedad. Pero el operativo no contaba con orden judicial de de¬salojo.

La policía de elite se quedó varios días en la colonia, arrestando a los campesinos que circulaban por los caminos vecinales. El 8 de setiembre, señala un comunicado de Base-IS, un grupo de policías y sojeros llegó al asentamiento “con la intención de fumigar con secantes químicos los cultivos de las familias”. Ante la oposición encontrada, hirieron de gravedad a un campesino. “El corazón del conflicto es el acaparamiento irregular por productores sojeros de tierras estatales reservadas para la reforma agraria”.

Paraguay ocupa el sexto lugar en el ranking mundial de países productores de soja transgénica, por delante de Canadá y detrás de China, India, Argentina, Brasil y Estados Unidos. Los 9 millones de toneladas de soja se cosechan en 3,5 millones de hectáreas que han sido robadas (literalmente) a campesinos, indígenas y a un Estado aliado de los sojeros.

LA SOJA SE COME TODO.

Lo más curioso e indignante es que los productores de soja avanzan sobre tierras del Estado que fueron entregadas a campesinos beneficiarios de planes de reforma agraria. En claro, se trata de colonias estatales, aunque el propio Estado paraguayo las haya abandonado sin asignarles servicios mínimos. En las zonas de expansión sojera, en los departamentos de la franja lindera con Brasil, los productores brasileños alegan tener títulos de propiedad, conseguidos de forma fraudulenta por la corrupción de funcionarios estatales del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert) y de la Dirección de Catastro.

Dos trabajos de Base-IS documentan el avance del agronegocio y de la represión. El informe “Con la soja al cuello”, coordinado por Palau (2015), y el estudio “Judicialización y violencia contra la lucha campesina”, de Abel Areco y la propia Palau (2016), son dos pormenorizados trabajos que resumen lo sucedido en el campo paraguayo entre 2013 y 2015, o sea en los dos primeros años del gobierno de Horacio Cartes.

Entre 2004 y junio de 2012 (cuando un golpe parlamentario destituyó al presidente Fernando Lugo) se había liberado legalmente un solo cultivo transgénico. Tras la caída de Lugo se liberaron 19 más, de modo legal o ilegal, según la abogada Silvia González. “Para acceder a información sobre la liberación de semillas transgénicas –escribe la abogada– nos hemos visto en la necesidad de recurrir a información de organismos del exterior, ya que la página oficial de la Comisión de Bioseguridad Agropecuaria y Forestal (Conbio) desde hace meses tiene ‘problemas técnicos’.”

En segundo lugar, se constata una fuerte concentración de las empresas oligopólicas, que controlan el 75 por ciento del mercado global, seis grandes empresas, encabezadas por Monsanto y seguidas por Syngenta, Dow, Bayer (ahora en proceso de fusión con Monsanto), Basf y DuPont. Cuatro empresas brasileñas controlan las exportaciones paraguayas de carne y tres estadounidenses las de soja, en un país donde el presidente es, a la vez, empresario ganadero, sojero, tabacalero, agroindustrial y financiero, por mencionar apenas sus negocios legales.

Sólo tres empresas controlan el 40 por ciento de las exportaciones globales paraguayas. Las consecuencias son catastróficas para el ambiente y los campesinos. Según la Asociación Guyra Paraguay, cada año se deforestan 260 mil hectáreas de bosque, por lo que en poco más de una década “la deforestación rampante promete eliminar los bosques de la faz del país”. Cada día se destruyen 2 mil hectáreas.

El economista Jorge Villalba, de la Sociedad de Economía Política, concluye, luego de analizar los datos oficiales, que los grandes productores evadieron nada menos que el 87 por ciento del impuesto a la renta agropecuaria. El sector apenas aportó 110 millones de dólares en todo 2015, lo que alcanza para mantener al Estado en funcionamiento apenas tres días. Las seis principales agroexportadoras vendieron 2.500 millones de dólares, de los cuales sólo aportaron 14 millones por el impuesto a la renta, el 0,5 por ciento.

RESISTENCIAS Y DESTRUCCIÓN.

Hasta la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner, en 1989, la mitad de los paraguayos vivía en zonas rurales. En ese momento las instituciones financieras internacionales, como el Banco Mundial, pretendían que la población rural se situara en torno al 12 por ciento del total. En consecuencia, entre dos y tres millones de campesinos debían ser desplazados hacia las ciudades.

Las cosas marcharon según lo previsto. En 1991 había casi un millón de trabajadores rurales, cifra que se redujo a 238.400 en 2008, según el trabajo del sociólogo Ramón Fogel, del Centro de Estudios Rurales Interdisciplinarios. Por un lado, se vive un crecimiento exponencial del uso de herbicidas como el glifosato y otros venenos, a razón de nueve quilos de veneno per cápita cada año. Entre 2009 y 2015 la superficie sembrada con soja creció 31 por ciento, pero los agrotóxicos importados lo hicieron en 42 por ciento y los fungicidas secos se expandieron un 937 por ciento.

