Karl Polanyi, pensador inglés de origen húngaro, uno de los más reconocidos críticos (no marxistas) del libre mercado, sostenía que la clave para la comprensión de los fenómenos más espinosos del capitalismo reside en entender la ‘ficción’ que representan los mercados de fuerza de trabajo, tierra y dinero. En otras palabras, que el tratamiento del ser humano, la naturaleza y los medios de intercambio, tomados como simples mercancías, no sólo oscurece la comprensión de los problemas de las sociedades modernas sino que, además, en la cruda realidad tal tratamiento se convierte en el verdadero obstáculo para la constitución de un mundo mejor.
En efecto, tratar el salario, la renta y el interés como simples ‘precios’ de algo deja de lado hechos tan básicos como que, en últimas, la producción debiera dirigirse al disfrute de los seres humanos y que la tierra no ha sido creada por nadie, y que por tanto los derechos sobre su usufructo no pueden provenir de mercado alguno. Por lo cual, ocupar un espacio digno y suficiente es un derecho inalienable de todos los seres humanos sin excepción. Este último aspecto, justo lo que interesa a nuestro tema de análisis, se olvida a menudo en las reflexiones sobre las políticas de estructuración del espacio, así como las que se ocupan de los derechos y obligaciones que surgen del uso o propiedad de la tierra.
Es un hecho que en Colombia encontramos una situación aberrante en cuanto a la distribución del suelo. En el sector rural, los predios inferiores de
Pues bien, esta situación más o menos conocida se vuelve marginal cuando reflexionamos sobre los impuestos, tasas y contribuciones que se derivan de la propiedad de la tierra, pues es claro, por las cifras anteriores, que para una inmensa mayoría el espacio apropiado es a duras penas un mal refugio, a la par que para la minoría detentadora de la tierra representa un capital especulativo de largo plazo y en el que las características mismas del activo –su importancia como requisito mismo de la vida y el aumento de su escasez relativa con el crecimiento demográfico, para limitarnos a las más generales– llevan implícita una tendencia valorizadora que los especuladores del suelo tienen muy clara.
Así, la función de la propiedad inmobiliaria es múltiple, y, cuando se habla de obligaciones tributarias, olvidar ese hecho constituye la primera mistificación que vela el verdadero sentido que ha de tener una contribución fiscal progresiva. En el caso de los recientes cobros de valorización, es claro que, pese a un factor del cálculo de la distribución que considera el estrato, éste nunca es usado para estimar la capacidad de pago, con lo cual se viola el espíritu de la contribución, pues la misma jamás debe ser de carácter confiscatorio. No hay duda de que los miembros de las clases subordinadas que apropian espacio construido lo hacen como parte de una necesidad fundamental, la vivienda, y que, si bien la construcción de obras públicas puede afectar positivamente su valor, el fin de ese inmueble no es la ganancia ocasional que se pueda lograr mediante su venta sino la de facilitar las condiciones de su reproducción biológica y social. Por eso, la simple demostración de un “mayor valor” no puede ser causa inmediata que amerite cargas fiscales.
La mejora de las condiciones de transporte o del suministro de cualquier otro tipo de servicio, resultante de la realización de una obra pública, debe reflejarse en niveles de vida más elevados, por lo que, en el largo plazo, si las demás condiciones no cambiaran al ahorrarle costos al trabajador (tiempo, si la mejora es vial, por ejemplo), debiera traducirse en una mayor capacidad adquisitiva de los salarios, razón por la cual cobrar por los efectos de tal obra no es más que reducirle su ingreso nuevamente. De allí que la legitimidad de una contribución como la valorización, cuando se aplica a las clases trabajadoras, apenas tenga lugar en los casos en los que esa valorización se materializa con la venta del inmueble. Lo contrario puede dar lugar a fenómenos de expulsión de las clases trabajadoras de los pocos sitios que aún ocupan con cierta ventaja posicional (el termino técnico de gentrificación ha sido acuñado por los urbanistas para describir este proceso), originando un agravamiento de la segregación socio-espacial que tantos males acarrea.
