Ocho años de uribismo, con el país aislado de su entorno inmediato, sin derechos humanos, con la economía primarizada, escindida del campo la ciudad, con la “culebra viva”, evidencian hasta la saciedad que ese no es el camino. Es la hora de una transición, y para ello se requiere una izquierda no vergonzante.
Las décadas del 70 y el 80 del siglo pasado fueron en América Latina, en especial en América del Sur, períodos de aniquilamiento sangriento de los movimientos de izquierda. Las dictaduras del Cono Sur, y sobre todo las figuras de Jorge Rafael Videla en Argentina y Augusto Pinochet en Chile, se convertirían en icónicas de una violencia sin precedentes en la que los llamados “vuelos de la muerte” y los raptos de niños a las prisioneras políticas serían quizá los hechos más trascendentes en el imaginario colectivo de estos países.

En Colombia, el carácter endémico de la violencia política haría menos mediáticos internacionalmente el exterminio de la Unión Patriótica y el inicio de los ataques indiscriminados a la población civil, que en forma de masacre se iniciarían a finales de los 80, pues el país, sin perder su formalismo constitucional y escapando de la ‘necesidad’ de los golpes militares, lograría disimular en grado importante, en el orden mundial, el carácter sistemático de su violencia política.
El regreso a la civilidad en Argentina, en la primera mitad de los 80, y en Chile a comienzos de la 90, coincidiría con la generalización y la oficialización de los movimientos aperturistas que tuvieron su laboratorio en el Chile de Pinochet. La ‘democracia’ como modelo de gobierno se había convertido en exigencia de los procesos de internacionalización de la economía, en vista de la urgencia de legitimar políticamente un sistema basado en arrebatar las conquistas sociales de los sectores subordinadas. Pero los requerimientos de un “pensamiento único”, es decir, la uniformidad absoluta en el querer y el sentir de las personas, seguía obligando al sistema al exterminio de las formas de pensar alternativas, y por lógica consecuencia de los movimientos sociales en que éstas encarnan. Por tanto, en los 90 se experimentaría en nuestro continente con nuevas formas de enfrentar los movimientos más resistentes.
Represión, negociaciones y civilidad
Los 90 serán testigos de una mezcla de negociaciones políticas y cruentos movimientos de represión, cobijados bajo la máscara de la civilidad. En el Perú de Alberto Fujimori, quien asume la Presidencia de ese país en 1990, por ejemplo, el uso de mecanismos de represión violenta, ejercida por grupos paramilitares y cuyo hecho más representativo es la Masacre de la Cantuta (en la que son asesinados un profesor y nueve estudiantes de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle), parece mostrarse exitoso, hasta el punto de que en 1992 es capturado Abimael Guzmán, líder del grupo Sendero Luminoso, lo cual marcará el casi aniquilamiento de esa organización. La realización de la operación Chavin de Huantar en 1996, en el que es retomada por parte del Gobierno la embajada japonesa y muertos los 14 insurgentes que la habían ocupado, se constituyó quizás en el momento cumbre de la misión de Fujimori en Perú al prácticamente cumplir su propósito de acabar con los movimientos de alzados en armas.
En Centroamérica, el camino era distinto. En El Salvador, en 1992 se llegaba a una negociación con el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMNL), luego que fracasaran las políticas de guerra formal e ilegal. Más adelante, en 1996 la Unión Revolucionaria Guatemalteca (URGN) optaba por el mismo camino y alcanzaba una negociación política para deponer las armas. Se conjuraban de esa manera los ensayos que intentaban imitar los exitosos caminos de los movimientos insurgentes de Cuba en 1959 y de Nicaragua en 1978 (curiosamente, en este último país, en 1990 llegaba a su fin el gobierno sandinista que había accedido al poder por su victoria militar, luego de de ser hostigado con una guerra civil larvada y organizada desde Estados Unidos). En Colombia, el Estado, fiel a la combinación de las formas de lucha, llegaba a procesos exitosos de negociación como los realizados con el M-19, mientras estimulaba en el campo la instauración y el fortalecimiento de estructuras paramilitares. La Constitución de 1991, en la que de derecho se alcanzaban algunos avances en la legislación, era negada de hecho con la implementación del modelo neoliberal. Las fracasadas negociaciones de Caracas y Tlaxcala en los años 1991 y 1992 con las guerrillas más numerosas (farc y eln), marcaban una situación muy particular, pues hacían de Colombia el único país del continente con un movimiento político armado.
