El nuevo modelo de dominación política: Terrorismo y contraviolencia
Si en el neoliberalismo del Consenso de Washington la violencia tenía su locus en el mercado, en el posneoliberalismo ese locus retorna al Estado. Pero no se trata del Estado de bienestar ni del Estado de industrialización, se trata del mismo Estado del neoliberalismo que ahora asume el interés general como mecanismo legitimante de la dominación política y la acumulación de capital y, como tal, también se transforma.
Si el Estado representa el monopolio legítimo de la violencia, entonces ésta necesita de un sustrato jurídico que establezca sus límites y posibilidades. Sabemos que la violencia nunca es un fin en sí mismo, es un medio y lo que necesita legitimidad, en última instancia, son esos medios. Para que la violencia se legitime necesita del derecho, y éste tiene su locus natural en el Estado. El derecho es el envés de la violencia. Ahora bien, la violencia crea también su propia dialéctica en la contraviolencia. Y la contraviolencia también disputa su derecho a ser reconocida como legítima.
Entre la violencia y la contraviolencia media el derecho, la política y el conflicto político, vale decir, la lucha de clases. En esa dialéctica, la violencia necesita del derecho para legitimarse y establecer desde ahí sus condiciones y conservar su legitimidad. En el liberalismo, el derecho es la sedimentación y condición de posibilidad de la violencia del sistema. El derecho hace que la violencia del sistema aparezca como legítima, consensual y necesaria. Si no existiese esa violencia legítima, los intereses individuales desgarrarían a la sociedad de forma irremisible. El derecho funda al Estado legitimando la violencia. Pero en el capitalismo la violencia del sistema es violencia de clase. Aunque parezca paradójico y contradictorio, a más apelación al derecho más violencia. Cuando la sociedad reconoce los derechos en el Estado, asume la legitimidad de la violencia de clase y resigna la legitimidad de su propia contraviolencia. En el Estado de derecho se reconoce el monopolio legítimo que tiene el Estado al uso de la violencia y, al mismo tiempo, se resigna la capacidad de contraviolencia legítima.
Como lo establece Walter Benjamin: “… el derecho una vez establecido, no renuncia a la violencia. Lejos de ello, (la violencia, P.D.) solo se convierte verdaderamente en fundadora de derecho en el sentido más estricto y directo, porque este derecho no será independiente y libre de toda violencia, sino que será, en nombre del poder, un fin íntima y necesariamente ligado a ella” [4]. Derecho y violencia, en el capitalismo, expresan una misma realidad y una misma dinámica de la dominación de clase.
Esta distinción es importante para comprender el sentido real que tiene la expresión “Estado de derecho” y las apelaciones al derecho que se hacen desde el posneoliberalismo. Es desde esta apelación y recurso al derecho que se va a criminalizar y perseguir a la sociedad, es decir, negar el derecho de la sociedad a resistir la violencia del sistema.
En efecto, la violencia del Estado, por más legítima que sea, no se ejerce sobre un vacío, sobre un espacio libre de resistencias u oposiciones, todo lo contrario: la sociedad resiente esa violencia del Estado y la resiste, la contrapone otros tipos de contraviolencia; trata de sustraerse a la violencia del Estado de mil y un formas; le da rodeos; la encierra en laberintos creados desde su propio imaginario; la desafía; la escabulle; la engaña. A la violencia legítima del Estado le corresponden respuestas hechas desde la sociedad que pueden asumirse como una vasta red de contraviolencias legítimas. La violencia, en consecuencia, siempre implica una dialéctica. Una de las representaciones más visibles de la contraviolencia legítima es el derecho a la huelga que tienen los trabajadores: “… las organizaciones laborales son en la actualidad, junto al Estado, los únicos sujetos de derecho a quienes se concede un derecho a la violencia … En este sentido el derecho de huelga representa, desde la perspectiva del sector laboral enfrentada a la violencia del Estado, un derecho de utilización de la violencia al servicio de ciertos fines”, escribe Benjamin[5].
El derecho de huelga es contraviolencia legítima a la violencia legítima del Estado. Forma parte de la dialéctica de la violencia y de la dialéctica de la lucha de clases. Los trabajadores acuden al derecho de huelga como mecanismo de última instancia y para defenderse de la violencia del capital. Pero el derecho de huelga, en realidad, representa la posibilidad de abrir un espacio al interior del derecho para que pueda albergar la contraviolencia a la violencia del Estado. El derecho de huelga, es el derecho a la protesta, a la movilización, a los levantamientos, en fin, es el derecho de decirle no al sistema de poder. Es esa posibilidad de decir no, la que está en juego con la apelación al derecho cuando se menciona al Estado como el interés general, y que indica el cambio en el modelo político de dominación.
En el nuevo modelo de dominación política del posneoliberalismo se extiende la esfera del derecho para suprimir la dialéctica de la violencia-contraviolencia y convertirla en tautología del poder: violencia-violencia. A más Estado de derecho, menos legitimidad tiene la contraviolencia y más susceptible de ser puesta por fuera de la ley y el orden, es decir, criminalizada. A más Estado liberal menos espacio tiene la contraviolencia legítima de las organizaciones sociales.
