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Paz no se escribe con “p” de ¡pum!

Paz no se escribe con “p” de ¡pum!

Grandes fortunas como las de los Rockefeller, Carnegie y Morgan tuvieron su origen en la guerra civil norteamericana, conocida como la Guerra de Secesión. De John P. Morgan, por ejemplo, quien sería el dueño de la fábrica de producción de acero más grande de los Estados Unidos (y una de las de mayor producción en el mundo) se dice que su primer gran negocio consistió en venderle cinco mil viejos fusiles al ejército del Norte, prácticamente inservibles. Eso, porque la guerra siempre ha sido no sólo un gran negocio sino igualmente un mecanismo directo de redistribución de la riqueza, máxime si se trata de conflictos civiles, pues allí se liberan los mecanismos de contención que la ética y las reglas establecen acerca del trato con los “semejantes”, y entonces la acumulación por desposesión actúa con toda su fuerza.

Colombia tuvo 11 conflictos de carácter nacional en el siglo XIX (más de uno por década), y termina ese siglo y comienza el XX con la confrontación conocida como Guerra de los Mil Días. En el siglo XX, la llamada época de la violencia, que se había desatado antes de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán, dura un cuarto de siglo y no se apaga sino que se transforma en lo que la Asamblea Permanente de la Sociedad Civil por la Paz ha llamado el “conflicto de la guerra revolucionaria”, para distinguir los últimos 48 años de enfrentamiento de los períodos anteriores.

La guerras civiles del pasado siempre acabaron en acuerdos y amnistías, y el exterminio de los vencidos nunca fue el objetivo, así se dieran exacerbadas persecuciones individuales. En cierto sentido, las guerras se hicieron siempre dentro de un mismo marco socio-estructural, pues al fin y al cabo eran guerras declaradas entre compadres. El conflicto del último medio siglo es diferente, en el sentido de que en los dos bandos ya no se encuentran, como antaño, los mismos apellidos. Para bien o para mal, las metas que separan a los contendientes se inscriben en distintos marcos socio-estructurales. Es ésa una de las razones por las cuales la paz ha sido tan esquiva.

Ocupación violenta del territorio, economía ilegal y Estado capturado

La archicitada frase de Clausewitz de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” debe invertirse en Colombia pues, acá, así no se quiera aceptar, es la política la excreción de la guerra, y no lo contrario. Sin duda, esto sonará herético a los oídos de los ‘civilistas’ que recitan que somos la “democracia más sólida del continente”, esquivando que esa ‘civilidad’ es la contracara del conflicto, ya que materializa los acuerdos de grupos particulares que se han identificado en el aprovechamiento de cierto tipo de ventajas de las que deriva el poder, mientras que, apoyados en éste, marginan al resto de la sociedad.

Qué duda cabe de que la persistencia de la violencia, como expresión central de la política, tiene que obedecer a causas estructurales, que en una u otra forma han atravesado toda nuestra historia republicana. La ocupación territorial salta a nuestros ojos como una constante de la disputa, que es imposible ignorar. La forma violenta de ocupación con la que los españoles inauguran el “nuevo mundo” se perpetuó entre nosotros en gracia a que jamás tuvimos un proceso de cierre de la frontera agrícola, y a que la ampliación de ésta se ha basado en situaciones de hecho y no de derecho. De otro lado, la consolidación de una clase criolla que desde sus comienzos tuvo en el contrabando una ocupación ilegal altamente remunerativa (venta prohibida de parte de sus excedentes a colonias inglesas, francesas o portuguesas), en contraste con la exportación legal de mercancías hacia la península, elevó en el imaginario lo ilícito. La historiografía oficial ha minimizado el hecho de que un número no despreciable de nuestros padres fundadores fueron, a la postre, contrabandistas, y que entre las causas de las luchas de Independencia se debe contar el reclamo por legalizar ese contrabando, acentuado después de 1713 por las fuertes restricciones que le impuso España al comercio dirigido hacia las otras potencias (Inglaterra y Francia en lo esencial).

Los gobiernos republicanos mantuvieron estancos y monopolios que dieron pie a “mercados negros” que prolongaron una estructura económica ilegal, paralela a la oficial. La fabricación y la venta ilegal de aguardiente, por ejemplo, que hasta mediados del siglo XX mantuvo alguna importancia, y sobre la que muy poco se ha estudiado, es apenas una muestra de que la ‘cultura’ de lo ilícito no arrancó en los años 70 del siglo XX con la producción y la comercialización de psicotrópicos sino que sigue un hilo de continuidad desde nuestros orígenes.

