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Ver a la gente pasar. La situación de calle en seis países de Latinoamérica

Ver a la gente pasar. La situación de calle en seis países de Latinoamérica

Un seminario realizado en Montevideo esta semana obligó a trazar un mapa de los sin techo en la región. Invisibles e ignorados por algunos gobiernos, perseguidos y asesinados por otros o, en el mejor de los casos, empoderados e involucrados en la toma de decisiones. Desde esas perspectivas tan distintas surgen políticas a imitar y repudiar.

En Colombia, a los habitantes de la calle los matan de madrugada, la mayoría de las veces, la policía. Según el Ministerio de Derechos Humanos de Brasil, en tres años hubo 2.700 violaciones a los derechos humanos contra “os moradores de rua”. Hasta no hace tanto, en Paraguay, los niños de la calle o “pirañitas” eran detenidos con autorización judicial por la policía, torturados y hasta desaparecidos. Los relatos surgen de militantes y técnicos que trabajan en los seis países que integran la Red Calle Latinoamericana –Costa Rica, Colombia, Brasil, Paraguay, Chile y Uruguay– reunidos el martes y miércoles en un seminario internacional.

Pedro Cabrera –doctor en sociología y uno de los consultores contratado por la red para evaluar las políticas públicas destinadas a esta población–, arrancó diciendo que los seis países son “enormemente distintos. Mientras que en Uruguay son poco más de 3 millones y las personas en situación de calle unas 2 mil, en Brasil son alrededor de 215 millones, y sin techo, no sabemos”. En Paraguay, por otra parte, “distinguir a personas en situación de calle de las decenas de miles que se encuentran viviendo bajo chapa de zinc y cartón es un ejercicio verdaderamente complicado, y cuando digo bajo chapa de zinc y cartón, hablo del centro de Asunción, enfrente al Congreso, acampando en la Plaza de Armas”.

En todos los países de la red, la Iglesia fue el primer actor que trabajó con esta población, “y en la década del 90 el Estado, gradualmente, empezó a asumir sus responsabilidades, sobre todo en las grandes ciudades, en general capitales”, cuenta el doctor en antropología, también consultor de la red, Santiago Bachiller. Y en los seis países los programas para personas en situación de calle partieron de los ministerios de Salud y sólo en algunos casos viraron hacia enfoques más estructurales a través de los ministerios de Desarrollo Social. Pero en todos los casos, y pese a que los ministerios de Salud sean de los más presentes, “los programas sanitarios, en general, y los de salud mental y de adicciones, en particular, brillan por su ausencia o son insuficientes”, plantea Bachiller.

 

TECHO Y TRABAJO

 

Sin embargo, los ministerios de Trabajo estuvieron directamente “ausentes en las reuniones que hicimos en los seis países; eso ya es muy sintomático de los problemas de interinstitucionalidad y de que ciertas dependencias no se terminan de hacer responsables de sus funciones”, señala Bachiller, algo que ocurre en cierta medida también con los ministerios de Vivienda.

“En el caso uruguayo, el Mides actúa en aislamiento y no logra que otras dependencias estatales asuman sus responsabilidades. Lo que se escucha en el Mides es que si se trata de un asunto de pobres, automáticamente se lo cargan a ellos”, plantea el antropólogo.

Para Natalia Pintado –encargada del equipo móvil de la División de Coordinación de Programas para Personas en Situación de Calle–, es “un retroceso” que tanto las diferentes instituciones del Estado como la sociedad vean al Mides como el único responsable de velar por los derechos de las personas en situación de calle. Pero además, a su equipo le preocupa que esa misma lógica se esté reproduciendo a la interna del ministerio. “El manto ‘calle’ impide que otros servicios actúen”, por ejemplo cuando alguien que está en situación de calle llega al ministerio y automáticamente es derivado al equipo móvil, “como si no pudieran hacer una consulta como cualquier otro ciudadano”.

