La revolución sandinista trastocó los roles de género en Nicaragua y nutrió al movimiento feminista. Pero el Frente Sandinista estuvo dispuesto a negociar el cuerpo, la vida, la salud de las mujeres para complacer a la jerarquía católica, afirma la socióloga María Teresa Blandón. La fundadora del programa feminista La Corriente dialogó con Brecha acerca de la revolución en su país, sus claroscuros, su presente y el lugar que la mujer ha venido ocupando en la sociedad nicaragüense.
Wuppertal, ciudad natal de Friedrich Engels, fue la sede de la escuela de verano “La cultura del sandinismo en Nicaragua. Teorías y testimonios”, organizada por la Universidad de Wuppertal del 17 al 20 de julio, en la que se dieron cita nicaragüenses participantes en la revolución sandinista y académicos europeos y americanos que estudian el sandinismo. Una de las ponencias más celebradas del congreso fue la titulada “El movimiento de mujeres de Nicaragua, memoria colectiva de muchas revoluciones”, que realizara la socióloga María Teresa Blandón.
Esta mujer de 56 años se “inauguró” en la revolución sandinista siendo una muchacha joven. Durante muchos años trabajó con campesinos y a partir de finales de la década del 80 se dedicó a la construcción del movimiento de mujeres en Nicaragua. “Soy profesora, también soy investigadora y sigo siendo parte activa del movimiento feminista de mi país. Esa sigue siendo mi apuesta”, dice.
—El mundo tuvo su ojo puesto en Nicaragua durante un largo período. Mucha gente de diversos lugares de América y Europa fue a Nicaragua a aportar a la revolución sandinista, que se volvió una esperanza para América Latina. Treinta y ocho años después, ¿cómo podemos entender el fenómeno del sandinismo? ¿O hay varios sandinismos?
—Yo creo que ahora hay varios sandinismos. Es más, creo que siempre hubo varios sandinismos. Uno que intentaba recuperar la herencia de Sandino, que quería ser continuador pero ir más allá del propio Sandino, un líder agrarista y antimperialista, tomar de él esta apuesta nacionalista por el campesinado. Luego hubo otro sandinismo, que se desligó de Sandino y que se acercó mucho a los postulados de la revolución cubana, que básicamente no tenía nada que ver con Sandino. Ese sandinismo fue el que se instaló en la década de la revolución. Y luego creo que hubo otro sandinismo que quiso ir un poco más allá, con otro nivel de radicalidad, más influenciado por el marxismo, que no tuvo mucha cabida.
De cualquier manera, el sandinismo de aquella época sí tenía claro que el derrocamiento de la dictadura era la tarea nacional para poder hacer cambios, y, al menos en un primer momento, que se quería construir un Estado que fuera capaz de transformar las estructuras desiguales de poder y de construir una sociedad más justa e igualitaria. Ese fue el sandinismo que inspiró a miles de jóvenes –hombres y mujeres– a participar en esa revolución. Por ser antimperialista, por tener un discurso que reivindicaba la justicia, la emancipación de las mujeres, la revolución sandinista parecía ser una propuesta que convocaba básicamente a todos los pueblos de América Latina, de manera que esta revolución también era una revolución del continente. Ahora mismo también hay varios sandinismos. Un sandinismo oportunista que es el que está en el gobierno, y un sandinismo de la diáspora, que es el que intenta recuperar lo mejor de la tradición y de la lucha sandinistas.
—¿Cómo entró usted en esta revolución?
—Yo comencé a participar a los 17 años, justo con el triunfo de la revolución. Venía de una tradición cristiana, de una familia cristiana, estaba involucrada en tareas que tenían que ver con la caridad cristiana, algo que le pasó a muchas de las personas que después militaron en el Frente Sandinista, siguiendo esta conexión entre la compasión, la caridad y la indignación por las injusticias sociales.
—De no haber sucedido el sandinismo y la revolución, ¿cómo sería Nicaragua hoy?