De otro lado, la ley, tal como está escrita, se sustenta sobre un garrafal error teórico, pues proviene de considerar que el costo de las obras debe reaparecer en el mayor valor de los inmuebles, desconociendo que el precio de los mismos contiene una parte de ‘ficción’, el en términos de Polanyi, y que se corresponde con el monto de la renta del suelo. Las afectaciones de esta última, base de sustento de las variaciones de los precios, pudieran provocar que el efecto valorizador sea mayor, menor o igual al costo de la obra. De modo que cobrarles ese monto a los propietarios de los predios aledaños, sin más análisis, pasa por desconocer ese hecho y que la obra tiene usufructuarios distintos de quienes están inscritos en la zona de influencia. En otras palabras, la valorización de los predios es uno más de los múltiples beneficios que puede generar una obra, por lo cual el costo de ésta no debe servir como parámetro para su cobro. Una revisión seria del mecanismo de valorización debe considerar la necesaria conclusión de que, en ningún caso de construcción de obras públicas, su finan-ciamiento puede correr por entero a cargo de las recaudaciones de valorización, sea general o local. Ahora bien, si mayor valor y costo de la obra no deben ser necesariamente coincidentes, se hace obligatorio un estudio de los beneficios realmente usufructuados por los propietarios, así como un análisis de las variaciones de la renta, para en realidad concluir sobre variaciones en los precios.
Pero, dado que el objeto de este artículo no es desatar una discusión académica sobre el tema, para lo cual se requieren más tiempo y espacio, debe bastarnos con señalar que hay un conjunto de propietarios de suelo y espacio construido para quienes la propiedad inmobiliaria, contrariamente al caso de los trabajadores, no es un bien de consumo sino un capital. Por lo que allí sí de verdad tiene sentido considerar los efectos que el esfuerzo del Estado, y por consiguiente de la colectividad, tienen sobre los precios de los inmuebles, pues si el objetivo es la ganancia que se logra en el proceso de compra-venta de la propiedad inmobiliaria, las valorizaciones alcanzadas son objetos legítimos del cobro de cargas fiscales. Por eso, llama la atención que, en los recientes cobros de valorización en Bogotá, los terrenos del aeropuerto El Dorado estén exentos –lo que de por sí constituye un grave error técnico– y que no se estime siquiera su contribución (así no fuese cobrada), pues resulta claro que los demás predios no tienen por qué pagar lo que les corresponde a los terrenos concesionados por el Estado. De igual modo, debe quedar claro que las edificaciones con status de conservación arquitectónica no por ello dejan de tener un precio ni pierden su calidad de explotables econonómicamente, por lo cual considerarlas prácticamente con precio cero, y por ende sin obligación tributaria, no deja de ser una consideración mal sustentada y que desnuda el desconocimiento de las variables que determinan la dimensión económica, en este caso del espacio urbano.
En un artículo anterior (desde abajo, XI-20-2007) señalábamos que el valor promedio de metro cuadrado de tierra para el estrato 6 es 11 veces mayor que para el estrato 1, siendo ese uno de los indicadores más importantes de segregación social. Pues bien, dado que también es éste un factor de disfunción social y económica, la valorización, y en general los gravámenes sobre la tierra, deben convertirse en instrumentos de desestímulo a tal segregación, y por tanto en la punta de lanza de una reforma sobre la tenencia de la tierra que contribuya a constituir una sociedad más equitativa.
Los economistas institucionalistas, que recargan todo el peso de sus argumentos sobre los montos de la tributación como una muestra de la participación ciudadana en el Estado, olvidan a menudo las fuentes nutricias de tal tributación. En Colombia, desde el siglo antepasado se ha discutido sobre la naturaleza de una verdadera tributación progresiva, y ya los radicales del siglo XIX debatían acerca de la conveniencia de los impuestos directos (en cabeza de las personas), frente a los indirectos (sobre la actividad económica). La discusión apuntaba a si debía hacerse tributar a quienes más tienen; hoy, en pleno siglo XXI, su comprensión ha terminado bajo la égida del pensamiento único, oscurecida por la indiferenciación categorial de la economía neoclásica, según la cual, como todos somos consumidores, en términos de contribución fiscal a todos nos corresponde lo mismo. De tal suerte que impuestos como el IVA terminan como norma de estas sociedades. Por ello, en la reciente discusión sobre la valorización, debe apuntarse al desvelamiento de lo que se está haciendo, para separar el trigo de la paja y no hacer causa común con quienes en realidad deben contribuir. Llama la atención que
La pobreza argumental, tanto del gobierno distrital como de sus críticos, es una muestra de que, pese a los dictámenes de muchos sobre la sobrediagnosticación del país, una de nuestras grandes dificultades sigue residiendo en los debates poco sopesados. Que valga entonces la ocasión para que quienes consideran que un mundo mejor es posible alienten una profunda reflexión sobre la estructura de la tenencia de la tierra en Bogotá y sobre el desarrollo de instrumentos auténticamente eficaces que la democraticen, entre los cuales las cargas tributarias no deben dejarse de lado.
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