El Che Guevara de la literatura

Cada uno ensaya a su manera dialogar con Cortázar. El novelista chileno Luis Sepúlveda y el mexicano Antonio Sarabia introducen en la ranura de la piedra de la lápida un cigarrillo encendido que dejan consumir lentamente. Los jóvenes escritores cubanos Amir Valle, Karla Suárez y Raúl Aguiar han instituido el rito de acercarse a la tumba, para aquellos que puedan realizar el viaje a París, y llevar a Cuba; las fotos y los libros destinados a pasar de mano en mano. Homenaje a un escritor que se comprometió con pasión en favor de la revolución cubana, la que ahora atraviesa momentos muy tristes.

Un relato de Raúl Aguiar sirve de punto de partida para narrar la historia del escritor argentino que encarna (con Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes) el rebrote de la novela latinoamericana y del espíritu rebelde de los años 1960 y 1970. Muy cortaziano, Aguiar relata el encuentro fantástico en la Habana de una joven muchacha y Cortázar. Ella vive en el 2003, él en enero de 1967. La sutileza reside en la melancolía que genera el relato en el lector, quien conoce con anterioridad las penosas respuestas que le esperan a Cortázar cuando le pregunte a la muchacha sobre el futuro: «Tengo miles de preguntas. ¿Llegó el hombre a Marte?, y ¿la guerra de Vietnam?, ¿qué paso con Cuba durante este tiempo?, ¿Fidel está todavía vivo?, y ¿el Che?, y el socialismo, ¿triunfó al fin?, ¿sabes algo de Argentina?». Todo un catálogo de frustraciones.

Hay que saber que Julio Cortázar, el verdadero, dedicó algún tiempo a sentir cierto interés apasionado por el mundo. Él dijo: «Yo tenía muy poca curiosidad por el género humano antes de escribir el Perseguidor», una de sus mejores novelas, tenía 45 años.

Hijo de argentinos, Cortázar nació en Bruselas en 1914. Donde adquirió, decía él, «una forma de pronunciar la «r», que no me pude quitar nunca». Era una de sus particularidades físicas, también era muy alto y de una delgadez extrema. Rasurado la mayor parte de su vida, su rostro le confería un aspecto de eterno adolescente. Sus ojos gigantescos, muy abiertos le daban a su mirada un aire sombrío y felino. Del gato tenía más el carácter individualista y enigmático.

Es en el universo de lo fantástico que su literatura se desarrolla pero una fantasía que se entromete en la realidad, en el discurso cotidiano y lo transforma. Una casa obsesionada por una presencia que jamás se nombra, en la Casa tomada. Un fotógrafo que sorprende una escena entre un adolescente y una mujer y que cuando revela la imagen, se descubre dentro de su propia fotografía, en «Las babas de diablo».

Cortázar fue un lector de textos surrealistas. Él consideraba que la poesía hacía parte de una realidad superior que integra tanto lo racional como lo irracional. Pensaba que los encuentros fortuitos no eran producto de azar; que «el amor loco « y la oportunidad constituyen los mecanismos enigmáticos con los cuales los hombres fabrican sus destinos.

Un doble encuentro, con París y con Sybille (la «Maga»), fue el origen del giro radical en su vida y en su obra. En 1950, Julio Cortazár realiza un viaje a París, y durante su travesía tiene uno de esos encuentros extraordinarios que marcaron su vida. A bordo del barco, viajaba una joven alemana de origen judío, Edith Aron. Ella tenía cabellos oscuros y los ojos verdes. Cortázar no tarda en descubrirla. Su delgada silueta y su rostro de niño tampoco escapan a la curiosidad de Edith. Sin embargo, apenas intercambiaron algunas palabras. En Havre se separan sin siquiera intercambiar direcciones, algunos días después, lo que nadie hubiera nombrado como coincidencia, se realiza un nuevo encuentro en una librería. Se separan una vez más sin darse cuenta, y poco tiempo después la fuerza extraña los junta y se encuentran frente a frente. La señal estaba clara.