—Estaría muy mal. Nosotros tuvimos una dictadura de 43 años. Y una dictadura no es sólo lo que hacen los dictadores, es lo que enseñan, lo que ayudan a instalar en el imaginario social, en las dinámicas sociales. Entonces, éramos un pueblo, una sociedad muy dócil, muy sometida, muy conservadora, muy llena de miedos, donde la gente del campo –sobre todo la gente pobre del campo– era profundamente despreciada. Y donde el Estado, la Iglesia Católica y los señores feudales tenían un poder omnímodo sobre la gente. Una sociedad con un orden autoritario y desigual donde la gente tenía miedo de decir lo que pensaba, una sociedad terriblemente injusta. Y con los Somoza eso no podría haber cambiado. Seguiríamos en un estado de sometimiento. Iba a decir “seguiríamos estando en la pobreza”, pero en realidad todavía somos muy pobres. Culturalmente seríamos una sociedad infinitamente más oprimida.
La revolución movió mucha energía, la rebeldía, la noción de derechos y con eso la noción de ciudadanos, de ciudadanas. Eso no es poca cosa. Pasar de ser un pueblo de gente sometida y con miedo a ser un pueblo que se creía dueño de su historia, de su presente, que sentía que tenía la posibilidad de transformar su realidad. Entonces, con la revolución logramos creernos gente con derechos, con derecho a la palabra, a la protesta, a la demanda, a la capacidad de crear, de hacer. La revolución, en muchos sentidos, sacó lo mejor de ese pueblo. Y no estoy diciendo que esto fuera uniforme e idílico. Pero era una corriente tan fuerte que nomás llegabas y se sentía; sentías cómo la gente –aun en la pobreza– vibraba de otra manera, se relacionaba de una manera extraordinariamente propositiva, esperanzadora, creativa.
—Alguien me dijo que sentían que estaba todo por hacer…
—Todo para hacer. Y como que teníamos toda la disposición del mundo para hacerlo en todos los frentes, en el frente de la cultura, del arte, de la educación, de la celebración, de la sexualidad, de todo… A pesar de la guerra, del bloqueo económico, de la pobreza, la gente se creía dueña de su presente. La gente, digo, mucha gente. Hay otra que no, evidentemente.
Mucha gente, por primera vez en la historia de su vida, se sintió reconocida, respetada, apoyada, se sintió persona. Y eso, en realidad, sólo se puede entender habiendo conocido lo que fue esa sociedad antes de la revolución. Sólo así se puede ponderar la grandeza de ese sentimiento, que no se toca, no es tangible, no tiene que ver con el Pbi, tiene que ver con el alma de la sociedad, y eso es inconmensurable. Eso fue lo que nos pasó con la revolución. Por eso también ha sido tan difícil, luego, poder hacer un balance de los claroscuros de esa revolución.
—¿Cuál fue el lugar de la mujer en la revolución? ¿Qué cambió en su situación?
—Si la situación de los hombres pobres, de los hombres del campo, era terrible, la de las mujeres era particularmente terrible. En realidad, sólo pequeñas elites de clase media podían tener algunas opciones de estudiar, de encontrar un trabajo, a pesar de que en los últimos años hubo pequeños avances, especialmente para mujeres urbanas. Con la revolución hubo un cambio drástico en la vida de las mujeres, y particularmente en la vida de las mujeres jóvenes. En término de discursos, las referencias de las mujeres cambiaron, sus propias expectativas de vida, sus propios proyectos de vida, cambiaron, se complejizaron.
