Lo sucedido con los jóvenes desaparecidos en Soacha y luego reportados como miembros de la guerrilla pasados por las armas de nuestro ejército nacional pone en evidencia –como pocas veces se puede confirmar– algunos aspectos de nuestra realidad nacional que conviene no echar al saco roto de los olvidos.
Como telón de fondo de este oscuro panorama, está la intransigente posición de este gobierno, que no ha querido reconocer la existencia de un añejo e histórico conflicto armado, producto de la falta de oportunidades y el desequilibrio estructural reinante. Por esta vía, se nos ha sometido a la ambivalente posición de respirar una atmósfera social que tiene tanto de ingenua y paranoica, como de triunfalista y fanática.
No es por vocación a la malicia ni por alimentar una negra propaganda dirigida a enlodar una imagen de país –que se empaña no por la difusión sino por la constatación de los hechos mismos–, que cualquier colombiano –digámoslo, algo equilibrado y maduro–, se puede preguntar: ¿Cómo se puede ganar una guerra que formalmente no existe? ¿Cómo eliminar al adversario, partiendo justamente de que jamás se le puede dar lugar a un mínimo reconocimiento? ¿Cómo presentar el acontecer bélico en tal forma que la violencia, necesaria para alcanzar la liquidación del enemigo, y la sórdida experiencia de los sucesos de la campaña cotidiana puedan tener un camuflaje deliberado en el que sus huellas históricas y sociales sean expulsadas y borradas?
Resulta que vivimos en dos países distintos. O, al menos, en un país que vive unos contextos perfectamente incoherentes. Existe una realidad formal, construida por palabras y discursos luminosos; hecha deliberadamente de estadísticas e índices optimistas, donde cada cifra es mil veces multiplicada por los voceros y medios más locuaces del establecimiento. Y existe otra realidad, cruda y material, que la viven personajes de carne y hueso, la mayoría de ellos invisibles y sin vocería alguna, quienes padecen con rigor el peso de todos esos inventarios estadísticos y cuyas voces pudieran tener la capacidad de derrumbar toda esas vitrinas y catedrales sostenidas por efecto de la palabrería. Allí es todo un programa no dar salida a sus clamores y reclamos. Sólo su luto cotidiano habla por ellos, duelo que se expresa en su habitual destierro, cuando no en su inevitable holocausto.
Y cada una de estas realidades parece tener su propio mapa. Existe el mapa político y administrativo, regido por una Constitución y sus leyes, en el que se pretende hacer creer que gobernantes y ciudadanos están sometidos al juego limpio de principios, valores y reglas de juego, así como al equilibrio de garantías, controles y contrapesos de unos con respecto a otros, para que nunca se llegue al abuso o al despotismo. Pero también existe otro mapa: el del conflicto no confeso, allí donde sí tiene vigencia la guerra que en el otro no se reconoce. Sobre este mapa se trazan prácticas y estrategias muy distintas, razón suficiente para que haya que mantenerlas en secreto. A este mapa sólo acceden algunos privilegiados, y es justamente en él donde se juega nuestro futuro. Es un plano que se esconde, que se oculta: es el croquis en el cual se trazan y entrecruzan siniestramente intereses, maniobras y astucias. Se puede decir que es el mapa negro de nuestra actual historia; pero también se puede indicar que es el universo que habita al otro lado del sol que resplandece para este gobierno. Hay allí toda una cartografía que sólo adivinamos cuando un hecho como el de los desaparecidos de Soacha, por el abuso y la desfachatez en su elaboración, permite su develamiento.
Para desdibujar la banalidad de tanto discurso insuflado de gloria, los hechos suelen presentarse tal como son: tajantes e insobornables. Es decir, por fuera del alcance de toda insinuación al cohecho. Las propias estadísticas oficiales ofrecen unos análisis cuyas conclusiones pueden llenarnos de ignominia. Se sabe bien que cuando el régimen de la ‘seguridad democrática’ se implantó tuvo como mira dar de baja a unos 40 mil miembros integrantes de la estructura de las farc. Hoy, tras los bombardeos aéreos locales e internacionales; tras operativos con ayudas satelitales, e intervenciones de índole tecnológica y humana extranjera; después de combates feroces, e incluso luego de ingeniosas y bien recompensadas infiltraciones en las huestes enemigas, se calcula que tal grupo armado ha quedado reducido a unas 12 ó 10 mil unidades.
Para semejante conquista ha sido necesario dar un vuelco total a nuestra incipiente cultura democrática. Hemos tenido que soportar el surgimiento de una mentalidad política que hace de la expiación, la sospecha y el delirio persecutorio sus principios sacrosantos. Ha sido igualmente inevitable una refundación de los valores sociales y toda una ortopedia de la moral ciudadana. Y para abrigar todo este megaproyecto, se hizo forzoso conformar un aparato de guerra tal como no lo hay en ningún otro país de Latinoamérica. Existe un cuerpo armado de más de 500 mil hombres en armas, y más de un millón de informantes, dispuestos todos ellos a señalar o apretar un gatillo con tal de recibir recompensas. No hablemos, por hoy, de los otros grupos, paramilitares –vigentes y activos a pesar del disimulo oficial–, también dispuestos a incrementar el número de ‘cruzados’ por el exterminio.
De este tema es que se ocupa la Directiva 029 expedida por del Ministerio de Defensa Nacional en 2005, a través de la cual este gobierno estimula el pago de recompensas y espolea un método expedito de ascenso y remuneración de los integrantes de las Fuerzas Armadas por la simple obtención de bajas enemigas.
Estamos, pues, ante la versión moderna de las cacerías de brujas. El mismo fenómeno que llegó a producir instituciones tan tenebrosas como la Santa Inquisición. No era necesario que ellas existieran, para subyugarlas con furia. No era imprescindible constatar un pacto diabólico para constituir a los herejes. Se producían, obligatoriamente, por la fuerza de las necesidades de obtener un control y homogenizar una moral. Aquella mecánica era bien particular. Solo mirando los archivos relacionados a su producción, se pudo acreditar aquel entramado: nadie escapaba de denunciar a cualquiera; padres, hijos, esposas, amigos y vecinos llegaron a fustigarse como sospechosos entre sí. Ni qué decir de los que por distintas causas tenían alguna añeja animadversión. Pero siempre estuvo presente, en cada caso, el reembolso de recompensas, el pago de testigos, la obtención de una dádiva o una licencia.
Ahora bien, en los seis años de apogeo de este gobierno, que son verdaderamente seis años de reportes cotidianos sobre triunfos militares –sin los cuales, no alcanzaría su dudoso prestigio–; se calcula que sumando los informes oficiales sobre bajas, capturas y deserciones, los golpes dados a esa guerrilla pueden pasar, con gran facilidad, la cifra calculada de los insurgentes militantes. El día que este gobierno se atreva a brindar un padrón en este aspecto, la operación aritmética, ha de ser infalible. Serán más de los presupuestados.
Y tan infalibles como obligadas, serán otras inquietudes. ¿Se han multiplicado tales unidades, justo en el momento de su mayor crisis? O ¿qué hay de cierto en todo esto? ¿Son ya las farc un mito necesario para asegurar la perpetuidad de unas políticas estatales de excepción, tan sistemáticas como fraudulentas?
Cualquiera que sea la posible respuesta, auguraría un futuro todavía magro. Ahí es donde los cadáveres, como los de los jóvenes desempleados de Soacha, parecieran llenar todos los vacíos y quisieran responder: ¡Presentes…!
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