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La izquierda de la izquierda europea busca su espacio.

La izquierda de la izquierda europea busca su espacio.

En Europa, a la izquierda llamada “radical” le cuesta enormidades ocupar el espacio que le abrió el desplome generalizado de la socialdemocracia. Las elecciones italianas fueron el ejemplo más reciente de las dificultades que se le plantean para emerger. La experiencia portuguesa, en cambio, le permite ver las cosas con un poco más de optimismo.

Hace tan sólo unos años, un par de décadas digamos, un analista político que hubiera colocado al Podemos español, al Bloque de Izquierda portugués, al Die Linke alemán, al laborismo inglés liderado por Jeremy Corbyn o a los “insumisos” franceses de Jean-Luc Mélenchon en la galaxia de la “extrema izquierda” habría sido expulsado manu militari de la academia. La relatividad de las cosas y de los tiempos –pautada por el corrimiento a la derecha de las dirigencias políticas tradicionales–, el facilismo del etiquetado y la voluntad de estigmatizar a quien ensaye algún tipo de propuesta que se salga de los moldes por el lado zurdo hizo que ahora ya no sea tan así y que para hablar de esos partidos ese politólogo medio –o ese periodista medio– sea incluso alentado a ubicarlos en la punta siniestra, en lo posible buscándoles a sus líderes contactos –foto por aquí, factura por allá, reales o inventadas– con Nicolás Maduro, Evo Morales, Raúl Castro, los ayatolás iraníes o hasta el mismísimo Kim Jong-un.

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Sus orígenes son muy dispares: la plataforma “ecosocialista” Francia Insumisa es dirigida por un político relativamente veterano como Jean-Luc Mélenchon, escindido del PS, y aglutina desde 2016 a movimientos sociales y a partidos desprendidos de la extremadamente debilitada izquierda tradicional francesa; Podemos surgió hace justo cuatro años de la “indignación” de las plazas españolas, protagonizada sobre todo por jóvenes de clase media; los portugueses del Bloque de Izquierda nacieron a fines de los noventa, a partir de la confluencia de grupos maoístas, trotskistas, fracciones del Partido Comunista; el septuagenario Jeremy Corbyn está intentando transformar desde dentro al legendario Partido Laborista británico, que desde comienzos de los años ochenta, bajo la influencia de los inspiradores de la Tercera Vía, marchó por el andarivel derecho a un ritmo aun más acelerado que el Psoe español; la germana Die Linke nació en 2007 de la fusión de la formación heredera del viejo partido comunista de la ex Alemania Oriental y una escisión de la socialdemocracia. Casi todos estos partidos (salvo el laborismo, adscrito al Grupo Socialista) comparten espacio en el Europarlamento, el Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria Europea (Gue), al que también pertenece el Syriza griego. Los helenos dirigidos por el actual primer ministro Alexis Tsipras fueron durante unos años el faro, el referente excluyente de esta “izquierda alternativa”, su pata de mayor peso electoral, la primera en llegar al gobierno con un programa que desafiaba a las políticas de austeridad aplicadas por socialdemócratas y conservadores y no dudaba en plantar cara a las instituciones financieras regionales e internacionales como el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional. Duró hasta que Tsipras –ahogado por todos los costados– cedió en toda la línea y borró con el codo lo que había prometido en campaña y había tímidamente comenzado a implementar. Desde entonces (2015), Syriza (una sigla que se traduce por Coalición de la Izquierda Radical) cayó en desgracia y de referente se convirtió en repelente para quienes aspiran a llegar al poder en Europa para “romper con el pensamiento único y demostrar que otras políticas, favorables a los sectores populares, son posibles”.

Los benjamines de esta familia son los italianos de la coalición Potere al Popolo (Poder al Pueblo, Pap), cuyo nacimiento, hace apenas tres meses, recibió la bendición de Mélenchon, de algunos de los principales dirigentes de Podemos, de Corbyn, de los bloquistas portugueses. Pap, que se define como“anticapitalista, ecologista, feminista, secular, pacifista y libertaria” y es producto de la alianza de formaciones como el Partido de la Refundación Comunista, grupos ecologistas y centros sociales, sobre todo del sur pobre de la península, tuvo su estreno electoral este mes. Se sabía que no podía llegar demasiado lejos, pero en la “izquierda radical” se pensaba que el objetivo de alcanzar el 3 por ciento de los votos, el nivel mínimo para ingresar al parlamento, no era un imposible. El 1,1 por ciento que recibió (algo menos de 400 mil votos) fue decepcionante, aunque sus dirigentes declararon que en el contexto en que se daban estas elecciones, con un Movimiento Cinco Estrellas “atrapa todo” y apabullante, no estaba tan mal como puntapié inicial.