Bachiller plantea que “está la idea de que el sujeto se desenganchó de la estructura social”, y sin embargo no hay una política de reinserción: “Se los toma como sujetos pasivos, pero la gente se gana la vida por sus propios medios. Empecemos por reconocer las estrategias de subsistencia cotidiana, porque si fuera por el Estado, se morirían. En el mejor de los casos hay un dispositivo que los saca temporalmente de la situación de calle, pero que no propone soluciones a una vida, en general, precaria”.

Más tarde, en diálogo con Brecha, Cabrera se preguntará y se responderá: “¿Por qué sale la gente de la calle? Porque consigue ingresos regulares. Pero si la red de atención no tiene claro cómo reconectarla con el mundo del trabajo, la gente se va a quedar ahí embolsada, en una especie de complejo burocrático-asistencial. No digo que sea lo que pasa en los países de la red, que están muy lejos de crear un aparato con centros, instituciones y recursos, porque en algunos lados directamente no hay nada”.

 

REPRESIÓN Y MOVILIZACIÓN

 

Si desde Colombia las organizaciones sociales denuncian que la policía ejecuta una operación “limpieza”, que no es otra cosa que una masacre con un saldo de 4.176 muertos en los últimos diez años (véase “Los ‘ñeros’ que faltan”), Costa Rica “ha sido el único sitio donde hemos tenido uniformados de la policía que trabajaban con personas en situación de calle y sabían cómo hacer un trabajo policial de corte mediador de conflictos”, plantea Cabrera.

Pero en Paraguay –“el país con menos políticas para gente en situación de calle”, dice Cabrera–, la represión estuvo dirigida incluso a los niños. Aunque la cosa haya empezado a cambiar en la última década, Jorge Luis Amarilla –funcionario del Ministerio de Niñez y Adolescencia de Paraguay– cuenta que “en 2008 la solución que tenía el Estado para los niños en situación de calle era la tortura: picana eléctrica, la cabeza en el inodoro, asfixia. Cuando empezamos a intervenir en las comisarías, la cosa empezó a mermar, pero en algunos casos nosotros fuimos también detenidos”.

De vuelta en Costa Rica, donde “la existencia de redes a nivel local es muy intensa y muy real”, este país aparece como ejemplo o excepción: “Entienden que la gente que hoy está en la gestión se va a ir y si se quiere que las políticas perduren, es necesario que se les dé lugar a los movimientos sociales”, alega Bachiller, algo similar a lo que ocurre en Brasil, donde existen organizaciones integradas por personas en situación de calle que presionan y promueven un enfoque de derechos, además de tener voz en la discusión pública sobre su propia realidad. En los términos de Samuel Rodrigues –del Movimento Nacional da População de Rua–, “nosotros tenemos una activa participación en este tipo de encuentros”, desliza, a diferencia de lo que ocurrió el martes y el miércoles dentro de las paredes del salón Rojo del Edificio Mercosur, frente a la rambla del Parque Rodó (véase recuadro “Con las personas, no para las personas”).

Para Cabrera es complicado pensar en la “experiencia de internacionalidad que supone una organización de varios países para poner este tema en la agenda política”, porque “la historia de cada país y los impactos más recientes a nivel económico, la demografía, el nivel social” dejaron una huella que marca una impronta. Sin embargo, también indica que “las vidas sin techo han sido históricamente vidas sin derechos. Y lo siguen siendo. Lo que hemos visto en los países de la red no es muy diferente a lo que se puede ver en Bruselas, Roma, Madrid o Nueva York”.

 

AUSENTES Y MIGRANTES

 

Argentina es uno de los grandes ausentes, dicen los consultores del proyecto. Bachiller –argentino–, aclara que su país “se negó a participar de la red”, y es además un ejemplo de los diferentes criterios que se usan para definir lo que se entiende por “situación de calle” y por lo tanto construir una cifra o establecer su dimensión: el conteo “les viene dando mil personas, más allá de las coyunturas. Ni siquiera incluyen a los que están en un refugio. La situación es tan absurda que aquellos que duermen en una parada de colectivo no son contabilizados” porque se interpreta que si hay un techo, no hay situación de calle. Mientras, “a las organizaciones sociales que realizan su propio conteo les da que hay más de 5 mil personas”, apunta el porteño.

