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Poder, autoridad y desobediencia (II)*

Poder, autoridad y desobediencia (II)*

En 1599, un intelectual de la corte y del clero español, Juan de Mariana,
advertía a Felipe III sobre los inconvenientes de la tiranía en desmedro de
la monarquía, que era la mejor forma de gobierno posible. Antes no había
leyes, pensaba Mariana, y se confiaba en los reyes. Pero por desconfianza a
los príncipes, “se creyó que para obviar tan grande inconveniente podían
promulgarse leyes que fuesen y tuviesen para todos igual autoridad e igual
sentido”. No obstante, la autoridad política debía ser ejercida por un
noble, porque “la nobleza como la luz deslumbra, no sólo a la muchedumbre,
sino hasta los magnates, y sobre todo enfrenta la temeridad de los que
tengan un corazón rebelde”.

Más adelante el consejero le recuerda al príncipe que Enrique III de
Castilla decía temer más al pueblo que a los enemigos. Juan de Mariana era a
un mismo tiempo religioso católico y humanista —casi una norma en los
intelectuales de su época—, y esta ambigüedad se manifiesta a lo largo de
sus páginas. Por ejemplo, la idea tradicional del poder descendiendo de Dios
sobre el rey y de éste al pueblo, es invertida con estas palabras: “Los
pueblos le han trasmitido su poder [al rey], pero se han reservado otro
mayor para imponer tributo; para dictar leyes fundamentales es indispensable
siempre su consentimiento […] el poder real, si es legítimo, ha sido creado
por el poder de los ciudadanos”. Y otra vez una objeción de facto que no
sugiere una posible progresión histórica sino lo contrario: pero “el pueblo
no se guía desgraciadamente por la prudencia sino por los ímpetus de su
alma”.

La Era moderna terminó de sustituir esta idea de autoridad personal,
hereditaria, por los preceptos humanistas de igualdad y libertad. Pero esta
dinámica también se construye por una aparente contradicción: por un lado,
el Estado moderno representa todas aquellas promesas de superar las
jerarquías religiosas y la confianza en la equidad y las libertades
individuales, pero por otra parte también revela cierta incertidumbre sobre
la naturaleza de estas virtudes, lo que deriva en la manipulación y control
del Estado. Según la tradición hobbesiana, las acciones humanas no están
motivadas por el bien sino por el deseo. La guerra es una expresión de este
impulso, fuente del poder humano. La diferencia relativa de poder entre dos
seres humanos significa un poder absoluto cuando decide un conflicto a favor
de una de las partes; el reconocimiento de esta diferencia se convierte en
honor y prestigio. Es decir, el poder se consolida y legitima culturalmente.
Por esta razón, si se puede entender esta diferencia de poder como inherente
a la condición humana, también se puede entender como una creación
artificial, al menos en su expresión social, y por lo tanto mutable.

Pronto la legitimidad del poder social establecido deja de ser expresión
indiscutible de Dios (a través de la clase clerical, noble o aristocrática)
y comienza a ser radicalmente cuestionado. A mediados del siglo XIX Pi i
Margall adelantaba lo que un siglo después reconoceremos en Michel Foucault:
“el derecho de penar, simple atributo del poder, es tan místico y tan
inconsistente como el poder mismo. La ciencia no lo explica, el principio de
soberanía individual lo niega” (*Reacción*). Si para el psicoanálisis la
civilización es la expresión de la violencia primitiva, la sublimación de
los instintos salvajes o la materialización de tabúes como el incesto, para
los humanistas este estado actual se trata de una corrupción temporal de la
concepción contraria: la “naturaleza” original de los seres humanos radica
en la igualdad, la libertad se sostiene por su racionalidad, pero aún no ha
sido expresada plenamente: el objetivo de la civilización no es oprimir sino
liberar, ir del estado de necesidad al de libertad. Para Pi, “un ser que lo
reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los
hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que
extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego”.
Trazando un típico paralelismo entre el individuo y las naciones o pueblos,
antes había recordado: “entre dos soberanos no caben más que pactos.
Autoridad y soberanía son contradictorias. A la base social
*autoridad* debe, por lo tanto, sustituirse la base social
*contrato*. Lo manda así la lógica”.

Para que la verdadera libertad del individuo social sea alcanzada, Pi dice:
“*dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro
destruyendo*”. La concepción inversa dominó los siglos anteriores y fue
formulada en 1599 por Juan de Mariana. Aunque advirtiendo que las monarquías
suelen degenerar en tiranías, el religioso argumentó a favor de la
monarquía, ya que en el pueblo los malos son más que los buenos y no
conviene dividir el poder en un orden democrático. “No se pesan los votos,
se cuentan, y no puede suceder de otra manera”, se quejaba Mariana.

En el caso del humanismo radical, la revolución es una forma de progresión
por saltos y el objetivo principal es el individuo, pero siempre a través de
la asociación con los otros: “el pueblo no debe agradecer anda a nadie. El
pueblo se lo merece todo a sí mismo” (Pi).

En el siglo XX ya no quedan dudas sobre la naturaleza política del poder.
Para Edward Said, la autoridad no es un fenómeno misterioso o natural;
simplemente se forma y se irradia, es un instrumento de persuasión, posee un
determinado estatus, establece cánones estéticos y valores morales. La
autoridad se confunde con las ideas que eleva a categoría de verdad (*
Orientalism*).

(continua)

Jorge Majfud
Jacksonville University
majfud.org

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