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Si el laborismo (segunda fuerza política en Reino Unido, con casi el 40 por ciento del electorado), los insumisos (tercer partido en Francia, con casi el 20 en las presidenciales del año pasado) y Podemos (también tercero en España, también con 20 por ciento, pero gobernando en las principales ciudades del país) son las principales catapultas de los “radicales” en Europa, el partido de esta sensibilidad que más lejos ha llegado ha sido el Bloque de Izquierda en Portugal. No desde el punto de vista electoral (en 2015 obtuvo el 10,5 por ciento de los votos), sino por la incidencia que ha tenido sobre las políticas del gobierno del socialista António Costa. Los socialistas habían llegado a las elecciones de tres años atrás con un programa liberal que en poco los distinguía de los conservadores y que marcaba una continuidad con la línea que habían seguido en las últimas décadas.

Pero fueron superados en votos por fuerzas de derecha. Su única posibilidad de formar gobierno, una vez descartada la eventualidad de una “gran coalición” con los conservadores al estilo alemán, era pactar con partidos a su izquierda: el Bloque y el Partido Comunista, que le daban una mayoría más que suficiente. “Nunca había habido en Portugal negociaciones entre los distintos partidos de izquierda para tomar medidas de gobierno”, dijo Jorge Costa, diputado del Bloque. Parte de las bases del PS, sobre todo en las áreas más empobrecidas del país, presionaban desde hace tiempo para que tuvieran lugar, pero el grueso de su dirigencia socialista se resistía. “La realidad se impuso y terminaron cediendo. En parte, pero cediendo al fin”, comentó la líder del Bloque de Izquierda, Catarina Martins. Lo que se pactó fue un apoyo crítico, desde fuera del gobierno, del Pcp y del Bloque al Ejecutivo. Los comunistas y el Bloque, cada cual por separado (los comunistas consideran a los bloquistas como “pequeños burgueses radicalizados” y mantienen con ellos malas relaciones institucionales, aunque coinciden en “algunos puntos programáticos”), fijaron sus líneas rojas, los socialistas las suyas. Los primeros condicionaron su respaldo parlamentario al Ejecutivo a que se redujeran los impuestos pagados por los asalariados de menores ingresos, se aumentara el salario mínimo todos los años hasta llegar a 600 euros en 2019, se ajustaran al alza las jubilaciones de menor monto, se definiera una serie de “programas sociales”, se acabara con las privatizaciones de empresas públicas (iniciadas por gobiernos en los que los socialistas eran mayoritarios) y con el despido de funcionarios del Estado y se abandonara toda pretensión de reformar el derecho del trabajo para dar mayor libertad a las empresas y limitar el poder de los sindicatos. Los socialistas aceptaron, y desde octubre de 2015 bloquistas y comunistas aprueban con sus votos en el parlamento el presupuesto del Estado. “En ningún otro país gobernado por los socialdemócratas, solos o en coalición, se han tomado decisiones de este tipo, que están lejos por supuesto de ser revolucionarias, pero suponen avances claros para las mayorías populares”, señaló el legislador comunista Miguel Tiago (Mediapart, 28-XII-17). En Grecia, Syriza no pudo poner en práctica casi ninguna de esas medidas. “Es cierto que la economía portuguesa es más sólida que la griega y que nuestro endeudamiento, y en consecuencia nuestro nivel de sujeción, es menor al helénico, pero sin grandes alharacas hemos recorrido cierto camino”, apuntó Catarina Martins.

