La civilización actual es producto de una ruptura en la naturaleza que se remonta a algunos millones de años. La naturaleza, concebida como una obra de arte que se reproduce a sí misma, posibilitó el pensamiento, el nous, el espíritu. Ese mismo que, según E.M., Cioran, hace del hombre un animal interesante. Sin embargo, es posible que ese espíritu, esa conciencia, haya sido la última fantasía de la naturaleza, pues a partir de allí, el hombre vio la physis, el mundo natural, como objeto de sus designios; como un espacio sobre el cual proyectarse con todos sus sueños y sus ilusiones. Desde ese momento, gracias al poder que otorga el pensamiento, el hombre perteneció a dos dimensiones: la natural y la transnatural. Dimensiones que en la actualidad están en una tensión tal vez insalvable.
La dimensión transnatural comporta el proyecto propio del ser humano, la razón, la imaginación, el arte, la religión, los mitos, la creación, el derecho, el Estado, las formas políticas, la ciencia, la técnica, la industria, el mundo de la información, etcétera. Esta dimensión fue posible gracias a lo que he llamado antropoiesis (1). Este es un concepto antropológico-poético que denota la autoproducción y reproducción de la vida humana a partir de su capacidad creativa, previsora y proyectora de sus facultades; explica el mundo creado por el ser humano con todas sus consecuencias para la vida biológica del planeta: la dimensión productiva de la especie humana se potenció desmesuradamente a tal punto que ocasionó un desequilibrio entre el mundo natural y la civilización, produciendo una contradicción con su propia dimensión natural, biológica. El resultado: el equilibrio vitalista entre ambas dimensiones se quebró (2). Esta es la explicación de la crisis ambiental actual que implica un suicidio humano o, mejor, una antropofagia causada justamente por esta sociedad pomposamente trivial, inconsciente, hedonista, individualista y consumista.
En realidad, en la actualidad vivimos una crisis civilizatoria de múltiples dimensiones. Y en toda crisis, algo profundo en el orden de la vida humana, “cierto conflicto”, ha empezado a revelarse. La filósofa española María Zambrano ha definido las crisis de la siguiente manera:
La crisis muestra las entrañas de la vida humana, el desamparo del hombre que se ha quedado sin asidero, sin punto de referencia; de una vida que no fluye hacia meta alguna y que no encuentra justificación […] En los instantes de crisis, la vida aparece al descubierto en el mayor desamparo, hasta llegar a causarnos rubor. En ellos el hombre siente la vergüenza de estar desnudo y la necesidad terrible de cubrirse con lo que sea. Huida y afán de encontrar figura que hace precipitarnos en las equivocaciones más dolorosas (3).
Las crisis son momentos donde las creencias –esas ideas fosilizadas en las cuales vivimos y somos– en las cuales “estamos”, “moramos” y habitamos en la vida cotidiana, como decía Ortega y Gasset, pierden forma y se desvanecen. En las crisis históricas los fundamentos mismos de la cultura se corroen, volatilizan, estremecen y confunden; el ser humano queda en la intemperie a la vera de la historia y al vaivén de los acontecimientos, sin un futuro claro y con el horizonte empañado; en fin, en las crisis el ser humano pierde claridad, sentido, y queda inerme, sin sostén, en desamparo, soledad y desorientación.
Pero hay más: en las crisis el orden social, constituido por normas, valores, grupos, instituciones, técnicas, ya no da respuesta a las necesidades humanas (4), por lo que se presenta la tendencia a entrar en lo que Antonio Gramsci llamó crisis orgánicas. De este modo, las expectativas de los colectivos, de la gente, no encuentran respuesta en un mundo que ya no los acoge y que, en síntesis, está en proceso de degradación, corrupción y fenecimiento… un mundo viejo que perece borrando las posibilidades del futuro.
¿Cuál es la fuente de todo esto en la actualidad? Yo diría que la crisis de la razón moderna, más precisamente, del racionalismo. En estricto sentido, sólo hay una razón que tiene múltiples modalidades. Y en el caso específico de la civilización cristiana occidental, su razón instrumental ha entrado en un callejón sin salida, al crear una sociedad unidimensional basada en el cálculo, la previsión, el dominio, el cómputo y la administración. Es una razón que perdió el vuelo y su trascendencia; que renunció a la causalidad profunda y que perdió de vista la racionalidad de los fines y de los medios para alcanzarlos. Si la razón perdió el horizonte, como decía el pensador colombiano Darío Botero Uribe, quiere decir que el fundamento de la modernidad entró en crisis. Esa razón construyó el Estado de derecho, la democracia moderna, la ciencia y la técnica, la Ilustración, etcétera, pero al pervertirse produjo todas las anomalías y las patologías que padecemos hoy: viciado el fundamento, se prostituyen y corrompen sus productos. Por eso vivimos en un mundo donde todo es susceptible de empeorar, donde la irracionalidad misma, como decía Herbert Marcuse, se disfraza de racionalidad, un mundo que es un remedo de razón.
