Los movimientos sociales latinoamericanos confrontaron al neoliberalismo, en las vertientes del ajuste estructural del FMI, así como aquella de privatización y reforma del Estado por parte del Banco Mundial, durante las décadas de 1980 y 1990-2000, con movilizaciones, propuestas y discursos que, por decirlo de alguna manera, cambiaron el focus de la política y abrieron el horizonte emancipatorio a nuevas ideas y lograron poner al neoliberalismo a la defensiva.
Fueron esas movilizaciones las que crearon las condiciones de posibilidad para la emergencia de gobiernos críticos al neoliberalismo y que, en primera instancia, dijeron adscribir a aquellas tesis, propuestas y discursos de los movimientos sociales del continente. Fue esta adscripción y esta referencia a los movimientos sociales la que produjo la sensación de que en América Latina se vivía una “primavera política” con gobiernos progresistas, democráticos y anclados en las demandas populares. Empero, el tiempo habría de demostrar que la “primavera política” era más un espejismo que una realidad. Los gobiernos que emergían del neoliberalismo y que se autocalificaban como progresistas o socialistas para desmarcarse de los regímenes neoliberales, en realidad, representaban una continuación del neoliberalismo por otros medios. Para los movimientos sociales de la región, esta constatación tenía un sabor amargo que tuvo consecuencias importantes. Muchos intelectuales, líderes y estructuras organizativas han sido coopatadas en el aparato gubernamental, y los espacios políticos en los cuales situar una crítica han sido reducidos de manera significativa.
Ahora bien, hay un hilo conductor entre todos los gobiernos de la región y de alguna manera se inscribe en una especie de modelo de dominación política común a todos ellos. En el presente texto se esboza la hipótesis de que América Latina está entrando en un momento de la acumulación capitalista que se caracteriza por el despojo territorial, el control social, la criminalización a la resistencia política, la conversión de la política en espectáculo y la concesión de la soberanía política tanto a los inversionistas cuanto al crimen organizado, en un contexto de globalización financiera y especulativa que ha generado un cambio importante en los patrones de la dominación política. Todos estos fenómenos remiten, en consecuencia, a las nuevas formas que asume la política, la hegemonía y la violencia de la lucha de clases en la región. Ese momento de la historia que continúa al neoliberalismo pero desde una visión diferente de la violencia, lo denomino como “posneoliberalismo”[1]. La violencia del capitalismo tardío, en América Latina, en consecuencia, se ha transformado en una violencia posneoliberal.
Los modelos de dominación política y la violencia
Durante la democracia neoliberal la violencia y el uso estratégico del miedo siempre estuvieron inscritos en la trama del mercado, la economía y el uso disciplinario del discurso de la crisis. El Estado era el soporte que legitimaba esta violencia, pero las políticas de ajuste del FMI y las políticas de privatización del Estado, eran en sí mismas violencia que desgarraba al tejido social a nombre de la economía y sus prioridades. La represión, la persecución, el control, el autoritarismo gubernamental, siempre acompañaron a la lógica del ajuste económico y del mercado, y no suplantaban a la violencia de los mecanismos automáticos de los mercados, ni los impostaban, más bien los reforzaban.
Sin embargo, a partir de la transición hacia los gobiernos posneoliberales la violencia deja el territorio de la economía y el uso estratégico del discurso de la crisis, para asumir un ropaje directamente jurídico-político. Esa transición de los mecanismos y dispositivos de la violencia y el miedo forman parte de los procesos de acumulación por desposesión y del cambio institucional del posneoliberalismo y de sus necesidades de dominar desde el consenso, es decir, la hegemonía. Esta imposición solamente se logra articulando la violencia dentro de un marco de legitimidad. Esta articulación de la violencia al interior de la legitimidad y el reconocimiento social caracteriza a los actuales modelos de dominación política en los países latinoamericanos.
