
En los últimos dos años, he podido escuchar a mujeres migrantes en tránsito por México. Eso es, no migrantes mexicanas, sino mujeres que provienen de la frontera entre Guatemala y México y tienen como fin llegar a cruzar la frontera México-Estados Unidos.
Igualmente, he escuchado a mujeres que pertenecen a ese 28 por ciento de repatriadas por vía terrestre que, por error o por cálculo económico, no son de nacionalidad mexicana, pero han sido devueltas vía tierra por las cada vez más cerradas autoridades migratorias estadounidenses.
En Nogales, Sonora, en diciembre de 2019 las mujeres que residían en un refugio a espaldas del muro divisorio, en un barrio controlado por el narco que las deja en paz si no se asoman por las ventanas cuando opera, me contaron con las lágrimas en los ojos que ellas hacían parte de las más de 40.000 personas que han llegado a la frontera y están en listas de espera. Han solicitado asilo y buscan ser escuchadas por los tribunales de inmigración estadounidenses desde territorio mexicano. Todas alegan real peligro a sufrir violencia en sus territorios. Su desespero mayor venía del hecho que se les informaba constantemente sobre los poquísimos casos resueltos favorablemente, menos del 0,5 por ciento de todas las demandas.
La migración centroamericana no es novedosa. Desde la década de 1980, varios grupos de activistas contra las fronteras y en favor de las personas en busca de refugio han trabajado para el acceso de centroamericanas y centroamericanos al territorio estadounidense, con el fin de evitar la violencia y los riesgos en que incurrirían de quedarse en países en conflicto. Sin embargo, el cruce por México ha cambiado desde cuando, en junio a finales de 2019, el gobierno mexicano decidió frenar el tránsito de personas indocumentadas por su territorio, para evitarle la presión migratoria a Estados Unidos, convirtiéndose de hecho en un territorio-frontera para las personas que provienen del sur vía tierra y huyen primeramente de la violencia de Estado y delincuencial en sus países de origen. Según las activistas mexicanas de Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, que actúan en defensa de los derechos de las personas migrantes, su país es una gigantesca sala de espera o, peor, un “estacionamiento”, porque en eso lo ha convertido Donald Trump al limitar la protección humanitaria a las personas en riesgo, que van en aumento en el mundo entero. Según la organización, las y los defensoras de personas migrantes deben ser defendidos de las falsas acusaciones del delito de tráfico de personas, pues éstas son parte de una campaña orquestada en su contra de ambos lados de la frontera.
¿Por qué migran las mujeres? Es sabido que para recuperar el estatus, nivel socioeconómico que tenían en el momento de partir, se tardarán por lo menos 10 años. Sólo lo superarán y tendrán logros económicos si tenían estudios antes de salir o si tramitaron exitosamente los cursos de lengua y de formación en el país de acogida. Dadas estas condiciones, es poco probable que el móvil de la emigración sea exclusivamente la búsqueda de una mejora económica. Sin embargo, hoy el 48 por ciento de los migrantes mexicanos y en tránsito por México son mujeres. Sus remesas son consideradas las más confiables por las familias que las ayudaron a reunir el dinero para el viaje. Las obediencias a patrones de género muy rígidos las convierten en mujeres que brindan servicios y cuidados muy ansiados por las mujeres de los países del norte, quienes para trabajar en competencia con los hombres descargan sobre ellas las responsabilidades que, según los mismos patrones de género, deberían asumir con las personas ancianas, enfermas y en la primera niñez. Además, las migrantes cuidan el dinero porque no se emborrachan ni arriesgan fácilmente sus capitales en negocios temerarios.
Con todo, es más probable que se migre, como dice la fotógrafa hondureña Withney Godoy, porque “El riesgo es nuestra vida; no hay otra opción que moverse, quedarse quieta también es morir”.
En efecto, la industria del turismo arrebata a las comunidades garífunas sus territorios agrícolas frente al mar en Honduras, ya que los inversionistas reciben el apoyo de un gobierno de origen golpista que niega los derechos territoriales de los pueblos indígenas y negros y no frena el uso de sicarios y delincuentes para expeler poblaciones enteras de los terrenos que quiere cercar y transformar en enclaves turísticos de lujo. Igualmente, la industria minera condena a la extrema pobreza a las comunidades agrícolas cuyos bosques son talados, sus montañas cortadas, sus aguas envenenadas y los gobiernos que consideran la minería como una actividad prioritaria persiguen y encarcelan a las mujeres y hombres que se resisten a la destrucción de sus territorios. La violencia delincuencial en numerosas ciudades condena a las mujeres a un cuidado exagerado, lo cual les impide una movilidad autónoma y, por consiguiente, el goce del estudio, el deporte, el trabajo, el esparcimiento. En todos estos casos, el primer móvil de la migración es la búsqueda de una vida libre de violencia y el miedo a la represión.