Pero el Estado no es un concepto vacío de relaciones de poder. El Estado expresa, precisamente, esas relaciones de poder. El Estado al que se hace referencia es el Estado capitalista y como tal forma parte de los entramados de la acumulación del capital[6]. No existe un “interés general” que sea independiente de las relaciones de poder y dominación que atraviesan y constituyen una sociedad. El Estado, cualquiera sea su formato, expresa esas relaciones de poder y las legitima. La noción de “interés general” vacía de relaciones de poder a la sociedad pero en nombre de nuevas relaciones de poder, y lo hace para evitar que las resistencias y oposiciones a las nuevas relaciones de poder tengan espacios de maniobra que la puedan acotar.
Entonces, cuando el Estado retorna a sí mismo como “interés general”, tiene que subsumir, absorber a la sociedad en su propia violencia, tiene que reducir a la mínima expresión la contraviolencia que existe contra su propia violencia. Nadie puede ni debe reclamar sobre esa violencia porque representa el sentido de la historia. A medida que el Estado asume esa violencia como derecho y desaloja del derecho a quienes había reconocido como portadores de contraviolencia, el Estado puede asumir que quienes lo cuestionan y lo confrontan merecen todo el peso de la ley porque están en contra del continuum de la historia, porque están en contra del “interés general”. Este “interés general” se convierte en un proyecto que se sitúa por encima de toda la sociedad, que quiere impostarla y, al mismo tiempo, anularla.
Como lo expresa Bolívar Echeverría: “Resistirse a esa forma, atentar contra ese continuum de su historia, equivale a ejercer violencia contra la marcha consagrada de las cosas; por esta razón, toda actividad política que se atreva a no comportarse “constructivamente” con respecto al “proyecto de nación” tras el que se escuda el Estado capitalista es ya, en principio, violenta: implica un atentado, un boicot, una acción destructiva. Su contraviolencia, que en el escenario consagrado de la política aparece como si fuera una violencia inicial y no una violencia que responde, sería esa “violencia contraria a la civilización” que el Estado adjudica a la izquierda política”[7].
Se trata, en definitiva de contraviolencia que aparece en la dialéctica de la violencia del Estado. Pero, en virtud de que el Estado reclama para sí la representación de la sociedad puede desalojar toda la contraviolencia que la sociedad puede oponer a la violencia legítima del Estado, y asumir un monopolio de la violencia en el cual no existe contraviolencia, es decir, no hay posibilidades de defenderse de la violencia del Estado, en términos históricos se entiende. La dialéctica de la violencia legítima del Estado y su contraviolencia de la sociedad se convierte en la tautología de la violencia estatal.
Esta reflexión puede ayudarnos a comprender el transfondo de varias expresiones de algunos presidentes latinoamericanos cuando los movimientos sociales se oponen a las derivas extractivas de la acumulación por desposesión, como la acusación de Evo Morales, Presidente de Bolivia que descalificó a la marcha de las organizaciones sociales que defendían el TIPNIS de la construcción de una carretera, o aquellas declaraciones de Lula, entonces Presidente de Brasil, en contra de las organizaciones sociales que defendían su territorio de la soja y la minería abierta a gran escala, o aquella de Rafael Correa, Presidente del Ecuador, durante los eventos de Dayuma en 2007, cuando dijo textualmente: quienes se oponen al desarrollo son terroristas, o la criminalización y persecución a los pueblos Mapuches que hicieron los gobiernos de la Concertación en Chile.
Estas posiciones y declaraciones dan cuenta de la construcción de un nuevo modelo de dominación política. Cuando el Estado le arranca a la sociedad el derecho que ésta tiene para defenderse de la violencia “legítima” del poder, entonces puede situar los conflictos políticos, que por definición implican violencia y contraviolencia (puede ser simbólica, institucional, jurídica, etc.), en un plano de confrontación directa entre el “interés general”, es decir, el Estado, y quienes se oponen a este interés general.
La apelación a un estatuto de “enemigo público” es correlativa a esta forma por la cual el gobierno se irroga una representación general y hace de la violencia y del derecho los medios por los cuales se impone a la sociedad. Ese “enemigo público” del interés general encarnado en el Estado, es el “terrorista”.
Con el modelo de dominación política del posneoliberalismo se crea una figura que coincide con la Doctrina Bush y que tiene en el “terrorista” y en el “terrorismo” sus argumentos de legitimidad. Con este expediente de calificar de “terroristas” a todos aquellos que cuestionen, critiquen o que, en definitiva, opongan a la violencia del Estado la contraviolencia de la sociedad, las movilizaciones de la población en contra de la minería abierta a gran escala, contra las represas hidroeléctricas, el monocultivo, los transgénicos, los servicios ambientales, y demás formas de la acumulación por desposesión, tendrán que vérselas directamente con el Estado. Los levantamientos indígenas, las movilizaciones sociales, las marchas, las huelgas, las manifestaciones populares, entre otras formas de contraviolencia legítima, corren el riesgo de ser calificados de “terroristas” y de ser tratados a este tenor. Las figuras del terrorista y del terrorismo son, por tanto, consustanciales al modelo de dominación política del posneoliberalismo y al Estado de derecho.
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