El neoliberalismo, al desarticular y privatizar al Estado y trasladar hacia el mercado la regulación social, tiene que hacer del mercado un espacio de violencia legítima y natural. Las personas tienen que reconocer la violencia del mercado como violencia natural. En el mercado no hay solidaridades, no hay reciprocidades, no hay afectos, no hay lazos que no sean aquellos estratégicos del costo-beneficio. Esa violencia del costo-beneficio, en el neoliberalismo, se convierte en violencia histórica y en fundamento social. En cambio, en el momento posneoliberal puede apreciarse que la violencia retorna nuevamente al Estado. ¿Qué consecuencias tiene este proceso? ¿Qué significa el hecho de que la violencia “regrese” al Estado cuando el Estado siempre fue el locus de la violencia legítima? Ahora bien, quizá sea necesaria una reflexión previa para comprender el alcance y magnitud del retorno de la violencia a su matriz jurídico-política durante la transición posneoliberal y la conformación de aquello que puede denominarse como los nuevos modelos de dominación política en América Latina.
Las “democracias restringidas” del neoliberalismo
El neoliberalismo se impuso en América Latina por la vía de las dictaduras militares de los años setenta que utilizaron el terrorismo de Estado para provocar las transformaciones neoliberales. Este terrorismo estatal condujo a verdaderos genocidios y guerras en contra de la población, en especial durante la década de los setentas e inicios de la década de los ochentas, como fueron los casos de la “guerra sucia” en Argentina, en Chile, en Brasil, en Uruguay, en Paraguay, en Guatemala, y las guerras civiles de Nicaragua y El Salvador. En ese entonces se acuñó la frase de “guerras de baja intensidad” para la represión en contra de la población a nombre de la cruzada neoliberal. Así, neoliberalismo y terrorismo de Estado conjugaron una misma prosa y procedían desde una misma lógica. Las prioridades del mercado implicaron, en eso casos, el recurso al genocidio, en el sentido más real del término.
Las sociedades latinoamericanas resintieron de esta violencia y, de alguna manera, trataron de confrontarla, neutralizarla y resolverla. La transición a la democracia en América Latina, que se produjo en la década de los ochenta y noventa, en ese sentido, fue algo más que un proceso político de reinstitucionalización jurídica, significó un largo camino de recuperación de la paz social. Sin embargo, las dictaduras latinoamericanas crearon una heurística del miedo que contribuía a paralizar a las sociedades incluso en el proceso de transición a la democracia.
El retorno a la democracia se hizo en un contexto de crisis económica y de imposiciones de duros programas de ajuste económico impuestos desde el FMI y con el contubernio de las elites locales. El FMI no tenía ningún escrúpulo social ni ético para imponer sus duras recomendaciones. El FMI provocaba de forma intencional recesión, pobreza y concentración del ingreso, y para conseguirlo también procedió de la misma forma de las dictaduras militares: apelando al terrorismo económico[2]. Ese terrorismo económico se sustentaba en el uso estratégico del miedo y éste, a su vez, se definía, estructuraba y expandía desde la lógica de la crisis y la incertidumbre económica. El FMI situó sus prescripciones económicas sobre un tejido social que había sido profundamente desgarrado por la violencia genocida de las dictaduras militares.
La violencia del terrorismo de Estado y la violencia del terrorismo económico fracturaron a las sociedades de forma radical. Generaron un miedo permanente que obligaba a las sociedades a recluirse en sí mismas. Asumieron como prioridad la ruptura de todos los lazos de solidaridad social como recurso de sobrevivencia individual. Fue sobre ese miedo que pudo operar la lógica monetaria del FMI. El miedo provocado desde la economía fracturaba cualquier referente de futuro. Cuando se miraba hacia delante los pronósticos eran sombríos. El FMI se había encargado de inscribir sobre el futuro de las sociedades aquella inscripción que encontró Virgilio a la puerta del infierno: Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza. El discurso de la crisis económica del FMI era apocalíptico. Sus razones eran falaces pero el miedo que provocaron era real, demasiado real.