Las diferencias entre las tres fuerzas en temas de fondo se mantienen: bloquistas y comunistas se resignaron a no reclamarles a los socialistas que retiren a Portugal de la Otan o del euro, o que dejen de apoyar la negociación de un tratado de libre comercio de la UE con Estados Unidos o que aumenten los impuestos a las empresas, o que vayan más allá de lo acordado en el plano fiscal, o que eliminen disposiciones que favorecen a los inversores extranjeros o que tomen medidas más “radicales” para combatir el trabajo precario, o que combatan por cambiar el sentido de la integración europea, o que… “Nosotros seguiremos luchando por esos objetivos, pero mantendremos nuestro compromiso de no provocar la caída del gobierno si el PS cumple con lo acordado en las negociaciones”, dijo Costa (Mediapart, 28-XII-17).

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A fines de 2019 habrá elecciones en Portugal y estará en el tapete la continuidad o no por un nuevo período legislativo de la experiencia de la alianza tal cual se ha ido formulando, su profundización o su abandono. El ala derecha de los socialistas aspira a que el partido continúe creciendo y pueda “liberarse” de la obligación de pactar con grupos a su izquierda.

Las elecciones municipales de octubre de 2017 mostraron una consolidación del PS, que conservó sus bastiones y conquistó ciudades antes controladas por los comunistas. El PC cayó y el Bloque aumentó su votación, aunque sin dejar de ser una formación marginal en el plano local. Algunos politólogos consideran que la alianza con el Bloque y el PC les ha servido a los socialistas para reconquistar franjas del electorado popular que habían perdido en manos de la derecha, sin por ello operar un viraje a la izquierda. El diputado socialista João Galamba no se aleja demasiado de este razonamiento. “Nos ha favorecido este pacto”, dijo.

Bloquistas y comunistas se interrogan sobre cómo seguir. Jorge Costa piensa que lo peor que podría hacer su partido es “abandonar el terreno de lo social, dejar de movilizarse en las calles junto a los sindicatos y los movimientos sociales. El PS sigue siendo tan liberal como era, pactó obligado por las circunstancias, y dejará de hacerlo si considera que puede gestionar solo. Lo esencial para una fuerza como la nuestra no debería ser alcanzar el gobierno a cualquier costo, sino para cambiar las cosas. Lo que logramos con este pacto es aprovechar el debilitamiento de los socialdemócratas para conseguir que apliquen políticas que mejoren las condiciones de vida de la gente. Está bueno, pero tampoco hay que sobreestimarlo”. El comunista Miguel Tiago no lo contradice: “Están demasiado apegados al capitalismo los socialistas como para superar ciertos límites así como así. La presión desde abajo seguirá siendo esencial”.

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Tensiones y dilemas similares se viven en Podemos y en Die Linke, que para poder gobernar consideran que deben sí o sí encontrar alguna fórmula de entendimiento con el Psoe, el primero, y el Spd, el segundo, dos partidos que han perdido buena parte de su electorado (ambos están hoy en sus mínimos históricos), pero siguen siendo mayoritarios en el campo “progresista”. Cómo llevarlos a acordar y desde qué posiciones, divide a los podemitas y a los “radicales” germanos en campos de fuerza más o menos equivalentes. En Alemania, la decisión de los socialdemócratas de integrar una vez más una “gran coalición” con los conservadores liderados por Angela Merkel echó por tierra la perspectiva de una “unión de izquierda” entre Die Linke, el Spd y los Verdes, que por un breve tiempo estuvo en el tapete. Los ecologistas se fueron decantando igualmente hacia una negociación con los conservadores y los liberales antes que hacer una convergencia con la “izquierda radical”, una etiqueta que décadas atrás se les colgaba a ellos también, pero que se han ido encargando de despegársela.

Desde que se creara, en 2007, Die Linke nunca bajó del 7 por ciento ni superó el 12. En las últimas legislativas, el año pasado, se situó en el medio: 9,2 por ciento. En paralelo, el Spd cayó al 20,5. La Izquierda aprovechó sólo en parte ese desplome: el grueso de los antiguos votos socialdemócratas fue a parar a la ultraderechista Alternativa por Alemania (Afd) o reforzó la abstención. El fenómeno fue particularmente fuerte en los Länder (los estados) del este, bastiones de Die Linke y entre el electorado obrero de todo el país, en el que la Afd duplicó a los izquierdistas. Die Linke perdió su condición de tercera fuerza política del país a manos de la extrema derecha.

