Las reacciones a la aprobación del Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea muestran las significativas contradicciones que padecen las diferentes fracciones que en el momento detentan el poder. El enfrentamiento del presidente de la Federación de Ganaderos de Colombia (Fedegan), José Félix Lafaurie, con el ministro de Comercio, Luis Guillermo Plata, y el apoyo a éste último de los agricultores, que en el tratado con Europa ven beneficiados cultivos de plantación como el banano y la caña de azúcar, refleja que en los llamados procesos de internacionalización y globalización no es tan cierto que todos ganan (es decir, que no hablamos de juegos de suma no cero) sino que en realidad lo que unos ganan otros lo pierden. Y que conste que no hablamos de la clase trabajadora, eterno gran perdedor, sino de sectores vinculados al poder.
El caso de Colombia es muy irónico, toda vez que con la aprobación de este TLC, entre los grandes damnificados del sector empresarial están los ganaderos, curiosamente quienes impulsaron al grupo político hoy gobernante. Según jefes desmovilizados del paramilitarismo, se constituyeron en cimiento del latifundismo armado.
Es claro que en esta ocasión los ganadores han sido aquellos sectores más funcionales al capital internacional. Bananeros, cañeros y floricultores son, en alguna medida, integrables al marco de las necesidades de los países del centro, mientras los lecheros no, pues los tradicionales intereses de estas naciones en ese sector, que se plasman en los significativos subsidios con los que lo protegen, son muestra inequívoca de que consideran la producción de leche como altamente estratégica.
Es casi seguro que, cuando nuestros vaqueros dieron su apoyo incondicional a uno de los suyos para que asumiera la Presidencia de la república, estaban lejos de sospechar que los intereses del capital transnacional están por encima del de algunos parroquianos, que, así hayan sido asistidos con expertos internacionales de la violencia e invitados a eventos de las logias de culto al totalitarismo del mercado, al parecer ignoraron que una cosa es el discurso y otra los negocios.
Elecciones y demagogia
Más allá del anecdotario pueril alrededor del cual gira la campaña electoral por la Presidencia, bien vale la pena preguntarnos si contradicciones como las señaladas se manifiestan de algún modo en los apoyos y los propósitos que se vislumbran en algunas de esas campañas. ¿Realmente, qué mueve los desafectos hacia el candidato del uribismo de algunas de sus fichas claves como Echeverry Correa y Luis Carlos Restrepo? ¿Es el continuismo de Santos una carta limitada por representar simultáneamente a sectores en disputa (burguesía ‘tradicional’, clase emergente legalizada y clase emergente no legalizada)? ¿La elección de un presidente ‘alternativo’ es una mejor opción, pues pudiera saldar las contradicciones, aplastando al sector que aún no ha podido legalizarse? Sean cuales fueren las respuestas, en Colombia se ha consolidado un nuevo escenario político en el que una clase emergente logra dominar buena parte de los poderes locales del territorio nacional, y además se convierte en fuerza importante en el Congreso y el Ejecutivo. Clase, que, luego de ser utilizada como puntal en la espiral de violencia del último cuarto de siglo, parece ser hoy objeto de hostilidad por ciertos compañeros de viaje, y que, frente a los cuestionamientos internacionales por la situación de los derechos humanos, pudiera ser ahora convertida en un buen chivo expiatorio.
En ese sentido, y más allá de los elementos discursivos, lo que cabe explorar es la posibilidad de la continuidad de una política que hace de la “guerra sin restricciones”, a la imagen de las del Cono Sur, el eje de la macropolítica y que convierte la rendición de sus enemigos en máxima meta del Estado. Esa circunstancia, cuando se interioriza como patrioterismo, hace olvidar que se trata de un discurso impuesto a la sociedad por un grupo particular: el de los grandes latifundistas que de la noche a la mañana se vieron convertidos en la frontera donde la insurgencia combate al Estado. Por eso, lo que para ellos es la amenaza principal a sus intereses, cuando toman la iniciativa del Estado lo convierten en causa central de los problemas nacionales. Ese hecho tan elemental ha sido escamoteado incluso por la academia, ya que, si no se puede desconocer la degradación del conflicto en los campos de batalla, no es menos cierto que esa degradación también se traslada a los esquemas mentales de los analistas. Olvidar qué es causa y qué es efecto es imperdonable en cualquier estudioso de la realidad, por lo que tratar nuestra pobreza, la alta concentración del ingreso, las malas condiciones de salud y educativas, etcétera, como originadas por la existencia de la guerrilla, no es creíble ni en una tertulia de cantina.