La agricultura mecanizada utiliza un trabajador cada 500 hectáreas, mientras que “la agricultura campesina, en un promedio de tres hectáreas de cultivo de productos agrícolas ocupa alrededor de cinco trabajadores de forma permanente”, señala el informe “Con la soja al cuello”. Un conjunto de factores –crecimiento de la superficie de cultivos transgénicos, fumigación masiva con venenos y caída de los precios de la agricultura familiar– explican buena parte del éxodo rural. Sin embargo, el factor decisivo es la violencia sistemática de los sojeros y las mafias, apoyados por el Estado.
En departamentos sojeros como Canindeyú, seis de cada diez propietarios de más de mil hectáreas son brasileños. Según Fogel, se trata de grandes empresarios que tienen capacidad de comprar influencias, favores y sobre todo impunidad, en lo que define como “un capitalismo de mafia que incorpora en sus prácticas el soborno y elementos ligados a la coerción física”.

En dos años hubo 43 comunidades campesinas violentadas por reclamar sus derechos a la tierra y por resistir las fumigaciones de cultivos de soja. En 16 de esos casos el Estado intervino y terminó destruyendo las viviendas campesinas. En total, seis de cada diez comunidades atacadas lo son en el marco de luchas por la tierra, y en cuatro de los casos por la resistencia a los agronegocios, que vienen creciendo de forma exponencial.

En los dos años relevados por Base-IS hubo 87 personas heridas o torturadas, en 16 casos se quemaron viviendas, se destruyeron cultivos y se robaron bienes de las familias campesinas. Como señalan Areco y Palau, la criminalización es “una estrategia pensada y montada desde el Estado para enfrentar las luchas sociales y colocar en el plano judicial (delictivo) los problemas sociales, para deslegitimar las luchas por sus derechos”.

La Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay relevó en un informe 120 asesinatos de campesinos a manos de las fuerzas policiales desde el fin de la dictadura. Todos ellos “fueron planificados y tuvieron la coherencia de una finalidad política”, consistente en forzar el desplazamiento de campesinos “para apropiarse de sus territorios, mediante la perpetración sistemática y generalizada de métodos de terrorismo de Estado que gozan de impunidad judicial”.

DELINCUENTES AMBIENTALES.

El abogado Juan Martens sostiene en el prólogo del informe “Judicialización y violencia contra la lucha campesina” que el paraguayo es un “Estado débil (no ausente), útil y funcional a poderes fácticos y mafias regionales y departamentales que violan impunemente la ley o utilizan algunas de ellas para la protección de sus negocios”.

Destaca la existencia de una “selectividad punitiva” por parte del Ministerio Público, que se focaliza en las personas que lideran movilizaciones contra las fumigaciones e integrantes de comisiones vecinales. De forma sistemática, tanto jueces como fiscales se han posicionado a favor de los intereses de los poderosos. Se han emitido sentencias de hasta 30 años de cárcel por “invasión de inmueble”, la clásica ocupación de fincas que realizan los campesinos desde hace décadas.

A ese tipo de empresarios Marten los llama “delincuentes ambientales”, e incluye en esta categoría a los cultivadores de soja que contravienen la legislación ambiental, a traficantes de rolos de madera y a los propietarios de tierras malhabidas. La impunidad de estos delincuentes es posible por “la cooptación de las instituciones policiales, fiscales y judiciales por estas mafias”, sobre todo en los departamentos de “mayor incidencia de la soja, la ganadería y el narcotráfico”.

La impunidad y la subordinación del Estado a los empresarios se relacionan con el acaparamiento ilegal de tierras facilitado por el estatal Servicio de Información de Recursos de la Tierra (Sirt). Formalmente, este organismo apunta a informatizar el registro agrario de las 1.018 colonias que tiene el Estado, pero la investigadora Inés Franceschelli, de Base-IS, afirma que es el modo de “pasar una capa de cemento sobre las tierras irregulares”. En apoyo de su tesis cita al gerente del Sirt Hugo Giménez, quien dijo el año pasado que “los lotes que ya tienen título definitivo, aun los conseguidos con informes falsos, no serán cambiados. Hay gente que tiene cinco lotes, contraviniendo lo que dice el estatuto. Es injusto. Pero si se pretende recuperarlos pasarán 50 años en una demanda” (ABC Color, 9-I-15).

En la lucha por la tierra no hay ninguna estructura de alcance nacional que se destaque. La mayor parte es protagonizada por las Comisiones Vecinales locales, en tanto la resistencia a las fumigaciones la lleva adelante la Federación Nacional Campesina (Fnc), una de las pocas organizaciones campesinas que no hipotecaron su independencia en el apoyo al gobierno progresista de Fernando Lugo, al igual que la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (Conamuri) y la Organización de Lucha por la Tierra (Olt).

Pese a los elevados grados de violencia, la resistencia campesina sigue en pie y consigue algunos logros gracias a la tenacidad de las organizaciones y el apoyo de profesionales y movimientos urbanos. Teodolina Villalba, dirigente de la Fnc, asegura: “Mucho se cuidan para realizar las fumigaciones en los lugares donde hubo conflicto, varios dejan de fumigar, otros dejan de plantar y también algunos ya abandonaron sus tierras”. Con una sonrisa dice bien alto: “Omuñama chupekuera lomitá” (los echaron los compañeros).

Información adicional

Autor/a: Raúl Zibechi
País: Paraguay
Región: Suramérica
Fuente: Brecha

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