Se trastocaron rápidamente esos roles de género, esa idea de que las mujeres estaban destinadas a casarse, a tener hijos, a cuidar de la familia. Ese modelo conservador, clásico, cambió radicalmente. Las mujeres jóvenes se vieron envueltas en esa vorágine de una revolución que las convocaba a participar, a estar, como decía el discurso revolucionario, a la par del hombre para construir la patria nueva. Y no era retórica. Las mujeres asumieron realmente ese desafío. Claro que eso también tenía sus contradicciones, y en el caso de las mujeres jóvenes estuvo atravesado por muchos conflictos con la familia, con las iglesias, con la moral cristiana y tal. Pero incluso las mujeres adultas, y sobre todo mujeres de escasos recursos, vieron cómo toda esta dinámica revolucionaria las llamaba, las nombraba, las necesitaba. De tal manera que ellas, aunque no hiciesen cambios muy drásticos en su vida cotidiana y en su vida familiar, empezaron a salir de la rutina de la casa, a organizarse en cooperativas, en los colectivos de mujeres.
En realidad, fue un momento de cambio que arrastró a miles de mujeres, y a pesar de las estructuras institucionalizadas de la revolución, la propia dinámica revolucionaria nos llamaba a ese movimiento de cambio. Cambió un montón la vida de las mujeres, y cambió, al menos en algún sentido, para quedarse.
Esos cambios llegaron y fueron retomados por las mujeres sobre todo a través del discurso, de la narrativa que construyó el movimiento de mujeres. El movimiento de mujeres se nutrió de esa fuerza de las mujeres nicaragüenses en el período revolucionario para legitimar ciertas demandas, muchas de las cuales son las que hoy seguimos sosteniendo en el accionar público del movimiento. Entonces, en realidad, algunos fueron cambios coyunturales, pero otros fueron de tal trascendencia que forman parte de una nueva narrativa en la vida de las mujeres, yo diría que sobre todo en la vida de las mujeres pobres.
Temas que tienen que ver con el derecho al empleo, la igualdad salarial, el bienestar social, con la salud sexual y reproductiva, o que tienen que ver con la violencia. Son asuntos que fuimos construyendo en el marco de la revolución, fueron formando parte del acumulado político que tenemos como movimiento. La vida de las mujeres en ese sentido ha cambiado. En otros sentidos, la mayor parte de ellas siguen siendo tan pobres como antes, esto da la medida de los cambios que tienen que ver con la percepción nuestra del lugar que tenemos que ocupar en la sociedad, que no ha sido acompañado, ni mucho menos, de cambios en las estructuras económicas políticas, estructuras del Estado y en las políticas públicas.
—¿Cuál es la agenda del movimiento feminista nicaragüense?
—Es cada vez más compleja. Cada vez somos más conscientes de que nuestros reclamos tocan aspectos estructurales de la sociedad, problemas endémicos, como en toda América Latina. Tienen que ver con la autonomía sobre nuestros cuerpos y todo lo complejo que eso puede ser, habida cuenta de que estas reclamaciones sobre las libertades sexuales y reproductivas chocan con poderes conservadores que son fácticos, como la Iglesia Católica y las iglesias evangélicas, pero que también están en el Estado, donde también hay un liderazgo político profundamente conservador y aliado con grupos conservadores. Entonces esto es un problema estructural, y ya sabemos que reclamar libertades sexuales, la maternidad voluntaria o el derecho al aborto tocan estos nichos de poder conservador que son feroces y que ya tienen una práctica de aliarse entre sí para mantener el cuerpo de las mujeres sometido a estas reglas profundamente patriarcales. Esto sigue siendo un desafío enorme.
—A nivel político, legislativo, el aborto está…
—… penalizado. En realidad teníamos una regulación bien básica, que venía de los comienzos del siglo pasado, que dejaba en manos de los médicos la decisión de interrumpir o no el embarazo en caso de que la vida de la mujer estuviera en riesgo. A esto le llamaron “aborto terapéutico”. Eso fue lo que se penalizó en el año 2007. Se podría decir que fue la primera medida legislativa que tomó la bancada sandinista y el gobierno de Daniel Ortega. Era un dato expresivo. El Frente Sandinista dispuesto a negociar el cuerpo, la vida, la salud de las mujeres para reducir las tensiones con la jerarquía católica. Sobre todo las mujeres pobres eran como las cartas de negociación. Y la penalización absoluta del aborto había sido una demanda largamente expuesta y defendida por la jerarquía católica y sus grupos afines, la gente de Pro Vida, la gente del Opus Dei, los grupos católicos más conservadores a quienes también se les unieron, por supuesto, las iglesias evangélicas. Ese fue el primer gesto del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo hacia las mujeres.