Cuando varios de los académicos y militantes hacen énfasis en que la solución primera pasa por el acceso a la vivienda –por ejemplo Leonardo Moreno Núñez, de la Fundación para la Superación de la Pobreza, de Chile, plantea que el problema es que la vivienda es cada vez más un bien de cambio, una mercancía más, en lugar de un bien de uso–, Bachiller acota que en los años del kirchnerismo, en Argentina se construyeron más de 900 mil viviendas –“no hay precedentes en la historia de mi país de algo similar”–, y sin embargo el déficit habitacional se incrementó, al igual que los conflictos por el acceso a la tierra: “Ahí está la diferencia entre construir viviendas y construir ciudad. Hubo una política que pensó en construir viviendas sin regular el mercado de suelos, lo que generó mayor cantidad de desplazados”. En Paraguay “el peso del déficit habitacional es bestial”, sostiene Cabrera y agrega que esos campamentos informales que se han instalado en la plaza frente al Congreso son alimentados –entre tantos– por poblaciones indígenas que han huido de sus tierras desplazados por el avance del cultivo de soja.

Venezuela, el otro ausente, no sólo tiene algunos problemas en su propia casa, sino que también los tiene puertas afuera. En el mundo, los extranjeros en situación de calle suelen ser los más vulnerables de esta expresión de máxima vulneración, y en Colombia y el norte de Brasil la cantidad de venezolanos en calle es alarmante. “La capacidad de captación y de retirada de la calle de los dispositivos de albergues operan con mayor eficacia sobre los nacionales. Y cuando la gente que está en la calle habla una lengua extranjera, ahí sí que es complicado”, plantea Cabrera.

En Uruguay “no es que no haya, pero afortunadamente no tiene ese carácter masivo y no tenemos por qué lidiar todavía con ese reto”, considera este sociólogo, a lo que Bachiller agrega: “De los países que conforman la red, el que tiene mayor tasa de inmigración es Costa Rica, y ahí sí tienen un problema con los inmigrantes nicaragüenses. Las estadísticas todavía no muestran que en Uruguay tenga un impacto demasiado importante, pero que en este momento no tengan este problema no quiere decir que no lo vayan a tener”. Cuando Bachiller hizo la investigación de su tesis de doctorado –entre 2004 y 2008 en la plaza Ópera, de Madrid–, los inmigrantes en España no eran una porción significativa de la población de calle: ahora son más del 60 por ciento de los que están a la intemperie.

Lo cierto es que el fenómeno se viene arrimando. Durante su intervención, Natalia Pintado advierte que la población con la que trabajan en el equipo móvil del Mides también la integran “personas que escapan de redes de tráfico e inmigrantes recién llegados al país”, y que “últimamente esta es la mayor dificultad que estamos encontrando, porque no estamos preparados para atender las problemáticas que tiene una persona que recién llega al país”.

Si bien en el Mides no cuentan con datos sistematizados sobre la cantidad de inmigrantes en situación de calle y su nacionalidad, indican que se percibe su presencia en los refugios y que, como el tema de la migración en general, este es un fenómeno relativamente nuevo en Uruguay.

 

POR CASA

 

Si se compara a la población uruguaya que duerme a la intemperie con la que asiste a los refugios, la primera es más masculina, joven, lleva más tiempo en la calle, en mayor medida por problemas vinculares y adicciones, mientras que en los refugios la calle se dio como resultado de problemas de salud mental. A la intemperie se encuentran personas con menor cantidad de años de escolarización, pero que trabajan más y reciben más ayuda de los vecinos. A su vez, 47 por ciento son ex presos, frente a un 24 por ciento de los que asisten a los refugios.

Con base en una encuesta realizada a ex usuarios de los refugios del Mides –“algunos cientos que pudimos encontrar porque son muy difíciles de ubicar”, aclara Juan Pablo Labat, director de Evaluación y Monitoreo del Mides–, más del 75 por ciento se refiere a aspectos positivos, como el aumento de los ingresos, el logro de un subsidio de alquiler, la recomposición de vínculos, la finalización de un tratamiento de salud. La mayoría dice, sin embargo, que logró salir del refugio por su propia cuenta.