Lo que tenemos hoy es una razón cósica, que se identifica con lo que es, con el estado de cosas imperante, sin posibilidad de trascender… sin posibilidad crítica. Vivimos la crisis de la crítica, pues ésta está sometida a las conveniencias, a los favores políticos y a los réditos económicos. La economía, esa ciencia pretenciosa y aventurera, es la nueva teología de la sociedad neoliberal. Ella somete, como en la Edad Media, todo a sus designios, ella mata o condiciona cualquier pensamiento subversivo, trans-figurativo, contestatario, independiente y vigoroso. Esa razón cósica mata cualquier posibilidad diferente de pensar, hacer, imaginar, proyectar, valorar. Si la racionalidad, en un sentido múltiple, diverso y pluricultural, no es más que una cierta “lógica”, manera y modo de “tratar con lo real”; si las racionalidades son maneras de vérselas y arreglárselas con el mundo, ya sea para interpretarlo, organizar la vida social y comunitaria, o para producir, etcétera, la razón cósica e instrumental, como razón hegemónica, aniquila la diversidad cultural y sus cosmovisiones. De esa manera, el imperialismo racional de Occidente mata la rica pluridimensional humana del planeta y nos condena a la civilización unidimensional.
Crisis civilizatoria, riesgos y miedos sociales
Esta racionalidad hegemónica al servicio del capitalismo, es la causante de las demás crisis civilizatorias. En primer lugar, la crisis del actual modelo económico mundial, el modelo neoliberal, un modelo cuya crisis vive de moratoria en moratoria gracias a la capacidad interna que tiene para reinventarse y perpetuarse. Ese modelo muestra que las instituciones del Estado, las instituciones administrativas y democráticas de la sociedad, al supeditarse a la lógica del mercado, no pueden responder ya a las necesidades de las personas. Nadie tiene garantizada siquiera la seguridad producto de la llamada soberanía estatal, pues fenómenos como el terrorismo la ponen en cuestión. Ni qué decir de la vida misma, diariamente amenazada debido al desempleo, la precariedad laboral, la pobreza, la inestable edad de los sistemas de salud en el mundo, que están a punto de colapsar. En este sistema, el Estado ha hecho un striptease a favor del mercado. El Estado se desnuda así de sus obligaciones de ofrecer bienestar a los más desfavorecidos, a la vez que la democracia ha sido secuestrada por los intereses privados. Así, la responsabilidad de los gobernantes y la participación ciudadana es anulada.
A la crisis del modelo económico le sigue la crisis ambiental, producto de una civilización del despilfarro, la acumulación, la competencia, el exitismo, que ha hecho de su recortada visión del progreso un credo que justifica la depredación de la naturaleza, depredación que no es más que un irresponsable suicidio colectivo o una autofagia. Hoy sabemos que ni siquiera las potencias del mundo están a salvo del desequilibrio ambiental y climático que han generado. Las señales que está dando la naturaleza con huracanes, terremotos, tsunamis, etcétera, generan nuevos miedos, crean zozobra social frente a las catástrofes naturales. Esa crisis ambiental condena el planeta a convertirse en un desierto superpoblado, insostenible, donde habrá, seguramente, guerras por el agua.
En tercer lugar, tenemos la crisis alimentaria producto de la desposesión mundial de tierras, del acaparamiento, de la destrucción del ambiente por el extractivismo minero y de hidrocarburos, por las políticas de escasez, etcétera, que mata a miles de personas diariamente y que en 2008 llevó a protestas en más de 35 países, más los millones que viven con déficit nutricional en el mundo. Aquí el miedo correlativo es existencial, es la condena a morir de inanición por la imposibilidad de siquiera reproducir la corporalidad viviente.
En cuarto lugar, la crisis energética es inevitable con las reservas de petróleo existentes. Y lo más grave es que parte de las posibilidades alternativas a esta crisis, basada en los agro-combustibles, profundizarán las mencionadas crisis alimentaria y ambiental. A estas crisis debemos sumarle el problema demográfico mundial que desbalancea la distribución de recursos y los espacios ambientales habitables. La especie humana se extiende como un cáncer sobre la tierra, arrasando lo que encuentra a su paso, con una voracidad insaciable. Este comportamiento depredador es impulsado por la cultura irresponsable del consumo, del desecho, del descarte y la obsolescencia programada, que incita a la neo-filia o “amor por lo nuevo” simplemente por ser nuevo.