Vaivenes de la guerra e institucionalidad en entredicho
Los éxitos militares de las farc en Patascoy, El Billar y Mitú condujeron a las negociaciones del Caguán. Y el fracaso de esas mismas negociaciones se tradujo, de un lado, en la reingeniería del Ejército, que con la creación de las Fuerzas de Despliegue Rápido y los Batallones de Alta Montaña intentaba retomar la iniciativa, mientras, de otro lado, se multiplican las masacres y el desplazamiento de la población campesina.
La asunción de Álvaro Uribe a la Presidencia en 2002 no puede entenderse, entonces, si no se tienen en cuenta, como marco general, las necesidades de homogeneizar la política (léase: aniquilamiento de los movimientos alternativos), hechas explícitas por el capital desde los 70, y como marco particular las condiciones de los 80 y 90 entre nosotros. Era claro que Colombia se constituía en una tarea inconclusa para los estrategas de la seguridad en el nivel mundial, y también era claro que los fracasos del Caguán posibilitaban, política e internamente, darle rienda suelta a la represión y ponerle brida a la negociación. Surge así la estrategia que se materializa en el Plan Colombia. Pronto hizo carrera la idea de que la persistencia insurgente obedecía a debilidad política y ausencia de una decisión firme (que algunos llamarían “síndrome del Caguán”), y el país político y económico sacrificó cualquier otra meta, con tal de alcanzar mediante la fuerza la victoria en el conflicto. La participación de Uribe como gobernador de Antioquia en el impulso a las Convivir, su particular condición belicosa, su probada ideología de derecha y su drama personal (él y su familia aseguran que su padre fue asesinado al resistir un secuestro de las farc), entre otras características biográficas, hacían del personaje el individuo ideal para intentar un remate (en Colombia, como última escala) de la tarea que las dictaduras del Cono Sur habían iniciado en los 70 y que Fujimori continuaría en los 90.
La creación de las Zonas de Rehabilitación y Consolidación en 2002 y las detenciones masivas a que éstas dieron lugar en 2003 expresaban la decisión de utilizar cualquier medio para el fin propuesto. Pero la comunidad internacional se mostraría inquieta, pues, en un mundo tan integrado e intercomunicado, las violaciones a los derechos humanos tenían canales de divulgación que restringían un camino tan expedito a la represión como el que había tenido lugar en los 70, 80 y 90. La reacción del Parlamento Europeo en 2004, cuando Uribe fue recibido con abucheos, máscaras y parlamentarios dándole la espalda o abandonando el lugar, fue un anuncio claro de que el silencio de la comunidad internacional ante la mano firme no sería tan unánime como en otras épocas.
Un refugio aún más profundo en el amparo norteamericano, que bajo el gobierno de Bush pretendía tomarse el mundo por asalto, fue la solución a la búsqueda del intento de legitimación internacional de las perseguidas metas represivas. La exacerbación de los ataques al gobierno de Chávez por parte del llamado mundo desarrollado occidental se convirtió en el espacio que abrió pronto la posibilidad de distender las relaciones del régimen de Uribe con muchos de los gobiernos que lo miraban con sospecha. Pero su estilo estridente en los foros internacionales, a veces casi cantinflesco, terminó por hacer de él un personaje incómodo hasta para sus patrocinadores, o ¿acaso se puede dudar de que los estadounidenses hubieran preferido la entrega de las bases militares en un ambiento menos tenso que aquel en el que tuvieron lugar?
Herencia y futuro
La permanencia del gobierno colombiano en la mira de las organizaciones de derechos humanos y de contera un conflicto que parece empantanado terminan por dar la sensación de un fracaso mayúsculo del régimen en su tarea de liquidar el conflicto por la fuerza. Arturo Valenzuela, secretario de Estado adjunto de Estados Unidos para el hemisferio occidental, pocos días antes que la Corte Constitucional negara la viabilidad del referendo reeleccionista, en declaraciones para El Radar, del Canal Caracol, le respondía a María Emma Mejía que no estaba de acuerdo con una segunda reelección de Uribe, y, aunque aclaraba que decía esto como politólogo, el mensaje de malestar de Estados Unidos fue claro. Para la comunidad internacional, si ha sido tan exitosa la ‘seguridad democrática’ como pregona el Gobierno, ¿por qué los soldados tienen que ejecutar civiles para mejorar sus estadísticas? La respuesta sigue pendiente pero la reanudación de los ataques a cuarteles de policía, incluso el resurgir de los retenes como los que han tenido lugar en el Cauca, aumentan aún más las dudas sobre el verdadero estado de la guerra. Ya los analistas simpatizantes del régimen no hablan de posconflicto, y parece empezar a extenderse la sensación de que con Uribe se cierra, con estruendoso fracaso, la etapa inaugurada hace ya un cuarto de siglo en que el Estado usa o deja usar la “guerra sucia” como apoyo a sus metas antiinsurgentes. A diferencia del resto del continente, después de tantos muertos parecemos seguir precisamente allí, en un punto muerto.