Según las consideraciones preliminares del estudio que dio a conocer Labat, la gran mayoría reside en una vivienda –aunque dos de cada tres lo hacen en la casa de alguien más–, pero un 10 por ciento se encuentra en un hospital, una cárcel, una iglesia o volvió a un refugio o a la calle. Los empleos a los que han accedido son en gran medida precarios: trabajan como vendedores ambulantes, cuidacoches o en mantenimiento y limpieza.

“Si empezamos a sumar, tenemos medio millón de personas que tienen algún tipo de riesgo de estar en situación de calle”, aunque “el más alto es para aquellos que egresan de cárceles, del Inisa y de instituciones psiquiátricas”, plantea Labat, y agrega: “Estamos planteando la desinstitucionalización –el cierre de los manicomios, por ejemplo–, pero vemos que la gente en la práctica se está reinstitucionalizando”, al apelar a un refugio.

“No deberían producirse desinstitucionalizaciones sin saber el destino de las personas, sí que se garantice que el que sale, sale a algún sitio razonablemente digno”, plantea Cabrera. Y Bachiller advierte que “ustedes pueden llegar a tener un problema grave a futuro con toda esta lógica de desmanicomialización, porque a priori es una política progresista, pero si no es acompañada con recursos específicos, va a aumentar la población de calle, y al haber personas con problemas de salud mental, la intervención va a ser mucho más compleja y escandalosamente mediática”.

“Es importante que seamos honestos y asumamos que hay personas que van a requerir del apoyo de por vida del Estado… o de alguien”, y sin embargo, “muchas veces pensamos las políticas como transitorias”, plantea Pintado. Además, concluye que el hecho de que no se haya logrado trabajar con otros ministerios, desde otros enfoques, generó la saturación de los refugios, o dicho de otro modo, una falta de espacio para todos los que acuden al servicio. Eso, a su vez, derivó en el “desarrollo de argumentos meritocráticos” para asignar un cupo, y que los que no pueden sostener un proceso pierdan su lugar: “Aparece la idea de que no hicieron un buen uso y de alguna forma terminamos castigándolos. Por eso hoy dije que intentamos trabajar desde una perspectiva de derechos, porque si bien logramos facilitar el acceso de la población a muchas prestaciones, a veces también terminamos revulnerando”.

Pintado cree que “se necesita generar otro tipo de oferta además del centro nocturno y pensar qué pasa con las personas durante el día”. Comprender que “si bien reivindicamos el trabajo sobre el vínculo, eso tiene su límite. Es necesario también mejorar la distribución del gasto” y asegurar aspectos que tienen que ver con “la materialidad”, como lo es una vivienda.

 


Brasil y sus movimientos sociales

 

Con las personas, no para las personas

 

La experiencia de Brasil está marcada por colectivos sociales que luchan para que los habitantes de la calle participen directamente en los procesos que los involucran. Es decir, una mirada de las políticas públicas desde un enfoque de derechos. “Hay que invitarlos a conversar y garantir que esas personas intervengan como controladores de la política pública, no como objetos de esa política”, resumió a Brecha Samuel Rodrigues, en representación del Movimento Nacional da População de Rua. Así es como en ese país las personas en situación de calle y los clasificadores participan de comités y reuniones periódicas como observadores, sugieren estrategias y proponen instrumentos desde sus experiencias personales. También encabezan movilizaciones de calle con otras poblaciones vulnerables como las prostitutas o los sin tierra. A algunos, la militancia les ha permitido ser contratados en proyectos sociales, abriéndoles el camino al mundo del trabajo y a la superación del estigma de vagabundos o mendigos que les ha dejado la rua.

Desde el Movimento Nacional da População de Rua se definen a sí mismos como una forma de organización de hombres y mujeres en situación de calle, con un fuerte trabajo de voluntarios, todos comprometidos con la lucha por una sociedad justa e igualitaria. Y entre sus tantas banderas, priorizan un aspecto importante: contribuir a la construcción de una cultura que entienda la vivienda como la principal puerta de salida de la calle.