La permanencia en el tiempo, tanto de la disputa violenta de la propiedad territorial como de una economía al margen de la ley, terminó forjando un Estado que se proyecta siempre como un coto de caza cuya conquista permite legitimar actividades o riquezas asociadas a lo ilegal y liquidar actividades no compatibles. La desmovilización paramilitar, propiciada por el gobierno anterior, programas como Agro Ingreso Seguro y la práctica captura de los presupuestos locales por grupos armados durante la presidencia de Uribe ¿no son acaso manifestaciones de la tríada economía ilegal-apropiación violenta de la tierra-Estado presa?

La “mano negra” que se opone a la paz es la misma que usufructúa el statu quo, y el fin de la guerra no puede ser algo distinto del descoyuntamiento de las articulaciones que mantienen esa tríada. De la permanencia de la guerra se benefician dos tipos de agentes: aquellos que derivan ventajas directas del conflicto, como los despojadores de tierra o los proveedores de armas y avituallamiento, y quienes se lucran de modo indirecto, y sacan ventajas económicas o políticas del estado psicológico o jurídico del terror creado por la crueldad del enfrentamiento.

Algunas cifras

La confrontación ha sido una excusa que le ha permitido al Estado militarizar el presupuesto. Si se tiene en cuenta tan solo el gasto en la fuerza pública, éste pasó de representar el 1,5 por ciento del PIB en 1990 a 3,5 en la actualidad. Pero, si lo que se mira es el gasto total en defensa y seguridad, ese porcentaje asciende a 5,1 por ciento del producto, que en pesos actuales puede ascender hasta 23,5 billones de pesos (millones de millones), siendo Colombia el país de Latinoamérica que dedica proporcionalmente más recursos a la defensa.

Entre 2002 y 2010, la fuerza pública (soldados más policías) aumentó un 40 por ciento, pasando de 313 mil hombres a 438 mil, que hacen del país uno de los que más soldados y policías tiene por cada 100 mil habitantes (881, según el Ministerio de Defensa), muy por encima de Brasil, para citar un ejemplo, que dispone de 384 hombres por cada cien mil habitantes. Ahora bien, si se tiene en cuenta que del monto total de gasto el 92 por ciento va a funcionamiento, es fácil entender que el fin del conflicto sería negativo para la cadena que conforman proveedores, intermediarios y lobistas.
En ese sentido, basta recordar el escándalo suscitado en 2008, cuando se supo que la empresa Fabrilar Ltda., que había ganado cuatro licitaciones por 1.882 millones de pesos para proveer 320.000 toallas a las Fuerzas Armadas, era propiedad del vicefiscal de la época, Andrés Ramírez, y además esta firma intermediaria había contratado la elaboración del producto con la Fábrica Textil de los Andes (Fatelares S.A., por 1.722 millones de pesos), propiedad de la familia del consejero presidencial de ese entonces, José Roberto Arango, quien a la vez era mostrado en un organigrama con relaciones de familiaridad respecto del capo del narcotráfico Pablo Escobar (ver el enlace http://www.interconexioncolombia.com/documentos/genealogia/presidente alvaro uribe velez/Aproximaciones entre Álvaro Uribe Vélez y Pablo Escobar.pdf).

De otro lado, los gastos de inversión, que son en lo esencial gasto en armamento y equipos de todo tipo, están jalonados por grandes multinacionales que mueven un mercado de 70 mil millones de dólares anuales y cuya regulación es prácticamente inexistente. Justo el viernes 27 de julio de este año fracasó nuevamente el intento de la ONU de crear un tratado jurídicamente vinculante que regule el comercio de armas, y que, como en el caso de la ronda de Doha, fue sistemáticamente bloqueado por las grandes potencias. Es sabido que una parte importante de los dineros del Plan Colombia regresan a los Estados Unidos por vía de la compra de armas.

También es conocido suficientemente que la violencia de las dos últimas décadas se ha traducido en un proceso de concentración de la tierra, que ha hecho del latifundismo armado el gran ganador de la guerra. Y si bien las cifras sobre la tierra arrebatada a los campesinos difieren en una medida importante, la más aceptada es la de la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado, que la estima en 5,5 millones de hectáreas, cantidad nada despreciable. Pero, sea como fuere, lo innegable es que en la actualidad el 0,45 por ciento de los propietarios de tierras posee el 62,6 del área, mientras que el 86,35 de las personas posee sólo el 8,8% de la tierra.