Cortázar descubre que esta joven mujer de sonrisa embrujadora estaba «viva, complicada, irónica y entusiasta». Dicho de otra manera, irresistible. Cuando en 1951, regresa a París para instalarse, inicia una relación que a pesar de rupturas y reconciliaciones (y una multitud de interludios femeninos), dura toda la vida, pero él finalmente termina haciéndola la heroína de su obra maestra, la novela Rayuela, se inspiró en ella para su personaje de Sybille. Publicado en 1963, Rayuela describe el encuentro de Cortázar con París. «París fue para mí la mayor sacudida existencial».

«Se diría que yo nací para no aceptar las cosas tales y como me son dadas». Esta rebelión le acompañaría toda su vida. Su literatura armonizaba con el movimiento revolucionario que entonces se propagaba por todo el continente y cuyo núcleo fue la revolución cubana. Nada más lógico que la fascinación precoz de Cortázar por Cuba, quien mantuvo con la revolución una relación fiel pero también crítica. Defendió sus ideas (como lo prueba su admiración por Lezama Lima, inclusive durante los dogmáticos años de 1970), teniendo en cuenta, que estas críticas no pudieran ser utilizadas por los enemigos de la revolución, lo que le equivalió largos períodos de soledad, incomprendido tanto por los adversarios del castrismo como por las autoridades cubanas.

A partir de Rayuela, la obra de Cortázar cuestiona otra realidad posible. Vence el mayo del 1968 francés, después publica la novela El Libro de Manuel, una reflexión sobre los nuevos guerrilleros latinoamericanos, donde divide las opiniones, sin conseguir identificarse con la acción. Recibió el premio de Médecis y agregando la creciente resistencia chilena, su escritura se hizo más libre. Participó en la constitución del Tribunal Russell para denunciar la violación de derechos humanos. Apoyó la revolución sandinista en Nicaragua. Este compromiso apasionado fue el inicio de obras que mezclan ensayos, comentarios y poemas como Ultimo Round, o las novelas con estructura compleja, como 62. Modelo para amar. El mismo Cortázar, reivindica su lazo no dogmático entre la literatura y la revolución afirmando: «Nosotros tenemos más necesidad de Che Guevara, del lenguaje y de revolucionarios de la literatura que de letrados de la revolución». Amor, revolución y escritura componen entonces el triángulo de la aventura cortaziana.

Terminó sus días en París, exiliado por la dictadura argentina y declarado ciudadano francés por el presidente Mitterrand. Según su biógrafo, Mario Goloboff, su calidad fue sin duda ser «todo los días lúdico, y todos los días, a pesar de todo, antisolemne». El humor y el placer son las características que encontramos en sus obras y a veces, como en las Historias de Cronopios y de Famas, en sus personajes principales. Puede ser por ello, que cuando nos encontramos con Cortázar en ese espacio fuera del tiempo que son las páginas de uno de sus libros, nos encontramos con un optimismo que puede parecer incongruente con nuestra época donde la esperanza cedió el espacio al fatalismo.

Puede ser por eso que las preguntas de Cortázar, del relato de Raúl Aguiar, a la muchacha cubana nos inundan de melancolía. Ellas nos esbozan otro mundo alojado en el nuestro pecho pero que no sabemos descubrir. Porque hemos perdido ese arte del encuentro donde Cortázar era el maestro. Sin duda, por eso también es que los lectores que vienen cada día a recogerse delante de su tumba parisina no son simples turistas. Son sus cómplices.

Hay que saber que Julio Cortázar, el verdadero, dedicó tiempo a sentir cierto interés apasionado por el mundo.

Él dijo: «Yo tenía muy poca curiosidad por el género humano antes de escribir el Perseguidor»

Información adicional

A 20 años de la muerte de Julio Cortázar
Autor/a:
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo Nº87, 2004

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