“Las personas pudieron superar su situación cuando de hecho tuvieron una vivienda”, coincidió a su turno María Cristina Bove, de la Pastoral Nacional do Povo da Rua. Este colectivo social brasileño trabaja por la emancipación y el empoderamiento de la población de calle desde las ideas de la teología de la liberación, mezcladas con la pedagogía del oprimido del brasileño Paulo Freire. Persiguen una transformación social estructural, “no desde una visión de la caridad o la misericordia, sino entendiendo la vida de la gente de la calle y los clasificadores como actores sociales”.

Como movimiento han ido más allá de su eslogan “Chega de omissão! Queremos habitação!”, y han realizado acciones concretas, sobre todo en la ciudad de Belo Horizonte. Han trabajado mano a mano con los grupos de personas que viven bajo los numerosos viaductos que tiene la capital y los han acompañado durante los desalojos: “Concretamente en 11 lugares pudimos ayudarlos a que se organizaran durante el proceso y conseguimos vivienda para todos ellos”. También han construido dos bloques de viviendas y están atentos a los terrenos baldíos o los inmuebles ociosos, lo que les permitió, entre otras cosas, conseguir un edificio de 17 pisos –con 160 apartamentos– luego de 13 años de espera. “Hoy están todos en sus casas”, resumió Bove ante los presentes, no sin antes recordar otra de las principales consignas de su colectivo social: “Nadie está en la calle porque quiere”.

 


 

Violencia institucional y muerte en Colombia

 

Los “ñeros” que faltan

 

Los homicidios de habitantes de la calle fueron 4.176, cometidos en Colombia entre los años 2007 y 2017, según una investigación de la Ong Temblores titulada Los nunca nadie. La cifra –obtenida a partir del registro de la policía nacional y la fiscalía de ese país–, muestra un crecimiento de los homicidios al borde de la masacre y sólo en el último año se contabilizaron 582 casos. El 80 por ciento de las muertes ocurrieron en la vía pública durante los días domingo y sábado, sobre todo por la madrugada. La ciudad más violenta es Bogotá, con 1.175 homicidios del total de muertes. “Cuando se dedican a hacer limpieza, más de un loco se desaparece”, opina Ernesto, uno de los cientos de testimonios recogidos en la calle por los investigadores de Temblores.

“Uno de los grandes perpetradores de los homicidios es la policía”, sentenció en Montevideo el abogado e integrante de la Ong Alejandro Lanz, y agregó: “forma parte de una violencia sistemática y selectiva: creemos que a los habitantes de calle los matan por ser habitantes de calle”. Dedicados a tres áreas –“sexo, drogas y paz”–, Temblores trabaja por el reconocimiento de los habitantes de la calle, pero también de la población Lgtbi, trabajadoras sexuales, usuarios de drogas, víctimas de violencia policial y personas privadas de libertad.

Pero antes de la investigación Los nunca nadie estuvo el informe Destapando la olla. En mayo de 2016, más de 3 mil agentes de la fuerza pública intervinieron la zona del Bronx y expulsaron a toda la población que vivía allí. Conocida como “la olla” más grande de Bogotá, se construyó luego de haber hecho un desalojo similar en otro famoso vecindario llamado El Cartucho. “El operativo fue ordenado por la alcaldía de Enrique Peñalosa”, el actual alcalde de Bogotá, dijo Lanz, el mismo que en agosto de 2016 pronunciara las felices palabras: “Tampoco hay que hacerle fácil la vida a los habitantes de calle”.

Los desalojados del Bronx fueron a parar a la salida de un enorme caño de la ciudad, en donde en agosto de ese año se presentó una crisis humanitaria: las compuertas se abrieron y unas 500 personas fueron arrastradas por el repentino caudal de agua, de nuevo durante la madrugada. Desde Temblores siguieron el proceso, lo documentaron y a partir de testimonios de los sin techo reafirmaron que la apertura de las compuertas fue una acción premeditada por las autoridades del distrito. “No lo hemos podido probar, pero todavía estamos pidiéndole al Estado que investigue el proceso”. Han realizado varios pedidos de acceso de información al gobierno, pero aún continúan sin respuestas.