El miedo era la materia prima de la violencia neoliberal. Pero se trataba de un miedo difuso. A diferencia del miedo provocado desde las dictaduras militares y de su terrorismo de Estado que siempre fue focalizado, el miedo que se creaba desde la economía neoliberal era una situación que atravesaba toda la conciencia social y se instalaba de modo permanente en todos sus resquicios. Que contaminaba todos los lazos sociales. Que corroía las solidaridades. Que desmovilizaba y atomizaba. Mientras que en el terrorismo de Estado de las dictaduras militares, el locus del miedo radicaba fuera de la sociedad y podía ser señalado, adscrito y responsabilizado con nombres y apellidos (Pinochet, Videla, Ríos Mont, etc.), en cambio, con el mercado y sus mecanismos automáticos de precios, el miedo se interioriza en toda la sociedad. Nadie está libre de sus prescripciones y admoniciones. El miedo ingresa en la subjetividad de cada persona y tiene como propósito fracturar toda esperanza por fuera del mercado y la economía. Para triunfar desde la lógica del mercado no existe el “nosotros”, porque el éxito nunca es colectivo, porque el tiempo personal imposta y fractura al tiempo social. Con ese miedo interno, cada persona se convierte en un naúfrago que tiene que buscar la forma de sobrevivir pero a costa de los demás. Para el neoliberalismo y su ideología del éxito los demás siempre son una amenaza. El neoliberalismo convierte a los seres humanos en sobrevivientes. No hay solidaridades. No hay futuro. Entre el triunfo y el fracaso no hay términos medios. El miedo al fracaso se graba con fuego en la subjetividad de las personas. Solo pueden triunfar los más aptos, los más eficaces. El miedo en el neoliberalismo es la apelación al darwinismo más radical y aparece como determinismo de las fuerzas ocultas del mercado ante las cuales nada ni nadie puede cambiarlas. Si no se puede cambiar al mundo entonces, dice el ethos neoliberal, hay que adaptarse a él.
Con ese miedo difuso y extendido, la represión desde el Estado podía asumir formas homeopáticas. El miedo destruía la capacidad social de respuesta y confrontación a la lógica neoliberal de la crisis. El miedo hacía que cada quien busque cómo salvarse por sí mismo sin jamás detenerse a pensar en los demás. En la ideología de la eficacia que propugnaba el neoliberalismo nunca existió el concepto de sociedad, peor aún el de solidaridad. Los demás eran para ser manipulados en beneficio propio. Eran un recurso estratégico que tenía que ser utilizado de forma eficaz. El neoliberalismo desgarraba las solidaridades sociales y hacía de las sociedades islas de muchedumbres de individuos egoístas y estratégicos.
Hombres y mujeres que luchaban por su sobrevivencia y que habían roto toda solidaridad e identificación con su propia sociedad. De ahí que la sociedad resienta del Estado, porque ese miedo se generaba desde la matriz estatal y su violencia legítima. Las políticas de ajuste estructural eran violencia pura y dura, pero la sociedad no vio detrás de esta violencia al FMI sino al Estado. El responsable de la crisis no era el FMI ni las relaciones de poder que emergían de la globalización y la acumulación del capital, sino el gobierno que generaba déficit fiscal por un gasto irresponsable. Tal fue la ideología inherente a la estrategia del miedo por parte del neoliberalismo monetario del FMI.
Precisamente por ello, la lógica del ajuste económico del FMI acudía al expediente de las cifras macroeconómicas y de un discurso incomprensibles para la mayoría de la población e inscrito en un metalenguaje de conceptos abstrusos, que tenían el propósito de crear confusión e incertidumbre. El FMI nunca le dijo a la sociedad que sus prescripciones eran para salvar la moneda, a los bancos y al capital financiero, y posibilitar la transferencia neta de capitales por la vía del pago de la deuda externa. Empero, la sociedad consideraba que las razones tecnocráticas del FMI para resolver la crisis eran preferibles al terrorismo de Estado de las dictaduras militares. De esta forma, el miedo contaminó a la democracia naciente y la paralizó como posibilidad de memoria e historia. La convirtió en escenario puro, en una entelequia que no alteraba para nada los centros reales del poder. En rehén de las necesidades del mercado. La democracia se revelaba impotente para conjurar las imposiciones neoliberales del FMI. Las prescripciones del FMI no eran solo monetarias, en realidad eran políticas y apuntaban al desmantelamiento de la misma sociedad por la vía de la destrucción del Estado como sentido de lo público y lo social. El FMI alteraba no solo el sentido de la acumulación del capital sino también los mecanismos de la dominación política.
