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Agresiones constants contra las mujeres

Agresiones constants contra las mujeres
Un violador no es un enfermo,
es un hijo sano del patriarcado.
Campaña “¡Cuidado!
el machismo mata”

Hablar de las violencias contra las mujeres es tan complejo como el problema mismo. Los análisis pueden ir desde los diversos casos, las reflexiones sobre la legislación y su aplicabilidad, lo que implica para una sociedad, y para las mujeres en particular, la persistencia de este tipo de violencias, las acciones que se realizan para enfrentarla, las dificultades para su comprensión como problema de derechos humanos, los imaginarios que denota, las escandalosas cifras, entre otros aspectos que configuran un problema social, cultural, político y económico tan complejo como indignante. No pretendo abordar tales aspectos en este breve artículo, sin por ello dejar de dar cuenta de la magnitud del problema y de sus diferentes significados y alcances.

Empecemos por reafirmar la importancia de hablar de violencias contra las mujeres y no de violencia de género, ya que, aunque las violencias contra las mujeres ocurran por su condición y su posición de género, es decir, por el solo hecho de ser mujeres, tienen una connotación más profunda: son ejercidas contra nosotras en un sistema patriarcal que considera a las mujeres como menos, como objetos, como posesiones de los hombres, sustentada en relaciones de poder que se ejercen por medio de los diferentes tipos de violencias: sexual, física, económica, simbólica, patrimonial, psicológica, institucional, etcétera.

Las violencias contra las mujeres son un reflejo de la forma como somos concebidas en el sistema patriarcal-capitalista, que nos ubica en lugares de exclusión y discriminación, vulnerando nuestra libertad y dándole una valoración social menor a lo que somos y hacemos, razones por las cuales socialmente se naturalizan y justifican las violencias contra las mujeres, pues es la manera como nos han enseñado a relacionarnos entre los géneros, por medio del control y la violencia como reflejo de un ejercicio del poder con el cual se pretende mantener a las mujeres en esos lugares que se consideran típicos de nuestro género femenino: la sumisión, el silencio, lo privado, la obediencia, la esclavitud.

Por ello se considera normal y natural, por ejemplo, que un hombre tenga relaciones sexuales con “su esposa” –nótese la importancia del pronombre posesivo justamente–, así ésta no quiera, o sea, que la viole pero que el acto no se considere como tal, pues es “su mujer” y tiene un deber con él; o los casos en los cuales las mujeres son desfiguradas con ácido, impidiendo que vuelvan a tener una vida normal por todo lo que ello implica.

Otro hecho que demuestra esta situación es que los principales agresores y asesinos de las mujeres son las personas que tuvieron relaciones afectivas con ellas, ex novios y ex maridos principalmente1, como si de esta manera pudieran retomar el control perdido sobre “sus mujeres”, quienes, al terminar las relaciones y separarse, rompen esa relación de poder patriarcal y lo que se conoce como el círculo de la violencia, que es cuando ocurre la agresión; luego viene una especie de arrepentimiento y surgen frases como “te juro que no lo vuelvo a hacer”, “fue por los tragos”, “es que me sacaste la rabia y no me pude controlar”, etcétera. Pasa un tiempo –que puede ser desde un mes hasta varios años– y vuelve y ocurre la agresión, y así en un continuum que no termina hasta cuando ese círculo se rompa.

En este caso hablamos particularmente de las violencias entre las parejas y al interior de las familias, que, al ser una de las violencias que se han hecho más visibles por su persistencia, se llega a reducir de tal modo el problema que incluso se considera la denominada violencia intrafamiliar como sinónimo de violencias contra las mujeres. Sin desconocer la gravedad de este tipo de situaciones, es riesgoso reducir las violencias contra las mujeres a ésta, que es tan solo una de sus expresiones; riesgoso porque el trato que históricamente se le ha dado a la violencia intrafamiliar en nuestro país se realiza desde un enfoque meramente familista, en que impera la supuesta necesidad de mantener a toda costa la unidad familiar por encima de la vida de las mujeres.