Finalmente está la crisis cultural, del sentido, del nihilismo generalizado, donde la desconfianza, la avaricia, la insolidaridad, la indiferencia, etcétera, son valores naturalizados por una sociedad egoísta que práctica el darwiniano “sálvese quien pueda”. Es lo que podemos llamar la “degradación espiritual del ser humano”. En esta sociedad impera la cultura del espectáculo, la trivialidad, el hedonismo, el facilismo, la diversión, etcétera, tal como en los actuales programas Gordie Shore de la cadena Mtv que imbeciliza las subjetividades de los jóvenes.
Estas crisis provocan que el miedo se convierta en constitutivo del ser humano. El miedo pasa a ser una categoría ontológica que limita las posibilidades de realización de las personas, a la vez que sofoca el “tomar parte” por un mundo mejor.
Estas crisis generan un nuevo tipo de sociedad, tal como ha mostrado la sociología reflexiva. Esta sociedad es producto de la crisis de la modernidad tardía, de la mal llamada posmodernidad: ya no hay un centro de seguridad o un foco dador de sentido o puntos gravitaciones, sino más bien, contingencia radical. En esta sociedad “todo lo sólido se desvanece en el aire”, quedando el individuo desnudo e inerme, sometido a las incertidumbres vitales. Es lo que Ulrich Beck llamó la sociedad del riesgo. Ésta se caracteriza por:
La proliferación de las amenazas globales y personales, la mayoría de las cuales escapan a nuestro control. Es una sociedad de la inseguridad permanente. Los dispositivos de seguridad implantados por la sociedad industrial ya no sirven para contener los riesgos que la acción humana genera todo el tiempo. Riesgos globales como la guerra nuclear, el terrorismo o el calentamiento global, pero también riesgos personalizados como el cáncer, el desempleo o incluso los fracasos amorosos. En todos los lados aparece lo no previsible, lo no-calculable […] se erosionan las seguridades ontológicas y modernas, la vida se vuelve riesgosa (5).
La sociedad del riesgo es aquella del miedo al fracaso y la pobreza; el miedo a perder la estabilidad, el poder, la prestancia y significaciones sociales; el miedo a desencajar y al aislamiento. Es la sociedad de la depresión y, como ha dicho Byung Chul Han, de la auto-inculpación, pues el responsable del fracaso siempre es “uno mismo” y no las estructuras sociales. La sociedad del riesgo es la sociedad de la parálisis, el vacío, la angustia y el terror, los cuales pueden desembocar en la desesperación y el suicidio. Es una sociedad trituradora de vidas y esperanzas.
Toda sociedad produce sus miedos y busca la manera de inmunizarse frente al Otro; toda sociedad busca la manera de exorcizarlos. Por ejemplo,
En Europa y Estados Unidos […] se han expandido los miedos a la amenaza de las “invasiones bárbaras” provenientes de países del tercer y cuarto mundo, lo que genera cada día más exclusión al extranjero, más rechazo al diferente y una potenciación peligrosa de los nacionalismos neofascistas […] el racismo se establece como un arma para rechazar la amenaza de la invasión de lo extranjero y diferente. Europa y Estados Unidos explotan esos miedos (6).
Estos miedos, más la denuncia de la mal llamada ideología de género (como en Brasil y en Colombia) son muestra del retroceso intelectual y del fanatismo de esta sociedad. Es un sectarismo que raya en la ignorancia y en las intolerancias absolutas. Lo peor es que frente a la proliferación de los valores que siguieron al declive de la modernidad, sobreviene el cierre del discurso libre, tolerante y crítico. Los logros de la secularización no desembocaron en una sociedad más abierta, como llegó a soñar Karl Popper, sino en una recalcitrante jaula de hierro que encarcela la bella diversidad del mundo y sus gentes.
Imaginación utópica y perspectiva de futuro.
Las crisis no son, con todo, hechos totalmente fallidos, inanes. De ellas puede surgir el extremismo que busca una solución rápida al caos, lo cual ha sido nefasto para la historia europea; o pueden emerger grandes posibilidades. Las crisis son como lagos de arena, donde quien se hunde busca aferrarse a algo para sobrevivir. Lo importante es no desesperar y elegir o crear bien ese medio de supervivencia y salvación. En realidad toda crisis es un naufragio y en el naufragio lo que se juega es la vida misma, así sea la vida histórica. Por eso,
Ortega y Gasset ha señalado la situación de naufragio como la más propicia para que surja el pensar, el movimiento del pensar […], ya que todo da a entender que sólo in extremis el hombre piense. La muerte, sería, entonces, la insustituible presencia que hace nacer el pensar (7).