De este modo, la democracia del neoliberalismo tenía el propósito real de crear los marcos jurídicos e institucionales que permitan la imposición del ajuste económico y, además, procesar su aceptación y reconocimiento por parte de las sociedades, de ahí sus constantes apelaciones a la gobernabilidad del sistema como recurso de disciplina, orden y obediencia a los designios naturales del mercado. Por ello, una de las características de las democracias del ajuste económico era la de crear distancias con la violencia genocida de las dictaduras militares de los años precedentes para procesar, justamente, las nuevas formas de violencia que ahora asumían la forma de la gobernabilidad del sistema, es decir, la administración de los consensos y los disensos desde una lógica explícitamente disciplinaria en la cual la violencia del mercado era el locus del miedo y la disciplina. La democracia liberalse convirtió, de esta forma, en dispositivo de disciplinarización social.
El terrorismo económico del FMI de alguna manera prometía una salida al final del túnel si se hacían las cosas de acuerdo a sus prescripciones y, luego del retorno a la democracia, en un contexto de derechos y elecciones. Para las nacientes democracias latinoamericanas la violencia de Estado, tal como funcionó durante las dictaduras, era inaplicable. Se aceptaba la violencia económica porque el discurso de la crisis la hacía aparecer como algo fuera de la sociedad y que obedecía a causas imponderables y casi naturales[3]. La apelación al darwinismo económico, implícito en la lógica del mercado y que tiene en el discurso ideológico de la “eficiencia” uno de sus momentos más importantes, fracturaba cualquier posibilidad de que la sociedad pueda atenuar y controlar la violencia del mercado. Por la apelación a un orden natural y fuera de toda referencia social, la violencia económica del mercado, durante la era neoliberal, siempre fue biopolítica.
Sin embargo, las democracias latinoamericanas fueron poco a poco recuperando espacios e imponiendo un discurso de derechos humanos como políticas de Estado, de forma independiente a la conducción de la economía. Mientras más hablaban de derechos humanos más legitimidad tenían esas democracias, pero no les servía para nada cuando se enfrentaban a la lógica implacable del ajuste económico del FMI. El discurso de los derechos humanos se convirtió en un discurso movilizador y legitimante del modelo de dominación política que se estaba poniendo en marcha en la región. Mientras más se avanzaba en materia de derechos humanos más se perdía de vista el rol de la violencia del mercado como regulador social. De esta manera se producían fracturas radicales entre el discurso político que convergía hacia un enfoque de derechos humanos y la economía que trasladaba las decisiones de soberanía política y territorial hacia los inversionistas y sus inversiones. No hay texto Constitucional en América Latina que no conjugue la prosa de los derechos humanos. De hecho, el mismo sistema de Naciones Unidas (el PNUD entre ellos), ha logrado la convergencia entre la gobernabilidad (como mecanismo de disciplina social) y los derechos humanos en casi todos los gobiernos de la región. Todos los gobiernos de América Latina, de hecho, suscribieron entusiastas ese enfoque de derechos humanos alejado de toda conflictividad política cuando aprobaron a inicios de la década del 2000, los Objetivos de Desarrollo del Milenio propuestos, entre otros, por el Banco Mundial y el PNUD.
De ahí que podría aparecer como una relativa sorpresa la criminalización a la protesta y movilización social bajo la figura del “terrorismo organizado” y “sabotaje”, a todas las formas de movilización y resistencia social en América Latina, algo que no se había visto ni en los momentos más radicales del neoliberalismo y que se produce en el contexto de sistemas políticos que adscriben a los derechos humanos en todas sus formas. En realidad, esas acusaciones de sabotaje y terrorismo para las organizaciones sociales dan cuenta que el tiempo político de la violencia neoliberal de mercado había llegado a su fin. Evidenciaban que sistemas políticos con enfoques de derechos humanos y acumulación de capital con criminalización social son dinámicas congruentes y coherentes entre sí. Generalmente, a más derechos humanos, más violencia de la acumulación de capital. Demostraban también que ese formato del miedo en su escenario de crisis económica e incertidumbre, que nacían desde la lógica del mercado, habían quedado atrás. Que la sociedad estaba, de alguna manera, inmunizada al terrorismo económico en la versión del ajuste neoliberal y que éste había perdido sus espacios de maniobra por lo que la dominación política necesitaba de forma urgente una recomposición.