Delincuencia en los despachos oficiales

La vinculación de los ganaderos con la violencia no es un secreto, hasta el punto de que el Gobierno mismo ha considerado al fondo ganadero de Córdoba como el mayor despojador del país. Uno de los empresarios del sector, Raúl Hasbún, confeso paramilitar, ha dado una lista de 226 ganaderos y bananeros que, según él, financiaban voluntariamente el paramilitarismo en Urabá. Pero quizás el hecho que más atrae la atención es la consolidación de lo que algunos han dado en llamar “clientelismo armado regional” (que no es más que la manifestación política del latifundismo armado), que opera con la fórmula de tú me haces elegir y yo te entrego el presupuesto. Casos como los de Wilder Ríos, alcalde de Riohacha acusado y condenado en 2004 por entregar los fondos de la salud al paramilitarismo; Ramiro Suárez, alcalde de Cúcuta; Miguel Ángel Pérez, gobernador de Casanare; Germán Chaparro, ex alcalde de Villavicencio (recientemente condenado por ser autor intelectual del crimen de su antecesor), son únicamente los casos más mediáticos que prueban la toma del poder local y sus presupuestos como trofeos de guerra. Los agentes que hoy están detrás de los suministros de medicamentos, kits escolares, construcción de vivienda e infraestructura, entre otras actividades, conforman una cadena muy grande a la que el fin de la guerra dejaría sin posibilidades económicas.

El caso del gobierno central no es menos dramático, pues no debemos olvidar que siete ex presidentes del Senado del período 2002-2012 están siendo investigados por nexos con el paramilitarismo, lo mismo que dos ex fiscales generales de la nación, un ex vicepresidente, 139 congresistas o ex congresistas, y 20 gobernadores y ex gobernadores, amén de ex ministros y asesores gubernamentales, en una muestra adicional que la captura del Estado por la economía ilegal. Todo ello es algo más que una simple figura literaria.

Que la posesión de la tierra y no su uso es el verdadero botín lo prueba el hecho de que en las dos últimas décadas el PIB del sector agropecuario creció por debajo del promedio del conjunto de la economía, y, sin embargo, se decantó y creció un latifundio ocioso y además armado. Y que sea la ganadería, el sector más amenazado con los tratados de libre comercio, el que ha apoyado más firmemente los últimos gobiernos aperturistas, es otra prueba del aserto anterior. Extrañaría a muchos observadores externos que los industriales, también amenazados con los tratados bilaterales de libre comercio, apoyen incondicionalmente a los gobiernos que los ponen en situación de alto riesgo. Sin embargo, si se mira que Colombia ocupa el primer lugar de asesinatos de líderes sindicales, es fácil entender que los beneficios de la guerra no necesariamente se tasan en dinero sino que también pasan por el disciplinamiento y la docilidad de los cuerpos y las mentes de los trabajadores. Y siendo el terror el método más expedito para ese fin, es entendible que el capital se identifique inmediatamente con los discursos de “mano dura” y “seguridad ante todo”, incluso si se tienen que sacrificar algunos dólares de la ganancia.

La “mano negra” que se opone a la paz no es una simple extremidad del cuerpo social, como ahora se quiere hacer creer; es un tumor que ha hecho metástasis, y en forma de clientelismo armado cubre la casi totalidad de la geografía y una gran parte del circuito económico. Que unos políticos estén en la cárcel no obvia el problema, pues el corporativismo de la economía ilegal en las instancias estatal-regionales y locales, lejos de contraerse, sigue extendiéndose, y su representatividad en las instancias nacionales se sofistica. Los movimientos políticos alternativos y la sociedad civil antisistémica deben entender esto si lo que se persigue es cortar el proceso retroalimentativo, de la tríada apropiación violenta de la tierra-economía ilegal-Estado presa. La paz entre nosotros no puede ser un asunto de retórica ni de buena voluntad de los contendientes, pues la guerra ha sido nuestra forma social de existencia. La paz significa alterar estructuras fuertemente enraizadas en nuestro pasado y cuya sustitución pasa por erradicar el terror oficial como forma de disciplinamiento. La tarea es ardua y difícil, pero no por eso debemos renunciar a ella, ya que de su realización depende la posibilidad de una existencia digna para las futuras generaciones.

 

Información adicional

Autor/a: ÁLVARO SANABRIA DUQUE
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