La captación de ese voto “tránsfuga” desde el Spd hacia la Afd (esencialmente “popular”) es lo que más ha dividido las aguas en Die Linke. Un sector, liderado por la jefa de la bancada parlamentaria Sahra Wagenknecht, y su marido, el ex socialdemócrata y cofundador de Die Linke, Oskar Lafontaine, salió a la caza del electorado de la ultraderecha reflotando “valores” como el patriotismo o la identidad nacional y criticando la política migratoria de puertas abiertas del gobierno de Merkel. Las clases populares sufren por la competencia de la migración masiva que está llegando a Alemania, llegó a decir Wagenknecht. “Aquellos que abusan del derecho a la hospitalidad pierden ese derecho”, dijo también (Mediapart, 1-III-18). “Tenemos que crear un gran partido popular que una a todas las izquierdas a partir de una conexión con los sentimientos reales de la gente, en especial de la gente de abajo”, apuntó a su vez Lafontaine.

La dirigencia actual de Die Linke, encabezada por sus dos copresidentes, Katia Kipping y Bernd Riexinger, se resiste a una estrategia de ese tipo, que considera suicida a todos los niveles, para la supervivencia de Die Linke y para una propuesta alternativa de izquierda, “que nunca puede confundirse con los planteos de la extrema derecha”, afirmó la primera (Mediapart, 1-III-18). En junio próximo, ambas facciones se verán las caras en un congreso que promete ser uno de los más movidos de la corta vida de Die Linke.

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Viola Carofalo no tiene, por lo menos por ahora, esas preocupaciones. La formación de la que es portavoz nacional, Potere al Popolo, apenas “pesa” algo más del 1 por ciento del electorado italiano. “Desde ese zócalo lo único que podemos plantearnos es crecer mirando hacia las experiencias de los vecinos, sobre todo las de Podemos y Francia Insumisa. En Italia las cosas están muy mal. La izquierda, que aquí había tenido una fuerza especialmente grande, tanto en sus expresiones parlamentarias moderadas como extraparlamentarias radicales, ha quedado reducida a la nada, y sus bases han huido hacia el populismo ‘aideológico’ del Movimiento Cinco Estrellas, los grupos soberanistas de extrema derecha o la abstención”, dice esta profesora napolitana de 37 años. Docente de filosofía especializada en el pensamiento “decolonial” de Frantz Fanon y políticamente formada en los movimientos de ocupación de los primeros años dos mil, Carofalo se proyectó a partir de Je Só Pazzo (“Soy loco”, en dialecto napolitano), un “centro social” levantado en un antiguo monasterio que entre sus múltiples actividades ha servido de consultorio médico y legal gratuito para la población de un barrio popular de la ciudad más habitada del sur de Italia. “Los centros sociales han sido una escuela de acción particularmente rica. Quienes allí actuamos hacemos política desde los territorios, todos los días, y eso nos da una conexión directa con la gente que los políticos profesionales no tienen”, dice Carofalo. Potere al Popolo funciona de modo asambleario y de esa manera pretende seguir haciéndolo aun si algún día logra tener presencia en el parlamento. “Lo haremos como lo hace la gente de Podemos, con ese mismo estilo de hombres y mujeres de la calle, cobrando el sueldo de un obrero especializado y donando el resto a centros sociales y asociaciones. Pero cambiar las cosas en el país requiere hacer política a todos los niveles. El de los territorios es uno, el del parlamento es otro”. Por primera vez en muchos años, dijo Carofalo semanas atrás al diario argentino Página 12 (19-II-18), la izquierda de la izquierda europea tiene un espacio donde crecer, sobre las ruinas de la vieja socialdemocracia. “Empieza a tener una presencia concreta y no es más sólo un fantasma como lo fue en los últimos diez años”, piensa, y sueña con una Europa “otra”, bien distinta a la actual, “solidaria hacia dentro y hacia afuera”. “Por ahora, es cierto, seguimos estando muy lejos”, admitió en un discurso público en Nápoles, hace unos diez días, mientras en las calles de su devastada ciudad, Luigi di Maio, el joven líder del Movimiento Cinco Estrellas, festejaba “el triunfo posideológico” (elperiodico.com, 5-III-18) de su partido.

Información adicional

Un vacío posible de llenar
Autor/a: Daniel Gatti
País:
Región: Europa
Fuente: Brecha

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