Asimismo, la reducción que se hace del análisis, y sobre todo las maneras de enfrentar el problema, conlleva la dificultad de reducirlo a un tema privado, como si las violencias contra las mujeres fueran exclusivamente un asunto de pareja que se resuelve, como se comenta en el argot popular, “debajo de las cobijas”, siendo, por el contrario, un tema totalmente público en la medida en que, como ya lo he mencionado, es ante todo un problema cultural, social, político y económico que no se resuelve con conciliaciones entre las parejas basadas en un desequilibrio de poder en el cual las mujeres quedan sin opciones, ni obligando a las mujeres a mantenerse en unas relaciones de pareja por que los hijos “necesitan un padre”, o callando porque el miedo y las amenazas a las que también son sometidas las mujeres violentadas les impide reaccionar, o por los chantajes económicos y afectivos que las someten, o por falta de redes de apoyo, o porque no se reconoce que las mujeres tienen todo el derecho de vivir una vida libre de cualquier tipo de violencias.

Las violencias contra las mujeres son tan persistentes que son un problema de salud pública según datos del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (Forensis, 2009). En el último año se registran 73.450 casos de violencia intrafamiliar, 6.120 mujeres víctimas al mes, o sea, 201 al día, 8 mujeres violentadas cada hora; 54.192 casos de violencia de pareja, 4516 mujeres víctimas al mes, es decir, 148 al día, 6 mujeres maltratadas por su pareja cada hora; 17.935 casos de violencia sexual contra mujeres, 1.495 al mes, es decir, 49 al día, dos mujeres son violadas cada hora, y se presentan 128 casos de mujeres asesinadas por el hecho de ser mujeres, y una mujer es asesinada cada tres días.

Lo que ha posibilitado poner el problema de las violencias contra las mujeres en el debate público –que por tanto exige acciones en todos los niveles, que van desde las sociales y comunitarias, hasta las responsabilidades que al respecto tiene el Estado– ha sido la fuerza de la voz y las propuestas de ellas mismas, que, indignadas con tanta violencia cotidiana hacen público un asunto que antes no era problemático para la sociedad. Parecía ser aquél simplemente la sucesión de casos aislados, pero que, por el contrario, tiene tan diversas manifestaciones y afecta a las mujeres sin distinción alguna, y sobre todo refleja una sociedad en la cual, a pesar de llevar 12 años del siglo XXI, sigue imperando la idea de las mujeres como objetos sin dignidad ni valor, que pueden ser agredidas de todas las maneras posibles.

Cuenta de ello dan las noticias que a diario encontramos en los medios de comunicación nacionales y locales que, aunque guardan silencio cómplice con la falta de importancia que el Estado y la justicia le dan a las violencias contra las mujeres en un país supuestamente con problemas “más importantes”, últimamente vienen registrando los casos que a diario se presentan, claro que destacando lo que “puede ser noticia”: mientras más denigrante y agresiva sea la situación; y especialmente porque ya no es posible hoy hacer como si nada ocurriera, cuando las mujeres se unen cada vez más para enfrentar el problema, y exigirle al Estado su responsabilidad y a la sociedad en general que no puede seguir justificando la violencia contra las mujeres ni mimetizándola en la cotidianidad, como si no fuera importante.

Lo indignante es que se sabe que a diario ocurren los casos que registra la prensa o el noticiero oficial, y además son muchos más los hechos que minuto a minuto cobran la vida de las mujeres por el solo hecho de serlo: agresión sexual, acoso, amenazas, insultos, que soportan las mujeres colombianas y del mundo entero, pues las violencias contra las mujeres no son un asunto que podemos endilgarle a la cultura violenta que, se afirma, tenemos en Colombia, sino que tiene las peores expresiones en cada rincón del mundo.

A diferencia de otros países, Colombia tiene avances en términos de la legislación que se ha creado para enfrentar el problema. La ley 1257 de 2008, producto de la incidencia de las organizaciones de mujeres y algunas congresistas comprometidas, es un importante avance en la materia, pues parte de reconocer que, frente a las multiformes violencias contra las mujeres, el Estado tiene la responsabilidad de garantizar el acceso a la justicia para las víctimas, así como generar adecuadas acciones de prevención.

Sin embargo, esta ley no escapa a la lógica de otras que tenemos y que, a pesar de ser adecuadas (pues en algunos casos se queda corta, como en el reconocimiento de las violencias que se ejercen contra las mujeres en el marco del conflicto armado), ha sido difícil de implementar por parte de quienes tienen responsabilidades ante la situación, pues siguen imperando el enfoque familista y en general los prejuicios patriarcales que al respecto tienen quienes debieran aplicar la justicia más allá de ello. Se llega incluso a ejercer una violencia institucional, al poner por encima de los derechos de las mujeres algunos criterios inaceptables, como agilizar procesos y reducir el hacinamiento en las cárceles, razones por las cuales, en los casos de asesinatos de mujeres, impera el preacuerdo que deja a los asesinos prontamente de nuevo en las calles.