Luego se han dado muchas batallas. Por ejemplo, la educación sexual también la hemos perdido. La batalla legal por la sanción de la violencia contra las mujeres. Hay unos amplísimos niveles de impunidad y el gobierno está decidido a desmontar la ruta institucional que existía, que era mínima pero nos había costado mucho lograrla, para el abordaje, para la prevención y la sanción de la violencia contra las mujeres. Esa pelea la hemos perdido.
Evidentemente hemos perdido la pelea por ser consultadas como movimiento en cualquier tipo de política pública; se ha instalado durante estos diez años una política de exclusión total de todas las organizaciones no partidarias o no parapartidarias y evidentemente hay un énfasis claro en la exclusión de las organizaciones feministas. En términos jurídicos y de políticas públicas, no vemos en este escenario ninguna posibilidad de que sean reconocidas las propuestas feministas, las demandas históricas que ha levantado el movimiento feminista de Nicaragua.
—¿Y qué expectativas factibles puede tener el movimiento feminista en este contexto?
—Es cierto que las expectativas a corto plazo son más bien adversas, al menos viéndolo desde el punto de vista del Estado, del gobierno y de los partidos políticos. Desde esa perspectiva, el movimiento parece tener muy pocas posibilidades de éxito. Por esta tendencia autoritaria centralista y sexista de los principales líderes del gobierno, por una concentración bárbara del poder, y también por unos niveles de corrupción política y económica que hacen que el sistema se pervierta y que el Estado ya no sea el Estado, que en realidad lo que tengamos sean dos personas súper poderosas que controlan el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial.
Tenemos una desestructuración total del sistema electoral. Tampoco contamos con alternativas democráticas en la así llamada oposición. La mayor parte de los partidos políticos tiene una visión de muy corto plazo, no tiene una propuesta clara. Algunos líderes de los partidos políticos están muy comprometidos con la corrupción y con esta práctica tan común en Centroamérica que son las componendas, con una política pragmática carente de ética y de compromisos claros con la democracia.
—¿Cómo queda el sandinismo? ¿Cómo queda la memoria? ¿Se perdió la revolución?
—Yo soy muy entusiasta porque me doy perfecta cuenta de los beneficios que tiene esta revolución cotidiana, donde poquito a poco las mujeres, los hombres, vamos ensanchando nuestra conciencia y vamos haciendo cambios. Yo creo que esta idea de la revolución cotidiana y de la revolución permanente nos salva de muchas cosas, del mesianismo, de las falsas conciencias, de los autoritarismos que se han construido en América Latina.
Salvémonos a nosotras mismas y eso es lo que estamos proponiendo desde el movimiento feminista: salvémonos los hombres y las mujeres de toda esta losa que significan estos sistemas de dominación que tienen un impacto tan claro en nuestras vidas cotidianas y en nuestra posibilidad de ser más o menos felices. Yo sé que hay gente que no lo ha logrado, que se quedó colgada del pasado. Yo sé que hay gente que no logra reponerse de la tristeza, de la decepción que significó. Todavía logramos preservar un cierto tejido social donde es posible esa ternura y esa solidaridad de la que hablábamos en la década del 80, ese deber con el otro, con la otra, de la que hablábamos en la revolución. Entonces, en ese sentido creo que la revolución no se perdió, creo que se perdieron los que se quedaron colocados en la búsqueda del poder per se, esos que están en el gobierno, en las elites. La diáspora sandinista que también está en el movimiento feminista y en otros movimientos sociales está haciendo un trabajo maravilloso. Eso forma parte de la herencia revolucionaria.
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