Mirar la guerra como efecto y no como causa no es un descubrimiento. Señalar que las guerrillas son un efecto (y no causa) de nuestras asimetrías sociales se ha querido controvertir al señalar que países con nuestros mismos problemas no los catalizan en forma de violencia política, olvidándose que un mismo hecho puede tener efectos diferentes según el contexto en el cual se desarrolle. No podemos negar que vamos a cumplir dos siglos en los que hemos tenido por costumbre inveterada solucionar las diferencias a balazos, y por ello debería ser de Perogrullo que, para acabar con los balazos, debemos acabar con nuestras diferencias, y que para eso no existe mejor mecanismo que el diálogo y una voluntad real de cambio.
En los últimos ocho años, el país ha sido aislado de su entorno más inmediato, la Comunidad Suramericana de Naciones, perdiendo parte sustancial de sus dos principales mercados: Venezuela y Ecuador. Termina por jugar a poner todos los huevos políticos y económicos en el canasto de Estados Unidos, cuando éste hace crisis y el mundo transita hacia un mundo multipolar. “La estrella polar del norte”, por la que suspiraban los conservadores de principios del siglo XX, como Marco Fidel Suárez y más tarde políticos como Laureano Gómez, como único destino y única luz, es un franco anacronismo.
El país salta de una economía de renta agraria que se basa en el café a una economía de renta minera, apoyada en los combustibles fósiles, sin tener reservas importantes. Sufre, además, una aguda revaluación de la moneda, que sesga su economía hacia aquellos procesos más intensivos en capital, haciendo del desempleo superior a dos dígitos una cifra estructural. La economía de la droga se enseñorea de la política, subordina los poderes locales y hace presencia en los nacionales a través de una clase emergente que busca su legalización. La gran incógnita en la situación actual es si la burguesía tradicional quiere y puede seguir siendo funcional a esas formas de acumulación o si se va a iniciar una lucha entre esos dos grupos de poder. En las recientes elecciones para el Legislativo parece claro que esas fuerzas locales mantienen su condición de actores centrales y le juegan a legitimar su posición. Ahora bien, en los últimos ocho años el poder emergente ha sostenido un modelo en que el latifundio, producto de la recomposición de la propiedad apuntalada en los excedentes de la producción y la comercialización de drogas ilegales, le apuesta a los cultivos de plantación para agrocombustibles. Pero, ¿es ese modelo sostenible económica, social y ambientalmente en Colombia? ¿Están los sectores tradicionales dispuestos a compartir el poder político con esa clase social emergente, de igual a igual? O, ¿después del gobierno Uribe se intentará el desmonte del modelo y la clase que lo promueve?
Pero, más allá de las respuestas a estas preguntas, queda claro que, por las razones que sean, el populismo autoritario de derecha, que tardíamente nos llegó, se va, en una perspectiva de largo plazo, con más pena que gloria. Y si, como consuelo, algunos quisieran señalar que aunque no se doblegó a la guerrilla y se la obligó a negociar, como era el compromiso, al menos se demostró que es vulnerable, cualquier ‘malintencionado’ puede contraargumentar que, si con una inversión cercana al 6 por ciento del PIB y con más de 400 mil hombres en armas ese fue el resultado alcanzado, llevarla a la mesa requeriría por lo menos el 12 por ciento y cerca de un millón de hombres, lo que ciertamente no es consuelo, pues cualquiera sabe que eso es un suicidio económico. Mientras más se demore el país en entender que los últimos ocho años han sido un desperdicio total, el costo será mayor.
De tal suerte que ya es tiempo de que ciertos sectores de la izquierda comprendan que el marco de la política es hoy muy diferente y que se debe dejar de jugar a mimetizarse con aderezos derechistas. Reclamar la recomposición de nuestras relaciones con los vecinos, negociar una salida política al conflicto, hacer girar las políticas del campo alrededor de la seguridad alimentaria con prácticas de agricultura ecológica, mirar hacia la biodiversidad como activo social y político, deben ser, entre otras, banderas no vergonzantes para llevar a los espacios de la discusión. Pues de una lectura acertada de lo que significa el actual momento depende un porvenir más grato para el país en general y para los más vulnerables en particular.
Leave a Reply