Aunque conocemos las limitaciones de las leyes en problemas profundamente culturales como las violencias contra las mujeres, además de que la eficacia de la cárcel en sí misma puede ser ampliamente discutida, en un Estado social de Derecho como Colombia es importante garantizar que las mujeres tengan no un mínimo sino un máximo respaldo legal. Por ello, intentamos una respuesta a los hechos que en los últimos tiempos se han relevado, e insistimos en que el problema de las violencias contra las mujeres no es que sea reciente sino que por fin se esté haciendo más visible el trabajo que arduamente realizan las mujeres y sus organizaciones por erradicarlo de nuestras vidas y la cultura.

En este momento cursan en el Senado varias iniciativas que buscan llenar los vacíos que aún persisten sobre el tema, como el caso la Ley 197 de 2012, que “fortalece las medidas de prevención, protección y atención integral de ciudadanas y ciudadanos, en contra de cualquier tipo de acto violento o crimen que se realice utilizando ácidos u otras sustancias corrosivas”, así como un proyecto de ley para garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto, reconociendo la misma como un arma de guerra y delito de lesa humanidad2, además de la ley Rosa Elvira, que busca crear el tipo penal de feminicidio para reemplazar el actual homicidio agravado en el caso de la mujer.

Es muy significativa la ya aprobada iniciativa que le permite a cualquier persona, no necesariamente la víctima, denunciar un caso de violencia contra la mujer. Asimismo, que la denuncia ya no se pueda retirar, aspecto fundamental, pues una mujer contra la cual se ejerza cualquier tipo de violencia o esté siendo sistemáticamente sometida a ella, tiene dificultades de todo tipo para salir de su situación, que en cada caso es distinta, razón por la cual por ningún motivo se puede afirmar que las mujeres son masoquistas o que ellas aceptan la violencia al no denunciar, no hay motivo alguno por el cual culpabilizar a una mujer víctima de violencia, como no hay motivo alguno para justificar esa violencia.

Cuando un problema está tan arraigado culturalmente, como el de las violencias contra las mujeres, enfrentarlo para erradicarlo desde todos los frentes posibles es una tarea cotidiana de quienes nos declaramos en contra de este flagelo, y para ello debemos esperar la aprobación de leyes, sin desmeritar su importancia y necesidad, ni llegar a tener amplios recursos para hacer campañas masivas e impactantes que sin duda influyen positivamente en el imaginario colectivo, ni esperar que asesinen a otra mujer. Debemos actuar contra la violencia hacia las mujeres en nuestra cotidianidad, en nuestras relaciones más cercanas, en el trato con las mujeres en la calle; en el reconocimiento del trabajo que nos sostiene a diario, como es el del cuidado, en no quedarnos callados como ciudadanos, en no ser cómplices ni siquiera de un piropo, y promover todo lo que esté a nuestro alcance para que mi familia, en mi trabajo, en mi pueblo, mis amigos, mis vecinos, comprendan que esta violencia es inaceptable, que las mujeres estamos cansadas de vivir con miedo, que cada persona puede hacer algo para que esto cambie, para que un día, el más cercano posible, hablar de las violencias contra las mujeres sea un desagradable recuerdo de nuestra historia que no se volverá a repetir.

1 “Entre los años 2000 y 2008 fueron asesinadas 9.314 mujeres en Colombia. La mayor parte de los victimarios serían parejas o ex parejas de las víctimas, o bien actores armados, legales o ilegales”. Colombia: feminicidio invisible. Disponible en: www.feminicidio.net.
2 “Según la Encuesta de prevalencia sobre la violencia sexual en contra de las mujeres en el contexto del conflicto armado colombiano 2001-2009 (Envise), para este período se estimó que casi medio millón de mujeres (489.687) fueron víctimas directas de violencia sexual; entre ellas, 7.754 fueron víctimas de prostitución forzada, 26.058 de embarazo forzado y 19.422 de esterilización forzada. En este tipo de delitos, según el informe de Amnistía Internacional para 2011, la impunidad es casi de un ciento por ciento. “Impunidad”, columna de Catalina Ruiz Navarro, publicada el 2 de agosto de 2012 en el periódico El Espectador.

Información adicional

Colombia
Autor/a: ANA MARÍA CASTRO SÁNCHEZ
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