Aunque desde la Ong denuncien incansablemente las violencias institucionales más comunes hacia los habitantes de la calle (ataques a la vida y la integridad física, indocumentación, violencia psicológica), y hasta tengan a algunos policías identificados (dos de los más peligrosos son el Cara de Papa y el Topo Gigio), el nivel de acceso a la justicia por parte de los ciudadanos en situación de calle es muy bajo y no denuncian la violencia policial por miedo a las represalias. Las amenazas son básicamente dos: la primera es llevarlos a la Unidad Permanente de Justicia (Upj), una suerte de centro transitorio donde la policía está habilitada para conducir a los habitantes que se encuentran en “alto grado de exaltación”, parámetro ambiguo que se convierte en una excusa perfecta para llevar allí a usuarios de drogas, trabajadoras sexuales y habitantes de calle, relata Lanz. La segunda amenaza es “cargarlos” con drogas, para luego inculparlos y detenerlos.

“Nosotros no podemos acusar directamente al Estado de la comisión de estos crímenes que están sucediendo porque no tenemos las pruebas necesarias, no hay procesos de denuncias efectivos y acceso a la justicia. Pero sí podemos responsabilizar políticamente a los discursos que ha traído esta alcaldía (la de Peñalosa) y que ha sido nefasta para los habitantes de calle”, dijo Lanz el miércoles en el edificio Mercosur.

Estas no son sólo cifras, dijo el joven abogado, son historias de violencia, de discriminación y de negación sistemática de derechos que merecen ser contadas para hacer memoria, “una memoria que desde las calles ha transformado a la sociedad colombiana en guerra”. “Sólo a través de esta memoria y la resistencia colectiva lograremos que algún día ningún ciudadano sea registrado como un ‘nunca nadie’, que cada historia de violencia sea denunciada, que quienes matan a los ciudadanos habitantes de calle no queden impunes y que a los ‘ñeros’ se les reconozca su dignidad. Sólo así lograremos que ser habitantes de calle no sea una sentencia de muerte”, concluyó.

 


 

Niños de la calle y drogas

 

Pantalón cortito

 

A partir de los años 2012 y 2013 se comenzó a ver menos niños en las calles de Montevideo, en gran parte por el impacto de las políticas universales y focalizadas sobre esa población, resumió Marcelo Rossal, antropólogo de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación durante el seminario de Red Calle.

“Comenzaron a estar más cuidados, incluso por sus propias familias”, opinó Rossal. Hubo un cambio, agregó el antropólogo, y las madres que antes pedían en las calles con sus hijos, ahora ya no querían ser vistas: “Evidentemente había un sentir de que cierto apoyo del Estado podía empañarse si las veían. Era algo malo hacer pedir en la calle a sus niños o pedir ellas mismas”. Antes, en 2010, “los niños apenas podían caminar y ya estaban pidiendo monedas para sustentar a sus familias”, explicó el autor del libro De calles, trancas y botones (2011), que junto al también antropólogo Ricardo Fraiman recogieron muchas de esas trayectorias.

Por otro lado, observaron que los mismos niños que habían iniciado la vida en la calle a los 8 o 9 años, los encontraron de nuevo ya con 14 o 15 años, y con “una vida más consolidada” en la ciudad. Utilizaban de manera pragmática los programas de calle y los instrumentos que instituciones como el Inau les ofrecían, también el vínculo con los educadores para acercarse a la institución; “los tomaron como forma de reducir sus propios daños, de rescatarse, para sobrellevar la violencia del Estado o de particulares, muchas veces las ganas de bañarse, el hambre o el querer dejar de consumir ciertas sustancias”. También comenzaron a aparecer otras instituciones evangélicas como Remar o Beraca, que “si bien se podían ver como que los explotaban, eran un ámbito de refugio, literal y simbólico”, “estaban protegidos del castigo posible que les pudieran dar agentes del sistema penal o por deudas en el mercado de la pasta base”.

Información adicional

Autor/a: Tania Ferreira y Betania Núñez
País:
Región: Latinoamérica
Fuente: Brecha

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