Hay quienes tienen las manos untadas de sangre aunque jamás hayan tomado un arma en sus manos, ni siquiera para hacer polígono, pero han justificado, antes y después, la comisión del delito.
En países tradicionalmente violentos, en tiempos de violencia abierta, simbólica y sistemática, en gobiernos de toda índole culpables por acción o por omisión de violencia, en medio de grandes corporaciones y empresas con fuertes servicios de seguridad, inteligencia y contrainteligencia y con muchas prebendas para el uso de armas con toda clase de tecnologías —en fin—, en estas circunstancias existen aún personas con decoro.
Aunque no existen pruebas —empíricas o de laboratorio, jurídicas o penales, morales o consensuadas, por ejemplo—, es difícil encontrar gentes entre los más prestigiosos y cerrados círculos de los eufemísticamente llamados “tomadores de decisión” que no tengan las manos untadas de sangre. Y si llegan a existir casos en los que no sucede así, se trata de una excepción notable en la que la ética parece comandar a la política, a las finanzas, o al poder militar, por ejemplo.
¿No fue un gran lógico llamado Gödel que demostró, en un teorema conspicuo que pasó a la historia y a la eternidad, que, de un lado hay verdades que son verdaderas y no sabemos por qué; y de otra parte, que hay verdades que son verdaderas y no es posible demostrar que lo son o cómo lo son?
(La lógica, esa ciencia radicalmente independiente y siempre, siempre políticamente incorrecta).
Hay quienes tienen las manos untadas de sangre porque efectivamente han disparado un gatillo. No importa el arma o el calibre. O han blandido alguna daga, preferida en ocasiones por silenciosa y hartera.
Hay los que tiene las manos untadas de sangre porque han ordenado la muerte de alguien más, y han volteado luego la espalda como si no fuera con ellos.
Los hay que tienen las manos untadas de sangre acaso porque, rodeados de esquemas de seguridad de diversa índole, se hacen los de la vista gorda cuando sus guardaespaldas, por ejemplo, ejecutan, sencillamente, sus deberes.
Los hay también que tienen uniformes y placas y permiso para el uso de las armas y que se tranquilizan a sí mismos con la idea de que la sociedad les ha concedido el permiso y que así es como si no tuvieran las manos manchadas de sangre.
Hay también los que no han disparado ninguna arma, pero han incitado a otros a que lo hagan, han comprado sus servicios de diversas formas, o han obligado bajo presiones terribles a otros a que cometan el crimen.
Están también quienes en un acto de ira o dolor, o por producto del licor o de algún producto psicotrópico perdieron el control y al cabo terminaron con las manos manchadas de sangre.
Hay quienes tienen las manos untadas de sangre aunque jamás hayan tomado un arma en sus manos, ni siquiera para hacer polígono, pero han justificado, antes y después, la comisión del delito.
Hay quienes tienen untadas las manos de sangre porque, por ejemplo, por vía de presiones de diversa índole, o con argucias jurídicas han logrado que se demuestre que él o los acusados no pudieron ser encontrados como culpables, y quedan libres.
Hay quienes tienen untadas las manos debido a que han entrenado a otros en el uso de las armas, y los han vuelto diestros o los han convertido en máquinas sanguinarias perfectas, “por si llega a ser necesario”.
Hay también los que tienen untadas las manos de sangre porque han acogido al criminal para esconderlo durante un tiempo, incluso aunque no conozcan todos los detalles.
Los hay de muchos tipos, y la fenomenología podría ser ampliada en diversas direcciones.
Pero frente a todos ellos, hay una amplia minoría que conserva —¡aún!— las manos limpias de sangre. Gente buena que hace lo que debe y que por fortuna o convicción no cohonestan con ningún delito o son sus justificaciones variopintas.
Hay una excelsa minoría que, al final del día, logran incluso morir con la conciencia explícita o inocente de jamás haber participado de ninguna forma en el crimen de un ser humano.
(Vale recordar que en la naturaleza la única especie que comete violencia, y además intra especie, es la de los humanos).
Hay una minoría grande de gente por cuya mente o en cuyo corazón jamás surgió la posibilidad de tener sus manos manchadas con sangre, o incluso, en el mejor de los casos tuvieron la inteligencia, el valor, o la suerte de cambiar la dirección de la flecha del destino que apuntaba hacia la muerte de alguien.
Constituyen una amplia minoría. Una minoría de gente con profunda dignidad y sentido de lo humano, una inmanencia como no hay otra, o si se quiere una trascendencia que no tiene parangón.
Esta minoría tiene gente con grandes nombres. Nombres como Siddhartha Gautama, o Jesús el de Nazareth, o Mahatma Ghandi o Martin Luther King, por ejemplo. Pero los hay muchos, anónimos, a los que les basta mirar sin temor la noche que llega, o con esperanza la luz de un nuevo día.
Un asunto básico de decoro.
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