En Bogotá, todos hemos estado a punto de padecerlo. Es un riesgo latente que sufrimos cada día, a primeras horas de la mañana o cuando cae la tarde e comienza la noche. Puede que alguien no crea lo que aquí cuento, pero es real. Tal vez digan que soy exagerada, pero les ocurre cada día a muchos, tal vez a casi todos.
Sucede en medio de una marea de gente que, con afán por llegar a sus sitios de destino, se amontona en las plataformas. Quienes aquí vivimos sabemos cómo son estas: estrechas, tal vez tres metros de ancho, tal vez un poco más, pero con seguridad no mucho más.
Las decenas, los cientos de personas, llegan por minuto en las horas pico a las plataformas. Tienen afán y quieren ser las primeras. Desean llegar a su destino. Unas van para el oriente, otras para el occidente. En otros lugares, unas van para el norte y otras para el sur. Como la plataforma es estrecha, los cuerpos que van en vías diferentes se juntan, como si fueran para la misma parte. Pero no es así; van en vías contrarias.
Pero no sólo esto. En las plataformas del sur y del norte, y en las de occidente, cuando despunta el día los miles que pretenden llegar a su lugar de trabajo llegan y llenan por cientos y miles las plataformas. Son las 6 de la mañana o un poco más, y hay que llegar al trabajo. Para la mayoría, la jornada arranca a las 8, pero dos horas son casi insuficientes para estar a tiempo, Allí están esos cientos, esos miles, que se apretujan porque no caben. Se empujan. Quieren entrar. Claro, no todos caben en el servicio que llega y se llena en menos de un minuto. Sale con gente que trata de respirar sacando su nariz por las ventanas.
Llega el nuevo servicio. Pero en esos cinco o siete minutos que se ha tomado de tiempo, han entrado otros cientos a la plataforma, bajan de los alimentadores que proceden de distintos barrios. Son cientos. Son miles. El espacio se achica. El apretón, los empujones, la inmensa masa humana se balancea como un solo cuerpo que no quiere despegarse de los átomos que ahora la integran. Llega el nuevo servicio, y la masa, como si fuera un solo cuerpo, pretende subir, ganar el asiento, tomar un pedazo del tubo. No cabe, es imposible, algunos átomos se despegan y logran hacerlo: es un movimiento compacto donde se sufre y se desea no tener que estar ahí.
Pero hay que estar. Hay que llegar al trabajo o al rebusque o al colegio o a la casa. En ocasiones, me contaba un amigo, la masa está tan compacta “y tú en medio de ella” que cuando llega el servicio e intentas salirte para quedar mejor ubicado y esperar el próximo con un puesto libre, no logras salirte, no puedes obrar por voluntad, y una parte de la masa compacta te sube al bus. Apretado, sin poder respirar, sin poder sacar las manos para sujetarte al tubo, el motor suena, las llantas ruedan, allí toma una curva, allí frena, y tú, apretado y sujetado por la masa compacta que logró subirse, giras, te balanceas, vas hacia adelante, vas hacia atrás, y sin sujetarte al tubo, con las manos pegadas al cuerpo, sin poder moverlas, girando como un soldado de palo, sostenido por la masa. Hay risas, hay llanto contenido, hay rabia, hay quejas, hay deseos de que todo termine, que puedas bajarte, que llegue un día en que el transporte sea digno. Pero mientras tanto hay que seguir allí, aguantando, protegiendo los bolsillos, pensando ¿por qué tenemos este servicio tan malo y tan caro?
Esta es una realidad diaria. En las mañanas. En las noches. Pero sucede peor. En medio de los apretones y afanes, por un mal paso, por un empujón, por estar mal parado cuando la masa compacta se mueve, alguien cae, y por sobre su cuerpo pasan decenas de pies que intentan no pisarlo pero lo pisan. Nadie da la mano, no porque no quieran hacerlo sino porque quien pare también es empujando y tumbado por esa avalancha compuesta de muchos cuerpos que ahora empuja, que ahora pretende subir al articulado.
El apretón prosigue. Como el bus se llenó, llega el nuevo servicio. El movimiento compacto prosigue. Aquí aprietan por la izquierda pero también por la derecha, por atrás. Y cuando uno tiene algún impedimento físico, pues los apretones te afectan, tus fuerzas no alcanzan para resistir y sostenerte en un solo punto. Bueno, sin poder resistir te aplastan, te dejan sin respiración, como un cigarro apretado en una miserable caja de pocos centímetros tratas de llegar al bus. Entonces, allí, casi en la puerta, con tu impedimento físico, tratas de subirte, pero los apretones se intensifican, te aprietan, tanto, tanto, que sientes que te revientan las costillas. Pero subes al bus, te sujetas al tubo, pero el dolor no es poco, es intenso. ¿Me habrán roto una costilla? Los minutos pasan, llegas al trabajo, y el dolor no para: tienes dificultades para respirar, para agacharte, para hacer tus cosas diarias.
El amor transmilenio debiera llamarse esto. Es un amor intenso, masoquista, pegajoso, que te aprieta, que te abraza, que te toca, que rebusca en tus bolsillos, que no deja que te sueltes, que te persigue, que te abraza, tanto, tanto, que te lesiona. Amor intenso que lesiona. Con tu dolor te vas de urgencias y la radiografía confirma la sospecha: aunque no está quebrada, la costilla sí está lesionada. Ahora toca hacer ejercicios de respiración y tomar pastillas para el dolor. El mismo que siento cuando tengo que pagar 1.750 pesos para subirme a un bus de transporte público que, aunque público, es el más caro del país y de Latinoamérica, pero donde además no hay consideración con nadie, sea niño, mujer embarazada, discapacitados, enfermo, anciano. Amor transmilenio, donde te aprietan casi a morir.
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