Las historias de migrantes que más me han impresionado, sea por la claridad con que me fueron expuestas, sea porque yo era incapaz de encontrarles salida, son las de las mujeres hondureñas, que desde el golpe de estado de 2009 viven agresiones contra sus territorios ancestrales, en particular las mujeres garífunas, lencas y maya chortí y contra las mujeres consideradas activistas políticas, de derechos humanos o de derechos ambientales, así como contra las lesbianas y las madres solas. La derecha hondureña es moralista y bajo la pretensión de defender a la familia “natural”, es decir, nuclear y patriarcal, en el seno de la cual la violencia contra las mujeres es prácticamente imposible de denunciar a las autoridades, agrede a cualquier mujer que transgrede los rígidos mandatos de género del catolicismo conservador y de las iglesias neoevangélicas o pentecostales. La acusación de haber abortado, por ejemplo, puede desatar un linchamiento. Con el propósito de controlar la vida social de las mujeres, se les acusa de abortistas, de lesbianas, de ser antihombres o malas madres, etcétera.
Igualmente, me han impresionado las narraciones de algunas jóvenes salvadoreñas, cuyas familias las tuvieron prácticamente presas en sus casas o en las sedes de iglesias neoevangélicas para evitar que fueran víctimas de las “maras”, esas pandillas de delincuencia diversificada surgidas al terminar las guerras civiles en la década de 1980 y que controlan las principales ciudades de El Salvador, San Pedro Sula, en Honduras, y Ciudad Guatemala. Hay cálculos de que las maras están integradas por más de tres millones de personas en Centroamérica e intervienen desde comercios y viviendas hasta tráficos de drogas, armas y personas. Cuando visité San Salvador, en un primer viaje hace cinco años, y luego en otro hace tres años, escuché en varias ocasiones que el narco mexicano y el colombiano desconfían de las maras aunque deban utilizarlas, porque actúan de manera descontrolada, ya que solo obedecen a sus propios jefes. De los relatos de las jóvenes migrantes salvadoreñas retuve el de una chica de diecisiete años que consideraba a su madre la verdadera causante de su fuga hacia el norte, porque le había impedido ir sola a la escuela durante toda su vida, de manera que ella no conocía a nadie y no tenía ni una sola amiga. Mientras escuchaba su relato y su muy válido motivo, yo no podía dejar de pensar en la madre que aterrada no sabía nada de su hija. La violencia social que el Estado no frena tiene consecuencias difíciles de imaginar cuando no se oyen por boca de sus víctimas.
Ahora bien, por México transitan primeramente migrantes centroamericanas: madres solas o víctimas de represalias territoriales y étnicas, las hondureñas; migrantes con alguna capacidad económica para pagar un “coyote”, las salvadoreñas; y guatemaltecas muy pobres, en tercer lugar. Nicaragüenses, costarricenses, beliceñas y panameñas migran en menor número. Luego, recorren las selvas y desiertos mexicanos mujeres suramericanas, desde las más ricas argentinas, brasileñas y chilenas, que nunca he encontrado en un refugio, hasta ecuatorianas y colombianas. La escasa posibilidad económica de las venezolanas, más pobres, para cruzar Centroamérica y llegar a la frontera con México las hace poco presentes en las rutas de tránsito, siendo, sin embargo, la mayoría de las desplazadas internacionales en América del Sur.
Finalmente, tanto en la frontera de Tapachula, en el sur, como en la de Tijuana, en el norte, es notoria la presencia de migrantes que alcanzan México desde África. Estos llegan a Brasil, cruzan a Colombia, atraviesan el Tapón del Darién, donde dan cuenta de asaltos brutales, y recorren a pie de Panamá a Guatemala. Las migrantes africanas han cruzado el Atlántico por avión, en su mayoría, o en barco, y huyen de la violencia que afecta principal, pero no exclusivamente, a Camerún y Congo. En julio de 2019, en Tijuana, más de cien cameruneses, en su casi totalidad hombres, bloquearon el camino de las camionetas del servicio de inmigración, exigiendo mayor transparencia en el proceso para determinar quiénes son aceptados en el requerimiento de asilo. La protesta surgió después de varios días que Estados Unidos no aceptaba solicitudes.
En la Ciudad de México, que en 2018 fue declarada ciudad santuario para tres de las caravanas de expatriados centroamericanos que por entonces intentaban llegar a los Estados Unidos, hay diversos tipos de refugios de migrantes, desde los clandestinos, donde buscan descanso y relativa calma las mujeres y hombres que no han sido detectados por las autoridades de migración, hasta centros de internamiento gestionados por autoridades civiles y religiosas, para las mujeres y niñas y niños que han sido detectados por las autoridades mexicanas, han obtenido una visa de refugio en el país o están a la espera de ser repatriados. Su estadía allí, en el caso de refugio, les brinda algún alivio pero no satisface el propósito de la salida de su país; encuentran solidaridad pero no una acción ni un movimiento social que haga realidad el derecho humano fundamental a vivir donde se desee o necesite vivir y trabajar.
Pese al paso de los siglos, la humanidad no materializa en toda la extensión de la palabra tal derecho humano. Aun los poderes fácticos reinantes en cada país hacen sentir el límite y poder de las barreras físicas y de otro orden que delimitan el mundo en pequeñas parcelas, unas más grandes que otras. Y los Estados, como expresión meridiana de esos poderes, se encargan de franquear el paso y de largarle los perros a quienes no aceptan ni quieren saber de prohibiciones. Para ellas y ellos, como debiera ser para el conjunto de la humanidad, el mundo, como una sola casa, debe ser de todos y de todas.
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