El evento clave que lo explica está en la resistencia y movilización social y en la dureza de la violencia neoliberal en su formato de políticas de ajuste macrofiscal y privatización del Estado que se impuso en América Latina. En efecto, la violencia económica de esta crisis provocó un vacío social y de credibilidad al sistema político y a sus dispositivos de dominación. Las sociedades y las organizaciones se movilizaron en toda latinoamérica en contra de la dureza del ajuste económico, lo resistieron y, finalmente, lo derrotaron, de ahí la emergencia de los autodenominados gobiernos progresistas de la primera década del 2000 en América Latina y la presencia de fuertes movimientos sociales en casi toda la región. Las sociedades ya no estaban dispuestas a confrontar sin resistencias al discurso de la crisis, el ajuste fiscal y la privatización, sobre todo cuando habían visto la forma por la cual el sistema político protegió a los responsables directos de la crisis (generalmente el capital bancario y financiero) y, en una actitud de claro cinismo político, se encargó de que los costos de esa crisis sean socializados al conjunto de la población.
Los gobiernos posneoliberales saben que esa apelación al discurso de la crisis económica para imponer medidas y salvaguardar los equilibrios económicos ahora son imposibles, porque representan un recurso gastado del poder que pondría a la sociedad en su contra, lo que implicaría, para ellos y en sus cálculos más inmediatos, perder las elecciones futuras. Por eso, casi todos los gobiernos de la región han abandonado toda referencia a la economía como discurso político, en especial el discurso de la estabilidad macroeconómica, de la disciplina fiscal, entre otros, y han optado por inscribir de lleno sus posibilidades en el discurso político y en la utilización estratégica del gasto fiscal, con ello, han provocado un cambio en el formato de la dominación política y en sus dispositivos de violencia. Este modelo necesita crear las convergencias necesarias de grado o por fuerza. Necesita también administrar los consensos y los disensos dentro de los límites del sistema político liberal.
Los que consienten y asienten pueden ser disciplinados al interior de las coordenadas liberales de las instituciones y las elecciones. Los que disienten deben aprender del peso de la ley y el orden. Dayuma en Ecuador, Atenco en México, el TIPNIS en Bolivia, Bagua en Perú, entre otros eventos de movilización social, represión y criminalización, tenían el objetivo de crear un efecto demostración para aquellos que disienten. La represión tenía un mensaje explícito: los próximos seréis vosotros.
Por ello puede decirse que el agotamiento del discurso neoliberal de la crisis produce la transición del locus de la violencia. Si la violencia ya no cumple su rol disciplinario en el mercado entonces tiene que retornar al Estado. La economía se subsume al Estado (es decir, a la política) y desde esa dinámica la sociedad ya no puede ni debe existir por fuera del Estado. Es este proceso de transición de la violencia de los mecanismos automáticos del mercado hacia los dispositivos centralizadores del Estado que caracteriza al posneoliberalismo como un momento diferente del neoliberalismo, porque quien confronte y resista la violencia política de la acumulación capitalista (es decir, la lucha de clases) ahora se confronta de manera directa con la violencia del Estado. En adelante, todos aquellos que disienten del Estado y sus políticas pueden ser puestos a su margen y, en consonancia con ello, pueden ser juzgados como personas fuera de la ley y el orden. El Estado liberal, en consecuencia, debe convertirse en el único espacio posible desde el cual consentir o disentir. Todo dentro del Estado, nada fuera de él. Se produce, entonces, un cambio en el locus de la violencia: de aquella violencia que desmantelaba al Estado en beneficio del mercado, hacia aquella violencia que reduce la sociedad al Estado. En ambas, se instrumentaliza al Estado en función de la acumulación capitalista. Se lo separa de la sociedad para confrontarla con ella. Para los neoliberales en la versión del FMI el Estado provocaba graves problemas económicos, y de ahí su necesidad de reducirlo a su mínima expresión. Para el posneoliberalismo, la sociedad no debe existir por fuera del Estado porque éste es la garantía jurídica de la acumulación por desposesión del momento posneoliberal.
Leave a Reply