Este pensar en tiempos de crisis sirve, no solamente para esclarecer o transparentar la realidad sumergida, en proceso de anomía social, sino que implica también crear. Pensar es crear, es otear posibilidades, es actualizar en el pensamiento rutas y caminos posibles para salir de la crisis, para cruzar el dintel de las imposibilidades del vivir, para franquear las posibilidades históricas y abrirse al porvenir. Pensar es, también, trascender la racionalidad inmanente y, por medio de la imaginación, despejar un horizonte que salga como un camino a nuestro encuentro. Es así como el pensamiento se convierte en ruta de vida, pues sólo así vamos tras la filosofía que se busca, que es ya, de cierta manera, la filosofía que se hace.
La respuesta a la crisis que nos traspasa, que nos envuelve en la actualidad, no está en la conformidad, la indiferencia o la inacción; no está en la resignación enfermiza, ni en la vegetación del espíritu. No. Está en una razón libidinal transmoderna que no humilla ninguna realidad; que le apuesta a la alegría de vivir, al goce, al entusiasmo, al disfrute de las pequeñas cosas; es una razón que entiende que nada de lo real, de lo contenido en la diversidad humana, puede ser negado. La Razón libidinal, concepto que re-significo más allá de Marcuse (8), es la erotización de la vida, la recuperación de la sensibilidad y el compromiso solidario con los otros: es la apuesta por una forma vida orgánica que supere el racionalismo y que como, en una poesía cósmica, nos religue con los circuitos y flujos vitales (9). Esa forma vida orgánica concibe la amistad como la articulación de las singularidades afectivas; la ayuda, la solidaridad y el compromiso mutuo.
Se trata, en últimas, de utopizar, pues la utopía, como dice Darío Botero Uribe, es “lo posible que no está contemplado en la racionalidad dominante”, “es el reconocimiento de dos líneas paralelas: una, la de lo que se hizo, la historia tal como se ha dado; la otra, la historia como podría ser” (10). Es lo que he llamado una imaginación utópica para escapar al asco del presente y a la fealdad del mundo, pues sólo la imaginación puede volar sobre el muro de la necesidad histórica. No sólo es importante en la literatura, la filosofía o el arte, sino en la ciencia misma como ya sabía Einstein. La imaginación crea posibles, prevé lo distinto, articula elementos antes in-imaginados, produce realidades soñadas alternas. La imaginación es el alimento de la utopía y de cualquier creación; es la que permite atizar el advenimiento de lo posible. En esta tarea, el papel del arte es imprescindible. Por eso celebro con beneplácito la exposición “El ruido de las pequeñas cosas al caer”, y su intención, pues como dijo Albert Camus:
El arte también es ese movimiento que exalta y niega al mismo tiempo. “Ningún artista tolera lo real”, dice Nietzsche. Es cierto; pero ningún artista puede prescindir de lo real. La creación es exigencia de unidad y rechazo del mundo. Pero rechaza al mundo a causa de lo que le falta y en nombre de lo que es a veces (11).
1. Damián Pachón Soto, Preludios filosóficos a otro mundo posible, Bogotá, Colombia: Ediciones Desde abajo, 2013. El concepto une las voces antropos y poiesis, para aludir a la creación humana de su propio proyecto vital.
2. Darío Botero Uribe, Vitalismo Cósmico, Bogotá, Colombia, Corteza de Roble Editores, 2007.
3. María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Buenos Aires, Argentina: Editorial Losada, 2005, pp. 93-95.
4. Orlando Fals Borda, La subversión en Colombia. El cambio social en la historia, Bogotá, 1967, Cap. II.
5. Santiago Castro-Gómez, Historia de la gubernamentalidad. Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault, Bogotá, Siglo del hombre editores, Universidad Javeriana y Universidad Santo Tomás, 2010, pp. 253-254.
6. Carlos Fajardo Fajardo, “Sobre miedo y deshumanizaciones”, en: Le Monde diplomatique, Nº 172, Edición Colombia, noviembre de 2017, p. 29.
7. María Zambrano, Notas de un método, Madrid, España, Tecnos, p. 70.
8. Damián Pachón Soto, Crítica, psicoanálisis y emancipación. El pensamiento político de Herbert Marcuse, Bogotá, Universidad Santo Tomás, 2ª edición, 2016.
9. Damián Pachón Soto, Preludios filosóficos a otro mundo posible, op. cit., p. 117 y ss.
10. Darío Botero Uribe, El derecho a la utopía, Bogotá, Universidad Nacional, 2005, p. 25 y 30.
11. Albert Camus, El hombre Rebelde, Buenos Aires, Argentina: Losada, 1953, p. 235.
* Doctor en Filosofía. Escritor. Profesor Universidad Industrial de Santander. Email: [email protected]
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