Por eso extraña que ningún candidato se aparte decididamente de la mistificación que entraña la afirmación de que el conflicto armado debe concentrar lo mejor de los esfuerzos de la sociedad. Ya es hora de que se denuncie con fuerza que el discurso militarista, defendido por algunos sectores que se autodenominan de izquierda, es un discurso interesado e impuesto por un sector que logra mostrar sus particulares intereses como los de toda la sociedad. Por eso, cualquier planteamiento que en realidad procure transformar nuestra realidad debe comenzar por eliminar esa mistificación.
Construir sobre lo que se ha pretendido imponer durante los últimos ocho años, o es demagogia o es un proyecto autoritario disfrazado.
¿Legalidad rima con seguridad?
Es claro que la tarea central del actual gobierno ha sido ‘desocupar’ las zonas rurales. En el informe de la Consultoría para los Derechos Humanos (Codhes) 2009, podemos leer que “de un total aproximado de 4.915.579 personas que han sido desplazadas en los últimos 25 años en Colombia, el 49 por ciento fue expulsado de sus tierras desde que se inició el gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez” (ver resumen del Informe 2009, Codhes). “Sacarle el agua a la pecera”, es decir, despoblar el campo, parece haberse constituido en la estrategia central de la guerra en Colombia, que, al profundizar aún más el proceso de concentración de la propiedad de la tierra, aleja nuevamente al país de la posibilidad de salir de la premodernizad. Según el mismo informe de Codhes, entre 1999 y 2007 les fueron despojados a los campesinos 5,5 millones de hectáreas.
Pero, además de eso, quizá lo más importante es que Colombia se ha convertido en un teatro de ensayo continuado de muchos de los métodos de las guerras asimétricas. La privatización del conflicto con el uso generalizado de cuerpos profesionales de las matanzas (no formalizados), las tácticas de ‘enjambre’ o de grupos pequeños que maniobran en forma cuasiindependiente y con entera libertad de acción en cuanto al tratamiento de la población civil de donde se desarrollan los enfrentamientos, encaja perfectamente en la “guerra sin restricciones”, que está hoy a la orden del día pero tuvo su gran desarrollo en la guerra de Vietnam y que en la actualidad se perfecciona en Iraq y Afganistán. ¿Si no es eso, cómo describir lo que es el desarrollo de los “teatros de operaciones”?
El aumento sistemático y escandaloso de las ejecuciones extrajudiciales es un buen ejemplo de que lo anterior no es mera especulación teórica, pues, mientras en 2002 la Fiscalía General de la Nación reportaba oficialmente 10 casos, para 2007 ya se contabilizaban 370 en una espiral sin antecedentes que no puede ser explicada en otra forma que como una política conscientemente estructurada.
Sin embargo, es aún más grave que en este momento el total de refugiados con necesidad de protección internacional o status temporal sume 374.000 personas, cifra que sitúa a Colombia como el quinto país de origen de los refugiados del mundo, después de Afganistán, Iraq, Somalia y Sudán (ver el informe de Codhes, ya citado). Lo verdaderamente curioso es que en esa lista no aparecen países como Venezuela, Ecuador, Cuba o Bolivia, que, según nuestros académicos y comunicadores, son las más feroces dictaduras del mundo.
No se necesita mucha agudeza para entender que un Estado que acepta la lógica de la “guerra sin restricciones” es necesariamente un Estado violador de los derechos humanos. El presidente de Usamérica, Barack Obama, prometió cerrar la base de Guantánamo en su primer año de gobierno y acabar con prácticas como el ahogamiento simulado (waterboarding); sin embargo, las presiones de la derecha y los militares han impedido cualquier avance, pues se considera que son prácticas concomitantes de las guerras asimétricas y, por tanto, necesarias en los conflictos actuales.
Por eso no se puede calificar más que como demagógica la afirmación de candidatos como Antanas Mockus, quien sostiene que su política frente a las farc consistirá en “más soldados, más ‘plan Colombia’ y más jueces”. Y decimos que demagógica porque lo de más soldados, pese a que riñe con la situación presupuestal, es más probable que “más ‘Plan Colombia’”, luego que los gringos han declarado su frustración con el programa. Pero, lo de más jueces es lo más discutible, pues en las guerras asimétricas las fronteras de la legalidad se borran y los soldados reclaman las manos libres. Las declaraciones del ex ministro de agricultura Andrés Felipe Arias (más conocido por los alias de “arribito” o el “Pincher Arias”), acerca de que Mockus no podía tratar a las farc con mimos y girasoles, adquiere un sentido válido si redirigimos el aserto a las relaciones con el estamento militar: ¿En caso de una presidencia de Mockus, pudiera éste manejar a los generales con tarjetas amarillas y comparendos pedagógicos? O, como Obama, ¿tendrá que comprender rápidamente que gesticular frente a la lógica de las bayonetas no pasa de ser más que un hecho puramente simbólico”.
Mirando hacia adelante
La izquierda no sólo ha sido timorata sino además ambigua, y se ha mostrado incapaz de remarcar que la solución de tierra arrasada es un fracaso. Si algo han demostrado los ocho años de Uribe es que la superación de nuestro conflicto no pasa definitivamente por copiar los métodos de los países del Cono Sur, siendo los procesos centroamericanos de los 80 y los 90 un mejor espejo, y esa es una bandera que los movimientos progresistas deben ondear con fuerza. Que la salida al conflicto debe ser negociada es una posición que se debe defender con intensidad, pues cohonestar en cualquier grado con los carroñeros de la guerra significa hundir aún más al país en un futuro de negaciones y frustraciones de nunca acabar.
La fragilidad del capital en el nivel internacional, que ha llevado a atacar en forma aún más agresiva las de por sí precarias condiciones de los trabajadores, es un marco por tener en cuenta. La reducción de los salarios de los funcionarios en Grecia, Portugal y España es la punta del iceberg de una política que amenaza con extenderse a todo el mundo. El alto endeudamiento público, producto de un déficit fiscal provocado por las reducciones a los impuestos de los empresarios, es el nuevo marco en que los taumaturgos de la economía recetan más de lo mismo. En Colombia, esa filosofía se remata con la propuesta de liberar a los dueños de empresa de los impuestos a la nómina, más conocidos como parafiscales, y trasladarlos a los trabajadores mediante el aumento del IVA o extendiendo éste a los productos de la canasta familiar.
Ese entorno de agudización de los conflictos sociales no puede cogernos por sorpresa. En este momento de la extensión de la precarización de las condiciones laborales a los países desarrollados, se hace necesario pensar en una política seria y sistemática de internacionalización de las luchas. La identificación de los movimientos hermanos que puedan potenciar una reacción en cadena contra la ofensiva que se vive es una urgente tarea. La coyuntura no puede distraernos, y la angustia de un país mediático que lucha por mostrarse lo más reaccionario posible (la mayoría de los candidatos quieren lucir sus blasones de religiosidad, intolerancia con lo diferente y talante discriminatorio con lo popular) no pude ser razón para la mímesis y el juego de ocultamiento de los principios. Los candidatos punteros en las encuestas son todos probados “hombres del sistema”, de allí que a los resultados electorales no se les pueda dar importancia mayor de la de una anécdota más en un país caracterizadamente anecdótico. Si el impase entre los grupos dominantes tiene salida cruenta o incruenta, no nos debe dejar indiferentes pero tampoco impulsarnos nuevamente a asumir lenguajes y problemas prestados. Definir cuáles son nuestros verdaderos objetivos no debe ser una tarea menor.
Leave a Reply